¿Se es feliz en las fiestas de fin de año?, ¿o trasuntan nostalgia? ¿Por qué las personas, cada vez más, quieren estar lejos de su entorno durante estos festejos? ¿Será porque estas fiestas despiertan emociones contradictorias? A veces, sobre todo en la niñez, producen alegría, otras veces añoranzas de tiempos mejores, o tristeza ante sillas vacías, o reavivan rencores.
La alegría, en estas reuniones, se demuestra sin reparos, las angustias, en cambio, se disimulan, aunque si hay exceso de alcohol u otros estimulantes suelen terminar en caos.
El retrato de la felicidad se encuentra por todas partes: casas adornadas con esmero, arbolitos colmados de regalos, imágenes publicitarias de gente brindando, música alegre, bolas de colores brillantes, muérdago de pequeños y rojísimos frutos, proliferación de luces y pesebres idealizados. Por el contrario, el malestar ante esa simbología de felicidad obligatoria (esa de la que huyen quienes toman la ruta) se contiene. Aunque interiormente anide un alarido mudo similar a El grito de Elvard Munch.
Munch relata que un atardecer paseaba con amigos. De pronto el cielo se tiñó color sangre y esa visión lo estremeció. Un dolor indefinible parecía atravesar la naturaleza. Tiempo después pintó una figura andrógina que toma su rostro con ambas manos mientras emite un grito angustiado y angustiante.
Y esto, ¿qué relación tiene con la universal fiesta cristina? Que existe una película mainstream navideña, travestida de comedia, aunque en el fondo es una tragedia. Una situación que no puede dejar inmune a quien la sufre: un niño de solo 8 años que es abandonado por sus padres. La película (¿quién no la vio o sabe algo de ella?) trata sobre una familia numerosa que inicia un largo viaje y se olvidan un hijo en su casa, no cualquier hijo, sino el que es víctima de bulliyng doméstico.
Cuando el niño constata su abandono, no llora ni parece desesperarse, se pone en acción. Limpia la casa, compra alimentos y artículos de limpieza, se mueve como un adulto. Hasta festeja histéricamente su “libertad”. Pero tan pronto como toma consciencia y la realidad le gana a su negación, entra en pánico y, con ojos desorbitados, se toma el rostro con sus manitos y emite un grito desgarrador similar al de Munch.
Me refiero a Mi pobre angelito (1990). Una metáfora del choque de emociones que producen estas fiestas. Si esa película sigue teniendo éxito a pesar de los años transcurridos (sus vistas se multiplican cada Navidad) es porque, además de divertir, refleja la mezcla de alegría y aversión que suscitan las fiestas por mandato.
Ahora bien, ¿cuál es el origen de esta celebración casi forzosa? Quinientos años antes de Cristo se produjo el antecedente de la Navidad. Era una fiesta pagana que fue fagocitada, trastocada y reemplazada por el cristianismo. Coincide con el solsticio de invierno en el hemisferio norte. Los romanos celebraban las saturnales exaltando la fecundidad, las cosechas y el nacimiento de un nuevo año. Reinaba la alegría, las comidas abundantes regadas con vino, los cantos, los bailes.
Los primeros cristianos no asociaron esas fiestas romanas con el nacimiento de Cristo -como en la actualidad- porque no hay registro histórico de la fecha exacta del nacimiento de Jesús. Pero en el siglo IV de nuestra era, a pesar de que se creía que Cristo había nacido en primavera, se estableció como dogma que había nacido en la festividad del solsticio de invierno (en el hemisferio norte). El festejo se popularizó entre los últimos romanos imperiales que lo asociaban a sus propias tradiciones de fecundidad.
Francisco de Asís (siglo XIII) realizó la primera representación del pesebre de Belén. El sincretismo se reforzó y, más adelante, se integró un Papá Noel o Santa Claus piloteando un trineo colmado de regalos que deposita en un árbol iluminado. Tradiciones exportadas de regiones heladas sin relación alguna con la tierra tórrida que parió a Jesús.
Las saturnales navideñas hoy se celebran más allá de creencias y religiones (con excepciones), si bien persiste una constante globalizada: es una gala involucrada con la niñez y el mercado. Días de abundancia obscena entre privilegiades o de tristes carencias entre personas abandonadas.
Cuando nos preguntamos sobre la niñez o sobre la incidencia de la Navidad en ella, demandamos desde el no ser: no somos niñes, no podemos vivenciar la infancia ajena y la niñez no se piensa a sí misma. Persiste en el recuerdo de quienes la hemos atravesado. Cada subjetividad representa su niñez como una obra pictórica que la acompaña de por vida formando una imagen idealizada, en algunos casos, demonizada en otros. Fin y comienzo de año, precedido del cumpleaños milenario de un niño -que hoy se trataría como enfermo psiquiátrico ya que se autoproclamaba hijo de dios- suscita recuerdos, balances existenciales y alguna inquietud secreta. Esa batería de emociones y pasiones infantiles son como una lámpara votiva que persiste encendida de por vida.
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Quizá ahí resida la razón de que Mi pobre angelito siga acumulando aceptación y no envejezca a pesar de tantos años trascurridos desde su estreno. En ella nos identificamos sin distinción de edad. Hibridación de alegrías, espantos, seguridades y peligros temidos u ocurridos en la niñez se rememoran ante la imagen de un niño olvidado, abandonado, para colmo, ¡en Navidad! Todos los años, Hollywood produce cientos de películas navideñas y, algunas, como la del niño desamparado (por más que la magia del cine lo muestre poderoso en recursos) se instalaron de modo permanente en las carteleras digitales y televisivas. La celebración híbrida es una mezcla de paganismo, cristianismo, negocios y negociados. Luces y excesos, oscuridad y escasez nos transmiten anhelos que traspasan religiones e ideologías. Aún las personas no cristianas se sienten interpeladas por la tradición navideña, por adhesión o rechazo. Son momentos de reminiscencias. ¿Será por eso que tanta gente huye y viaja a costas, montañas y países extranjeros en un vano intento de ignorarlas? ¿Será para no reencontrarse con su pasado o para conservarlo intacto en el recuerdo? Sea como fuere, estamos atravesando el fin de la verdad, ya no es necesario demostrarla, alcanza con enunciarla. Así que, contra viento y marea, enunciamos la verdad navideña y nos deseamos -a pesar de todo- felices fiestas.