Vicente Battista nació en La Boca. Su padre era carpintero y su madre se dedicaba a las labores del hogar. El único libro que había en su casa no se encontraba en una biblioteca -de hecho, no tenía biblioteca-, sino en la cocina. Era el célebre libro de Doña Petrona, donde se mezclaban recetas con consejos para que las mujeres fueran buenas amas de casa.

Battista cuenta que nadie lo alentó ni estimuló a escribir y que su acceso a la literatura tuvo diferentes motivos y se fue dando en diversos momentos de su vida. En una comunión entre infancia y ganas de leer, el adulto reconoce al niño lector que fue, ese que se devoraba las revistas de historietas como Misterix, El Toni, Rayo Rojo, Superhombre, Murciélago y Robin. Tanto es así que llegó a crear en secreto a un héroe (quizá esos amigos imaginarios que acompañan a los chicos en sus creaciones) al que llamó La Hiena. Tiempo después descubrió que en realidad el nombre del personaje inventado poco tenía de hazañas heroicas y era más bien un cobarde. Este descubrimiento marcaría definitivamente al escritor, convencido de que su literatura preferida estaría hecha de antihéroes: vencidos, marginados, humillados, parias y campeones desparejos.

Con su nuevo libro, El simulacro de los espejos, Battista reafirma su inicial capacidad para construir narrativas inquietantes que, desde la aparente simplicidad, desafían al lector a desentrañar capas de sentidos. La novela, situada en un entorno opresivo, interroga los límites entre libertad y control, identidad individual y colectiva. En su estilo característico, Battista traza una línea sutil entre la crítica social y el misterio existencial, ofreciendo una obra que invita todo el tiempo a la reflexión.

Pero para construir estos climas que hoy leemos en sus libros, hubo un día en que el joven Battista dejó en suspenso a las historietas para leer otros libros. Así, con solo doce años se asoció a la biblioteca socialista llamada La Sociedad Luz que estaba ubicada en el barrio porteño de Barracas. Con su carnet recién obtenido, pidió un ejemplar de William Shakespeare y de entre los varios escogió Tito Andrónico, tal vez porque “Tito” era el apodo de uno de sus amigos. Son curiosos los caminos (la lectura), las motivaciones (un nombre conocido), las condiciones materiales (el libro prestado) que permiten que los lectores se encuentren con los autores. Esta vez leyó la obra casi de un tirón. Cuenta que la escena que más lo conmovió fue la del final, cuando el protagonista cocina a los hijos de Tamora y los sirve como plato en la cena. Al devolver el libro, las bibliotecarias lo guiaron “con sabiduría” hacia lecturas que leían los niños de esa edad: literatura de aventuras. Así conoció los libros de Mark Twain -Las Aventuras de Tom Sawyer y Las Aventuras de Huckleberry Finn- un autor que aún hoy lo sigue impresionando. Una huella que Battista descubre a diario cuando se sienta en su computadora, levanta los ojos, y encuentra la foto del escritor que “lo mira y controla lo que escribe”.

Cada día su interés por la literatura fue creciendo más y más. Battista explica: Era lector de las revista-libros Pistas y Rastros, así llegué a Conan Doyle y Agatha Christie, a Hammett, a Chandler, a Simenon y comprendí que el policial también era alta literatura y me aventuré a escribirla; quiero creer que el viejo Twain aprobó mi decisión”.

Desde los inicios de su carrera con las novelas Sucesos argentinos y Gutiérrez a secas, Battista se ha consolidado como una voz resonante en la literatura argentina. Aunque muchas de sus obras han explorado el género policial, en El simulacro de los espejos el escritor amplía su registro para construir una alegoría sobre el poder y sus efectos deshumanizantes.

Si bien en el prólogo del libro, Salvador Gargiulo traza paralelismos entre Battista y autores como Kafka o Hesse, la particularidad de Battista reside en la capacidad de ambientar estas tensiones universales en un contexto que interpela profundamente al lector contemporáneo. Esta novela podría interpretarse como una observación sobre las instituciones modernas, pero también como una exploración íntima de las contradicciones humanas.

Poco tiempo después de publicar Sucesos Argentinos -la novela que ganó el Premio Planeta de Argentina en 1995-, Battista ya formaba parte de la lista de escritores de género policial. Esa inscripción, confiesa, “lo llena de orgullo”.

Sin embargo, ya había publicado por Bruguera en 1984 El libro de todos los engaños, obra que se apartaba del género. Fue cuando, entonces, empezó a considerar que era momento de probar con otro tipo de apuesta narrativa. Así nació en 2002 Gutiérrez, a secas, cuya característica distintiva es el artificio narrativo: un narrador omnisciente que reconoce ignorar los pensamientos de los personajes. En algún momento, el narrador afirma: “Eso habría que preguntárselo a Gutiérrez”.

