En la vida lo importante sucede de golpe, había leído esa tarde.
El día anterior me había conmovido el relato “Wilson” de Hinde Pomeraniec en Por qué cambié de opinión (Ediciones Godot). Ella habla de una fobia a los perros que la acompañó gran parte de su vida hasta que llegó alguien --su perro Wilson-- capaz de hacerla atravesar sus miedos porque era más fuerte el amor que la esperaba del otro lado. “Él me hizo acceder a una forma de inteligencia, el cuidado y el amor desconocida, que me estaba vedada”, dice.
En mi caso no fue un cambio de opinión. Siempre amé a los perros. Los tuve de todos los tamaños y tipos, nunca de raza, en la casa de mi familia de origen.
En octubre de 2010 yo estaba en Bolivia y había muerto Néstor. Mientras el estupor de esa muerte se transmitía sin parar en la televisión de los bares de La Paz, recibía la noticia de que esa perrita que habíamos buscado tanto estaba en casa. Era más grande de lo previsto, lo supe apenas ver sus patas. Nadie sabía cómo tratarla, se hacía pis por todos lados y mi madre me dijo que cómo había sumado a esa perra a nuestra vida ya de por sí caótica con dos hijos de 3 y 8 años.
Luego, fue imposible pensar mi vida sin ella. Nina fue la perra de la familia que yo formé. Parecía una border collie pero no lo era. Sus pelos negros y blancos tenían suaves ondas y en algunas zonas a veces se apelmazaban. Yo se los cortaba, con sumisión.
Hacía un tiempo tenía una sonrisa de niño de cinco años feliz de haber recibido la visita continuada del Ratón Pérez. Se agachaba en cámara lenta. Así y todo corría con todas su fuerzas para llegar al pet shop de la esquina del parque que cada vez que pasábamos le regalaba golosinas.
Nadie avisa cuando la muerte irrumpe. Siempre es inesperada, aunque se sepa de su cercanía. Un lunes de diciembre golpeó la puerta de casa, para llevársela.
Le agarré la cara con las dos manos para traerla de vuelta. Se había achicado, como la de mi madre el último día antes de morir. Recordé que alguien dijo que el rostro es la morada del espíritu. La gata se acercó a ese fogón que habíamos armado en torno a la perra apagada, la olfateó una, dos, tres veces y se alejó.
Cuentan que Confucio vio a una cerda que daba de mamar a sus cerditos y de repente murió, entonces los lechones se alejaron de ella y la abandonaron. Su madre ya no los miraba. El paraíso es esa mirada dirigida a nosotros. “Solamente mi madre me miraba así, con esa mirada fuerte y una clara autoridad sobre mí”, dice la protagonista de Kaidú (Planeta) sobre, justamente, el perro de ese precioso nombre.
Al otro día, puse una foto del primer plano de su mirada en un altar y en el protector de pantalla de mi computadora. Es una mirada que parece preguntarme qué quiero, cómo estoy. Una mirada que lo da todo y también lo espera. Ella miraba de frente, como dicen que miran los perros.
Hay algo con la inutilidad de las palabras para nombrar lo que pasa cuando nos dejan, como en todo duelo, pero también en especial porque nos referimos a seres para los que hablar no es una posibilidad. “No poder repetir algo que Áyax me dijo me parece ahora extraño, pero, ¿acaso hablar es tan importante?”, dice Silvina Ocampo en el cuento Nueve perros. Constantino, el número nueve, era miope como ella. Si hubiera podido hablar, cuenta, le habría aconsejado "afrontar la noche, las tormentas, los accidentes, el ridículo, el hambre, los rechazos, como los árboles o los animales". Así, como una perra.
Virginia Woolf también se refiere al fracaso del lenguaje en estos asuntos. En Flush, una biografía del cocker spaniel de la poeta Elizabeth Barret, dice que el perro “la conocía como solo pueden conocer los mudos. Ni una sola de sus innumerables sensaciones se sometió nunca a la deformidad de las palabras”.
Esto no impide que intentemos mantener un diálogo con ellos.
--Si no cocino yo, no cocina nadie --dice el protagonista de la película Siete perros, al aire que captan los perros jadeando a su alrededor. Son depositarios de nuestra queja diferida.
Les pedimos confirmación (¿Cierto, Panchita?). También confirmación de amor que ya sabe la respuesta (¿La querés a mami?) porque el amor de ellos es todopoderoso. Lo es incluso con personas inesperadas. Hace muchos años, un amigo de mi padre tenía un perro cruza con ovejero alemán desproporcionadamente grande. Lo habían llamado Pucará, lo que da una idea de la época. Una tarde mi padre había pasado a visitarlo y luego volvía a casa, a unos quince kilómetros de distancia. El perro lo siguió todo el trayecto al trote detrás de la camioneta, sin hacer caso de los intentos de mi padre por que volviera a su casa. Quién sabe qué clase de sentimiento lo había llevado a semejante hazaña.
En Kaidú, Paula Pérez Alonso cuenta la historia de una mujer que ama al perro de su novio y construye con él un vínculo exclusivo, especial, pero no excluyente, que les permite que ese trío amoroso sobreviva más allá de la muerte del perro. ¿Se puede ser infiel con un perro? Se pregunta mientras empieza a tener pensamientos que aparecen cuando una se enamora y busca esos momentos “nuestros” con el amado.
Se regocija cuando le dicen que Kaidú es igual a ella (dicen que los perros se nos parecen). Lo compara con otras razas y Kaidú, para la mirada de la amada, siempre es superior en todos los aspectos. Incluso el lenguaje empieza a dar escozor por eso que pasa entre ellos. Antes la palabra “mascota” no le producía rechazo y ahora tiene ganas de pegarle una cachetada al que se atreva a pronunciarla.
Siento algo similar con el “amo” o el “dueño”.
A veces, también, me siento como Hachiko, ese perro japonés que esperaba cada día a Hidesaburo Ueno en la estación de trenes hasta que volvía de trabajar, y siguió haciéndolo después de la muerte del hombre hasta la propia. Otras veces quiero ser reconocida como Argos hizo con Ulises en Ítaca. En algún sentido Nina lo hizo. Esperó que yo volviera de un viaje para morirse. A veces me digo esas cosas para consolarme.
Como los perros, hoy soy las sensaciones que compartimos. A veces me parece escuchar sus pasos chocando contra el parqué e incluso me encontré hablándole a esa presencia que siempre me rondaba, en un instante feliz en que me olvidé que había muerto. La casa se siente hueca, como alguien a quien hubiesen vaciado sus órganos.
La ausencia no disuelve a Kaidú, leo, como no lo hace con Ajax, ni con Constantino, con Panchita o con Nina. Dijo Neruda: “para este perro o para todo perro creo en el cielo, sí, creo en un cielo donde yo no entraré, pero él me espera ondulando su cola de abanico para que yo al llegar tenga amistades”.
Recibí un email con el asunto NINA. Era del lugar que había contratado para que la cremaran y esparcieran sus cenizas en el parque en el que paseábamos todos los días. Esa noche soñé que estaba ante una mesa en la que de pronto aparecía ella, se movía feliz mientras yo la acariciaba, y entre incrédula y con muchas ganas de creer, gritaba, no sé a quién: ¡Está viva, está viva!
Dicen que hay pocas cosas que nos definen más que aquellas que extrañamos, por las que lloramos o sufrimos.