Perplejidad
Siente que se escapa el año y no ha sabido bien qué hacer. “Perplejidad”, anotó por ahí. Lo dijo en voz alta en una reunión y los demás quedaron perplejos. Más tarde, se acobardó de la ira despiadada y volcánica que transmite ese mundo donde transitan los que escriben, los que juzgan: las redes sociales. Vio allí, recientemente, fotografías insólitas que mezclan de manera patética personajes cuyos tiempos, ideas y filiaciones no coinciden, hechas al parecer con “inteligencia artificial”. Se dijo que la selva se pone cada vez más espesa y oscura por ese lado, cada vez más inextricable.
Ha perdido ganas, sueños, textos; sus poemas suenan apocalípticos y sus ficciones son nulas. Le pareció que la esfera inefable del mundo sigue girando en su lugar, una esfera cuya circunferencia ha sido puesta en cuestión y su centro se encuentra en cualquier parte (lo que haría caer a Pascal en perplejidad). Las ficciones de ese mundo irreal están muy lejos de ser buenas, de la “primera novela buena” –como quería Macedonio- o de la “última novela mala”.
Se debatió en busca de la palabra exacta para nombrar el caos, pero no le sirvieron de mucho sus fuentes: Satié, Fischer, Berardi, le escamotearon toda esperanza. “Perplejidad”, volvió a escribir, y consultó un manual de filología. Bajo la entrada pertinente, dice: “tejer, enredar, dar muchas vueltas, torcer". Se ha dicho también: una alusión metafórica al hecho de que la perplejidad es una especie de “nudo intelectual”, como sugiere el “enredo” que proviene del verbo plectere, un estado de espíritu denso, indeterminado.
Filosofía perpleja
Desde la curiosidad y la confusión, ha salido el conocimiento, enseñaron los griegos. Pero ¿quién vuelve hoy hacia atrás la mirada? La filosofía es una marca ósea, un cementerio de chatarras. ¿Y quién piensa la perplejidad en estos días sin historia? Parece que la historia se cancelara en un presente que lo inventa todo. Eso es también la inmediatez de la revolución tecnológica.
Lee a Carlo Ginzburg. Quizá preformado por la perplejidad, no puede advertir nuevos desarrollos en la obra reciente del maestro. Aunque el ejemplo a tomar sea la acción, inclinarse por lo que hacen sus textos y no solamente por lo que dicen. Entiende incluida en esa lectura, la continuidad del aprendizaje mediante los procesos de la microhistoria, el estudio de la antigüedad sin proyecciones, a salvo esas pequeñas grandes preguntas derivadas de cierta estética fascista de la política. “¿Qué podemos pensar de la manipulación de la sociedad a través de Internet? Una pregunta que queda flotando, y cuya respuesta, para Ginzburg, es “otra historia”.
La poesía brilla por la ausencia
Le impresionó el libro de Cees Nooteboom sobre las tumbas de los poetas, lo animó al intento de recuperar la memoria de la poesía. Leyó con entusiasmo y le agradaron esas palabras iniciales, esta frase: “leer es algo que hace uno por sí mismo y en soledad, una aventura espiritual; quien busque claridad inmediata es mejor que se mantenga alejado de la poesía”.
Ha llegado a entender que la poesía puede expresar hasta aquello que las palabras no pueden. Pero esa convicción no lo saca del lugar de la perplejidad. Cada vez que abre la ventana encuentra una hoja en blanco de su cuaderno de notas, de su diario, de esta misma página.
100
La revisión de papeles viejos, la compulsión por la contabilidad y el control de sus textos, le indicó que esta contratapa, de publicarse, será su contratapa número cien. Inmediatamente consultó los significados del número. Son pobres más allá de las matemáticas. Sin ir más lejos, el año cien es de un aburrimiento inconmensurable, excepto porque trajo la novedad de la extinción definitiva del león en Europa y porque se “reeditaron” las obras de Marcial. Asunto no menor, este último, sobre el que quisiera explayarse, puesto que se acerca el final del año y no se debe abordar tan triste.
Perplejo, sí, pero no triste.
Epigramas
Marcial, testigo directo del año 100, concibió una forma de exhibir la sociedad de su tiempo: el epigrama. Por sus versos desfilan la ciudad de Roma, sus construcciones, sus ciudadanos, sus costumbres y vestimentas, sus pasiones y sus pecados; sobre todo el gusto por comer afuera y la poca o nula rentabilidad del comercio con la literatura. Se podría llegar a pensar que nada ha cambiado en los últimos veinte siglos. Incluso el propio género epigramático había llegado de los griegos del siglo I a.c.
La concisión, la brevedad y la claridad, son sus características salientes; junto con el humor y la ironía que suele rematar con un chiste los versos cuyas tensiones sociales enhebra el epigramista.
Casi al final de la vida y de vuelta en sus pagos de la provincia profunda, Marcial revisa su obra. Entonces se lo imagina también perplejo ante los cambios sociales y políticos. Decide que estas últimas palabras que escribe sobre el fin del año, esta contratapa redonda y segura, la contratapa número 100, tiene que despedirse con unos versos sabios, mordaces y un poquito hipócritas.
Por eso, don Marco Valerio Marcial, hable usted ahora; así el “yo desplazado” del contratapista puede hacer un respetuoso silencio.
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A Julio Marcial. Sobre las cosas necesarias para una vida feliz:
Las cosas que hacen la vida feliz,
mi muy entrañable Marcial, son éstas:
una hacienda conseguida no a fuerza de trabajar, sino por herencia;
un campo no desagradecido, un fuego perenne;
nunca un pleito, pocas veces las formalidades, una mente tranquila;
unas fuerzas innatas, un cuerpo sano;
una sencillez discreta, unos amigos del mismo carácter;
unos ágapes frugales, una mesa sin afectación;
una noche sin embriaguez, pero libre de preocupaciones;
un lecho no mustio y, sin embargo, recatado;
un sueño que haga fugaces las tinieblas;
querer ser lo que se es y no preferir nada;
ni temer ni anhelar el último día.