El cuento por su autor

En 2024 se me cumplió un sueño: la reedición, por Alfaguara, de mi libro de cuentos Cuerpos resplandecientes. Santos populares argentinos, publicado por primera vez en 2007, cuando todavía estas devociones no estaban extendidas como temáticas del campo literario contemporáneo. Había transcurrido el tiempo suficiente como para que fuera necesario actualizarlo en diversos sentidos, además del bibliográfico. Ante todo, ahora tenía que incluir un “santo” más. ¿Cómo omitir al Diego, que fue D10S en vida, hasta con iglesia propia, que reunió en su carismática figura los rasgos que definen a los santos populares no canonizados por la Iglesia junto a los propios del superhéroe? (Bien lo señaló Gabriela Saidon.)

Quería hacerlo, era inexcusable, pero no fue fácil. Para las “feministas clásicas”, las de mi generación, Maradona representaba, también, algunos de los aspectos más cuestionables de una masculinidad opresiva. Sin embargo, el diálogo con nuevas feministas y feminismos, me abrió más perspectivas. Y, sobre todo, funcionó la magia de la literatura misma, que nos pone en una situación de sintonía ineludible con nuestros personajes, porque nos obliga a mirarlos desde adentro; más aún, a encarnarlos, como lo hacen los actores y actrices con los papeles que les tocan.

Al rastrear en la vida de Diego fui encontrando otras puertas de entrada, otras conexiones. Una de ellas está en el episodio poco frecuentado que se narra en esta historia: cómo el pibe de Villa Fiorito llega, de la mano de su fan, de su hincha (¿su devoto?) Esteban Cichello Hübner (otro pibe de los márgenes, devenido profesor), a recibir, nada menos que en la Universidad de Oxford, el bien merecido diploma de “Maestro Inspirador de Soñadores” y a pronunciar un histórico discurso que reivindica al fútbol como una de las “bellas artes”. Es un hito simbólico, como pocos, del mito de Maradona: David que vence a Goliat, ahora infiltrado en el corazón intelectual del viejo Imperio Británico. Este Maradona se conecta, en otro sentido, con Borges. Los dos (que compartieron el honor, o la carga, de ser “marca argentina universal”) sufrieron el peso del desdoblamiento, el deber de poner su común humanidad al servicio de una causa trascendental: manifestar el Aleph, revelar el centro cósmico al resto de los mortales, en el resplandor de sus iluminaciones, de sus geniales jugadas, de esos milagros que no se acaban nunca.

Un milagro que no se acabe nunca

yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura

Jorge Luis Borges. Borges y Yo

vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio, la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba.

Jorge Luis Borges. El Aleph

Sobre un cielo cercano se encienden súbitamente reflectores y pantallas que espejan las mil caras de un solo héroe. Un canto general que corea el mismo nombre las acompaña.

Maradóooo….maradóoo….maradóooo…

-Ya va a empezar la conferencia del Diego-, dicen a su lado.

No es posible. ¿Desde cuándo el Diego da conferencias? Llena estadios, canta y baila, magnetiza todo lo que toca, concede entrevistas que siempre descolocan a los entrevistadores. No habla desde cátedras ni púlpitos ni parlamentos.

Ella mira a su alrededor. El paisaje nocturno brilla con insólitos colores de fiesta, como una tarjeta postal o un libro infantil. Hasta los jardines de pasto inglés diezmado por el otoño, los edificios de ladrillo con ecos del medioevo, las torres afiladas, las cúpulas, las gárgolas, parecen una divertida escenografía de kermesse. Una multitud alegre pero relativamente ordenada la va empujando hacia un lugar que no puede ver desde donde está, tapada por cabezas casi siempre más altas.

No sabe cómo ha llegado hasta ahí, ni cuándo.

-Quién lo iba a creer. ¡Maradona en Oxford! ¡Y que lo escuchen los ingleses! ¿Eso no es justicia poética?- oye comentar a su espalda.

Están en Oxford, entonces. En la Universidad donde estudiaron las más preclaras e implacables cabezas políticas del Imperio Británico (pero también sus poetas y sus artistas y sus disidentes).

