Empecé a escuchar Depeche Mode en 1989. Es decir, hace 35 años. Cuando yo tenía quince, dieciséis, no había en el mundo nadie más cool (no era esa la palabra que usábamos, no circulaba aún entre nosotros, seguramente decíamos “con onda” o “fachero”) que Martin Gore. 

Para mí, un adolescente, hijo de padres de clase trabajadora y criado en un barrio del FONAVI en un minúsculo pueblo de la provincia de Entre Ríos, un chico que soñaba despierto con tener algún día su propia banda e intuía o más bien deseaba que la vida fuera algo más que cuatro calles de tierra reseca y un manojo de prejuicios y chismes, Martin Gore y sus amigos eran un punto cardinal. Un modelo fascinante.

Todos ellos –no sólo ellos pero sobre todo ellos–, los cuatro Depeche. Y Martin Gore más que ninguno. Yo lo imitaba todo lo que podía, lo que estaba a mi alcance y lo que me animaba. Mi vieja era peluquera, así que aprovechaba y le pedía “ese corte de pelo”. Corte tecno, le decíamos. Porque a la música que ellos hacían se la conocía entonces con ese nombre –synth pop, house, dark wave, etc. vinieron más tarde–. Y ese corte –que luego se difundió como “doble nuca”– era para nosotros era el detalle que identificaba a “los tecnos”.

Usaba ropa oscura que mi mamá le encargaba a una modista, la abuela de un amigo. Camisas anchas, siempre negras con alguna excepción de azul oscuro o violeta con lunares o estrellas blancas. Borceguíes, gruesas cadenas y pulseras que también le birlaba a mi mamá. El delineado de los ojos. Un sobretodo de la década del 70 que heredé de mi padrino.

Le copiaba a Martin Gore hasta la forma de caminar, de pararme, como si estuviera todo el tiempo posando para un fotógrafo en los brumosos suburbios de Londres. Con otras cosas no me animé; sombreros de paño, plumas, remeras de red, por ejemplo, nunca usé. Creo que me hubieran echado del pueblo si me animaba. 

Ya con las cosas que me ponía la gente murmuraba o se reía. A lo que intento llegar es que gracias a tipos como él (y a Robert Smith de The Cure, Daniel Ash de Love and Rockets, y entre nosotros Federico Moura, Gustavo Cerati, Richard Coleman, entre otros) mis amigos y yo no sólo descubrimos sonidos nuevos sino que también conocimos otras maneras de estar en el mundo, otras sensibilidades, y vislumbramos una posibilidad de expresarnos, de combatir el aburrimiento pueblerino y de incomodar sin estridencias, aun antes de saber tocar un instrumento o sin necesidad siquiera de intentarlo, con un par de aros, un pañuelo de colores al cuello o un modo diferente de sostener el cigarrillo.

Nos preocupábamos, además, por aprender inglés para entender las letras de las canciones. Lo poco que sé de ese idioma no lo aprendí en el secundario sino gracias a The Cure y Depeche Mode.

Siempre hubo un fuerte componente de androginia en la estética de Martin Gore: “Me gusta ponerme ropa de chica y eso no quiere decir que sea travesti –declaró–. Me gusta la combinación ‘antimacho’ de llevar pantalones y una cazadora de cuero con ropa femenina. Eso desorienta a la gente. Siempre estoy buscando cosas de ese estilo para ponerme”.

Y sobre la imagen ambigua de la banda, dijo: “Me gusta la idea de lo andrógino pero sobre todo me disgusta la normalidad. Siempre sentí la imagen de macho como algo realmente aburrido”. Por declaraciones como estas, el lugar común y fácil de la prensa era etiquetarlos como banda pop gay. En relación con esto, Martin Gore dijo: “Podemos afirmar que nuestro público cuenta con gran cantidad de gays. Pero este tipo de definiciones sobre nosotros responde no sólo a nuestro aspecto y manera de vestirnos sino al cliché de que la sensibilidad que destilan nuestras canciones sólo puede provenir de un grupo gay. No es algo que me preocupe en absoluto”.

Un tipo inteligente. Y un precursor.

La admiración mía iba por ese lado, siempre por sus canciones pero también por su actitud, ese modo tan particular de ser desafiante. Martin Gore fue deconstruido antes de que a alguien se le ocurriera leer a Derrida fuera de los claustros parisinos y difundir sus ideas como el non plus ultra de la avanzada posmoderna.

Y no nos importaba, eso es algo que puedo ver y analizar ahora, no entonces. En aquel momento solo me parecía atractivo, intrigante. Un personaje lleno de misterio. Tengo muy presentes las críticas que recibían como banda: la de no saber tocar instrumentos, la primera. La de hacer música banal, tonta, alienante. 

Yo mismo en mi etapa punk/pospunk critiqué como un idiota el uso de sintetizadores para hacer música. Más tarde comprendí que esas defensas que a veces se hacen en nombre de “la verdadera música” suelen esconder un conservadurismo recalcitrante. Parece obvio decirlo, pero no es el instrumento el que define la calidad, complejidad u originalidad de la música, ni siquiera el género, sino el artista que está detrás y sus necesidades expresivas.

Lo cierto es que pasaron los años, las décadas. Hace exactamente 44 años que existen como Depeche Mode. Martin Gore tiene hoy 63 años. Dave Gahan, 62. Andrew Fletcher falleció en mayo de 2022, a los 60 años.

En los primeros planos de Martin Gore se ven arrugas, profundas arrugas. No niego que me causa impresión. Pero también me da emoción de la buena verlo así, cuando pienso en aquellas críticas de superficialidad que mencioné. Ellos siempre respondieron con música. Con canciones y discos. Discos memorables. Y hoy responden además con unas caras que dejan ver el paso del tiempo, que nos permiten ver su historia. La historia que hemos transitado juntos.

A esta altura de sus vidas podrían dedicarse a la producción, a conducir realities, a hacer esporádicas apariciones como invitados de otros músicos y retirarse a reposar en sus cómodas mansiones. Pero estos señores superficiales y descartables eligen seguir haciendo música y videos en los que hablan de la fugacidad de la vida, de sentimientos desperdiciados mientras el tiempo se escapa y que, más allá de todos los versos y oropeles, lo único concreto –vaya paradoja– es que seremos fantasmas. Por eso mismo, lo que importa no es ocultar una arruga sino seguir apostando por la belleza y por el viaje sonoro, que es –quizá– lo único que quedará.

Larga vida a esta moda descartable.