Ahora bien, en esta última novela, El simulacro de los espejos, el escritor va por mucho más. En cuanto a la construcción de la mente de los personajes, Battista apuesta por un grupo que llama Escogidas y Escogidos que habitan El Lugar y no saben por completo qué piensan, sienten o imaginan. El narrador construye la fábula según conjeturas, y evita acotaciones asertivas del tipo “dijo indignado” o “dijo y sonrió complaciente”, porque se limita a expresar “dijo”, “repitió”, “aceptó”, así, a secas.

La trama de El simulacro de los espejos se desarrolla a partir de la llegada de Octavio Premisse, un hombre que ha decidido ingresar a El Lugar por razones que nunca se explicitan del todo. Se trata de El Lugar y no de Un Lugar, lo que gramaticalmente demuestra que ese artículo refiere a un espacio ya nombrado, visualizado, identificado previamente en el conocimiento de todos. Aunque al principio, el protagonista parece dispuesto a aceptar las reglas, su carácter crítico y sus preguntas lo convierten rápidamente en un elemento disruptivo dentro de la comunidad. En una escena que captura el desconcierto inicial del personaje y en una clara apuesta del autor por el anacronismo productivo, Octavio pregunta por la existencia de pantallas de televisión, algo que contradice lo que se le había informado antes de su llegada. Artemio, con su característica calma, responde: "Son pantallas que solo muestran series elegidas por La Administración", una frase que demuestra el control omnipresente que define la vida en El Lugar.

La desaparición y posterior devolución de las fotos de Octavio, objetos que para él tienen un claro valor personal, se convierte en el detonante de su creciente frustración. Este episodio pone en escena el conflicto central de la novela: la tensión entre la autonomía individual y la invasión del sistema en los aspectos más íntimos de la vida. Aunque Artemio intenta tranquilizarlo diciendo: "Ellos tienen derecho a todo, usted se los otorgó", esta afirmación solo refuerza la impotencia del protagonista frente a un orden de poder que se apropia de su consentimiento.

INFIERNO O PARAÍSO

Tanto en Gutiérrez, a secas como en El simulacro de los espejos, los personajes creados por Battista, en efecto, viven bajo estructuras que los someten, pero no parece preocuparles; lo asumen con total naturalidad, incluso con cierta felicidad. El autor podría estar siguiendo los pasos de Kafka y Dino Buzzati, autores que admira profundamente, y cuyos protagonistas también aceptan sus realidades sin cuestionarlas.

El Lugar, el espacio donde transcurre toda la acción, es un escenario cuidadosamente diseñado para suprimir la individualidad. Las habitaciones, privadas pero despojadas de cualquier personalización, refuerzan esta pérdida de identidad. La ausencia de ventanas o espejos completos subraya un aislamiento absoluto, mientras que las claraboyas, que filtran la luz desde un ángulo controlado, representan la visión limitada que los Escogidos tienen del mundo exterior.

VICENTE BATTISTA FOTO DE EDUARDO CARRERA

Acerca de la arquitectura de El Lugar, Battista señala que ese ámbito funciona casi como otro personaje. Sin embargo, recalca que sus habitantes no sufren esa opresión ni tienen conciencia de ahogo. “En una primera lectura se podría vincular El Lugar con el Infierno”, apunta, pero él prefiere relacionarlo con el Paraíso Terrenal: “tal como lo leemos en la Biblia”, afirma el escritor, “en el Jardín del Edén todo es armónico, perfecto, no existen las emociones, tampoco las pasiones. Algo parecido sucede en El Lugar: sus habitantes tienen vedados los entusiasmos y las pasiones, no saben de amistad o de amor”.

Uno de los aspectos más fascinantes del diseño del Lugar es cómo se manipula el tiempo y el espacio. La rutina de los habitantes está estructurada con una precisión casi mecánica: las horas de comida, las actividades y los encuentros están predefinidos, eliminando cualquier posibilidad de improvisación o espontaneidad. Este orden genera una ilusión de aparente estabilidad, pero también un desconcierto constante, ya que las reglas parecen diseñadas más para confundir que para organizar.

La novela se sostiene en gran medida por la riqueza de los personajes secundarios, quienes aportan tanto profundidad como complejidad al relato. Artemio, Braulio y Carmelo, los primeros en recibir a Octavio, representan distintas facetas del sistema: Artemio es el guía, Braulio el bromista, y Carmelo el pragmático. Sin embargo, ninguno de ellos escapa al control de La Administración, y sus interacciones reflejan tanto conformidad como resignación.