Ella dio clases en la Sorbona y en Salamanca, no en Oxford. No conoce la universidad inglesa, excepto por grabados, por fotografías y también, de un modo oblicuo, por algunos escenarios que las películas de Harry Potter tomaron prestados para su Escuela de Magia con escobas voladoras. Maradona, el pibe de Villa Fiorito, está llegando a esos mismos lugares sobre el impulso de su propia magia, sin escoba, ni título de doctor.

Los carteles y los parlantes guían a los peregrinos hacia la sala donde se espera la entrada del 10 de un momento a otro. A medida que se suman los nuevos, el espacio se ensancha, como si las paredes fueran elásticas y el lugar, infinito. Todos caben en ese ámbito extranjero que se hace familiar cuando él aparece. La cabeza tiene dos franjas luminosas: una dorada, como el listón de la camiseta de Boca, le enciende sobre un costado el pelo corto. La otra, blanca, le abre la cara con un deslumbrante golpe de dientes. Es imposible resistirse a esa sonrisa.

Maradona no viene solo. Lo acompaña un hombre joven, bajo, delgado. Los dos visten traje y corbata.

Diego posa ante las cámaras, pasando la mano por encima del hombro de su anfitrión: Esteban Cichello Hübner, un becario argentino. Ella recuerda que ha leído sobre su historia. También es, a su modo, un campeón: el capitán académico de los marginales, que pasó la infancia en una casilla de cartones y chapas y llegó a conocer a Diego cuando cargaba valijas en el Conquistador Hotel, donde paraba el 10. Ahora organiza el evento, como presidente de la sociedad estudiantil L’Chaim:

-Diego Armando Maradona va a recibir hoy, en esta casa, el diploma de Maestro Inspirador de Soñadores y eso fue siempre para mí. Me mostró cómo no hay nada imposible para los que trabajan por sus sueños. Cada vez que alguien me decía “nunca vas a llegar”, pensaba en él.

-Gracias, petiso -contesta D10S-. Pero no soy solo un ejemplo de lo que hay que hacer. También de lo que no hay que hacer. En eso -remató mirando al frente- que no me imite nadie.

Maradona homenajeado en Oxford le parece un oxímoron, una contradicción en sus términos, una excepción que rompe el orden, una jugada maestra. El que goleó a los ingleses por dentro y por fuera de las normas, siempre con la misma genialidad insolente, el vengador de la derrota de Malvinas, David que finalmente vence a Goliat, viene como invitado de honor al corazón intelectual de esa isla también chica, que alguna vez se apoderó del mundo.

Después de las introducciones, empieza la lectura de un discurso que ella juzga digno de ser tan universalmente recordado como sus goles. Con su cara de treinta y cinco años, el 10 ha alcanzado un cenit, una cumbre de concordante plenitud. Está en uno de sus mejores renacimientos y retornos. Todas sus inteligencias laten en un solo corazón armonioso.

Esta vez no usa la primera persona del plural, como si fuera un rey. Tampoco la tercera persona, como si fuese otro. Elige la primera persona singular, un simple yo, pero cuando habla de él, habla de todos. Dice que es hora de concluir con el estereotipo de los rústicos, primitivos e ineducados deportistas, supuestamente incapaces de hilvanar dos palabras seguidas, según juzgan los instruidos.

Ya no más. Esos alumnos, antes inalcanzables, admiran y aclaman sus argumentos claramente expuestos, traducidos de inmediato por un aprendiz de lingüista que creció sin luz eléctrica ni agua corriente en un descampado del conurbano norte y que, a pesar de eso, pudo ingresar a la Universidad Hebrea de Jerusalén y luego a Oxford, donde están hablando, en una continuidad perfecta, los dos hijos de los potreros.

Maradona cuenta los sueños del jugador-artista, que no es ni quiere ser un mercader de su arte. Denuncia el abuso de los empresarios que convierten un deporte poético en un negocio planetario. Acaba de fundar el Sindicato Mundial de Futbolistas para que ni uno solo de ellos quede sin defensa.

“Si unos denigran a los jugadores y otros los endiosan, no es cosa nuestra”, dice el 10. “Somos personas comunes, aunque con una vocación especial: damos felicidad a miles, en todas partes. Eso es el fútbol. Lo único que me importó siempre: esa belleza, esa alegría. Solo quería jugar, jugar y jugar. Ese era mi sueño, mi meta, mi destino.”

Después de la charla se abre la conversación con el público. Le piden a Diego que haga alguno de sus trucos legendarios de niño prodigio. Le lanzan una pelota de golf que pronto empieza a bailar sobre los zapatos resplandecientes. Se ríe con intención, se disculpa porque el calzado no es el que corresponde. “No venía para esto. Pensé que solo querían la conferencia.”

Nadie puede querer oír únicamente sus palabras, porque Diego es palabra encarnada en movimiento. El movimiento imprevisible de un Dios creador que da de nuevo las cartas de la baraja.

Pero ella desea también esas palabras. Espera hasta que muchos consigan autógrafos, lo toquen, lo interpelen. Por fin lo tiene frente a frente.

-¿Dónde le firmo? ¿Se lo dedico a usted, a un hijo, a un nieto?

Se palpa la cara, desconcertada ante la pregunta. ¿Un nieto? Busca en vano un espejo. Si apenas le lleva al 10 unos pocos años. ¿Se habrá deteriorado y consumido en ese extemporáneo viaje a Inglaterra, como los meteoritos cuando entran en la atmósfera? Ya sabrá qué pasa. No va a perder esa oportunidad única de hablarle.

-Quiero, por favor, que me expliques algo.

Se encoge de hombros, sorprendido.

-Diga.

-Siempre tuviste una conexión directa. Con el Barba, como vos lo llamás. La gente te ve transfigurado cuando te movés en la cancha. Como si hicieras milagros.

Él sacude la cabeza, le sonríe, paciente. Se lo habrán comentado demasiadas veces.

-No, no. Yo no. Maradona.

-¿Por eso te gusta tanto hablar en tercera persona? Como si Maradona fuera otro.

-Es que es otro. Yo soy el precio de Maradona, nada más.

-¿Vos te inmolaste para que Maradona exista?

-No es eso. Me equivoqué y pagué. Lástima, a nadie. Pero a veces me cuesta demasiado cargarlo encima, soportar ese peso. ¿Sabe lo que es escuchar, siempre, en cada partido, el nombre de Maradona cantado miles de veces? Uno solo frente a tantos, uno del que lo esperan todo. Que no les puede fallar. Me dejo la vida sobre la cancha para que Maradona pueda tramar su juego.

-¿Y por qué justo a vos te tocó ese don?

-Habría que preguntarle al Barba. A lo mejor me lo gané, a fuerza de tanto desearlo desde que era tan chico. Pero yo me voy a morir como cualquiera. Soy un puente, un canal, nada más, que a veces se quiebra. Queda Maradona, queda la belleza, queda la alegría.

No puede seguir la conversación. Otras y otros se precipitan sobre el ídolo. Quieren un trazo sobre el papel, una huella, una marca con un halo sagrado que les dure para el resto de sus días en la Tierra rutinaria.

Empujada hacia atrás, apenas alcanza a saludar a ese Diego joven con la mano, aunque él ya no la ve. Es hora de irse. ¿A dónde? ¿Por dónde? Otra oleada humana que vuelve hacia los jardines la coloca en el camino de la puerta. Ningún resplandor atenúa o entibia el impacto desolador del frío externo.

***

La luz diurna le escuece en los ojos cuando logra, por fin, abrirlos. Un hilo de saliva se le escurre de la boca entreabierta. Tiene la cabeza y las manos apoyadas sobre el vidrio del escritorio. Se siente desvalida y helada, cubierta apenas por la bata liviana. Va al baño, se mira la cara en el espejo, lava los restos de la extraña noche. En la mejilla izquierda le ha quedado impresa la marca del anillo que lleva en el dedo medio. No hay parte del cuerpo que no le duela. Después de los sesenta nunca es gratis dormir sentada.

La yerba se enfría en el mate desde hace horas. La computadora está prendida, clavada en el mismo lugar en donde la dejó, con una foto de Maradona y Cichello que llena la pantalla. El reloj marca más de las diez de la mañana, veintisiete años después de los sucesos reconstruidos en el teatro mágico del sueño.

A la tarde tiene que entregar su artículo sobre el aniversario de la muerte de Diego. ¿Relatará su pena por ese hombre envejecido y obeso, de palabra trabada y torpe, de corazón monstruosamente agrandado? Se niega a ese duelo estéril. Pero todavía no ha escrito una sola línea. Sigue corriendo atrás de Maradona, sin alcanzarlo nunca, en una maratón que se reinicia obstinadamente cada vez que cree haber llegado a la meta.

El episodio de Oxford le parece una rareza poco advertida en una biografía poblada y turbulenta y quizás una clave de los deseos reales e ideales del 10. “El más alto honor” lo llamó Diego, aunque en su profesión ya había alcanzado todos los honores. Este era distinto porque en el recinto antes vedado donde se consagraban las inteligencias del mundo, un jugador de fútbol, en nombre de los demás, había recibido la toga, el birrete y el diploma y el público lo había aplaudido de pie. Había pedido, para él y para todos, valoración, reconocimiento, respeto, y se los concedieron sin retaceos.

“Maestro inspirador de soñadores” podría funcionar como título de su crónica. Pero, ¿fue también un inspirador de soñadoras? Ella, las mujeres de su generación, más bien lo habían visto como el paradigma de una masculinidad que debía ser superada. Recuerda la violencia y el exceso, sus exabruptos de varón desaprensivo, los hijos dispersos, las arrogancias de quien no aceptaba otras críticas que las propias, en sus escasas ráfagas de contrición y reconocimiento.

Otras, más jóvenes, sin embargo no sintieron igual. O no repararon en eso en primer lugar. Muchas también venían de los potreros, de las barriadas populares, y aspiraban a ser ellas mismas futbolistas. Contra viento y marea, querían entrar por la puerta de esplendor y de prestigio que Maradona había abierto para todos los de abajo, incluso para las mujeres. Después del 10, millones de personas en todo el mundo estaban dispuestas a considerar al fútbol como una de las bellas artes.

Diego Armando Maradona, el inclasificable, no podía ser comprendido desde un solo ángulo, ni congelado en uno solo de sus gestos, en una sola de sus facetas. Había adoptado múltiples formas, capaz de convertirse en todo para todos, como Pablo, el Apóstol. Cada quien elegía cómo y desde dónde mirarlo. Pero cualquier perspectiva que se adoptara sobre su persona convergería siempre en una sola visión definitiva, deslumbrante y unánime, sobre el campo de juego. Ahí está el secreto, el misterio que todos contemplan sin comprender cómo funciona.

Las filmaciones repiten esa revelación cuando la memoria falla, incrédula. La repetirán mientras queden registros. Ella repasa los videos de los hitos gloriosos; cada uno renueva y supera al otro. Llega al Gol del Siglo. El que no necesitó la mano de Dios y solo contó con los pies alados de un humano. Le da play. Escucha por enésima vez el relato de Víctor Hugo Morales. Lo pone en pantalla completa.

Acodada sobre el vidrio, sigue la trayectoria de un punto de luz, una pequeña esfera tornasolada de casi intolerable fulgor que se mueve a una increíble y astuta velocidad, esquivando obstáculos hasta alcanzar el objetivo.

La esfera es Diego. Coincide con él. Se encarna en él. Es Maradona.

Maradona no hace milagros. ES el milagro.

En ese punto convergen todos los puntos del espacio mientras el tiempo se suspende a la velocidad de la luz que perfora el muro entumecido de lo cotidiano y salta hacia el abismo de una fiesta infinita.

Cuando el relámpago pasa, la luz no se apaga.

La pantalla tiembla y centellea como un palimpsesto de capas de agua, traspasadas por la irradiación. Ahí flotan, juntas, las manos alzadas en los estadios, las escuelas, las oficinas, los hospitales, las cárceles, los bares, los clubes, las casas, del pasado, el presente y el futuro. Le rezan a San Diego, el portador de la antorcha de Maradona. Suplican que ese rayo de la gracia divina vuelva una y otra vez. Que encienda el globo del planeta, que les revele la forma oculta del mundo.

Le pidieron, le piden, le pedirán, belleza y alegría, un milagro que no se acabe nunca.