Por otro lado, figuras como la señora Adela y la señorita Basilia aportan un matiz más humano al relato. Adela, con su actitud autoritaria, actúa como una defensora de las normas, mientras que Basilia, más tímida pero curiosa, insinúa pequeñas fisuras en el sistema. En una conversación reveladora, Basilia cuestiona la idea de que todos los habitantes llegaron por decisión propia, una afirmación que Adela desestima con vehemencia. Este intercambio resalta la tensión entre el discurso oficial y las versiones individuales.

Una de las ideas más inquietantes de la novela es cómo las reglas de El Lugar no solo afectan a los individuos, sino que moldean sus interacciones y construyen una experiencia colectiva. Obligan a determinada forma de la vida en común, esa que sigue a la supresión de las funciones subjetivas individuales. A lo largo de la novela, se deja entrever que las normas no solo buscan regular el comportamiento, sino también crear un nuevo tipo de comunidad, una donde la lealtad al sistema es más importante que cualquier vínculo interpersonal. Artemio mismo lo confirma cuando le dice a Octavio: "Aquí no hay amigos ni enemigos, solo Escogidos".

Esta dinámica crea un clima de desconfianza y aislamiento. Los Escogidos rara vez comparten algo más allá de las conversaciones superficiales, y las pocas excepciones, como la relación entre Adela y Basilia, son marcadas por tensiones constantes. Incluso los actos de cortesía, como los saludos o las presentaciones, parecen ser parte de una coreografía destinada a reforzar las jerarquías invisibles y a sostener las condiciones necesarias para esta nueva normalidad.

La novela no solo aborda el control físico y psicológico, sino también la hipervigilancia como una herramienta de poder. Octavio, al principio, se siente incómodo con la idea de que alguien pueda haber revisado su valija. Sin embargo, este sentimiento evoluciona hasta convertirse en una paranoia constante, un estado que parece afectar a todos los habitantes de El Lugar. Esta sensación de ser observado recuerda a las teorías de Michel Foucault sobre el panóptico, el sistema de vigilancia y castigos donde los individuos interiorizan la mirada del poder y terminan también por controlarse los unos a los otros, y también a sí mismos.

El control se vuelve más evidente en las pequeñas transgresiones. Cuando Octavio decide no acudir a la cena de bienvenida, este gesto, aparentemente trivial, es recibido con sorpresa y desaprobación. El sistema no tolera la decisión personal, incluso en sus expresiones más mínimas.

Así Battista construye su historia con un lenguaje sobrio y una estructura que sugiere más de lo que afirma. Los diálogos, cargados de ambigüedad, y las descripciones aparentemente neutrales, invitan al lector a llenar los vacíos con su propia interpretación. En este sentido, la novela opera como un espejo que refleja y al mismo tiempo refracta las ansiedades y contradicciones de nuestra sociedad.

El humor, sutil pero efectivo, opera como un alivio momentáneo en medio de la dominación. En una escena, Octavio se queja de su desayuno, solo para ser tranquilizado por Artemio con una mezcla de paciencia e ironía. Estas interacciones, aunque triviales en apariencia, subrayan las contradicciones inherentes al sistema: mientras todo está diseñado para ser perfecto, las pequeñas imperfecciones revelan la parte humana que persiste incluso en un entorno tan controlado.

El simulacro de los espejos explora los límites y los alcances de la condición humana en un mundo casi agotado, subsumido a mecanismos de dominio, control y posesión. El Lugar, con su orden opresivo y sus reglas arbitrarias, no es solo un espacio físico, sino una metáfora de las instituciones modernas que prometen un estado de seguridad a cambio de conformidad y sometimiento, pero que en realidad son máquinas productoras de subjetividades precarizadas. Sin embargo, la resistencia silenciosa de Octavio -su negativa a aceptar plenamente las reglas- sugiere que por su capacidad de agencia la autonomía individual, aunque limitada, nunca puede ser completamente eliminada.

La novela también se detiene a reflexionar sobre la fragilidad de la identidad. Al despojar a los Escogidos de su pasado y sus pertenencias, La Administración intenta moldearlos en algo nuevo. Pero esta transformación nunca es completa, y las pequeñas rebeliones de los personajes -desde los comentarios de Basilia hasta la insistencia de Octavio en recuperar sus fotos- demuestran que la humanidad persiste incluso en los entornos más opresivos.

Como El Lugar mismo que chupa a los personajes, El simulacro de los espejos atrapa al lector y lo obliga a enfrentarse a preguntas incómodas sobre el poder, la libertad y la condición humana.

Muchas novelas del presente construyen sus fábulas en estos espacios concentracionarios que se autoproclaman democráticos, sin embargo, la diferencia sustancial que trae la propuesta de Battista es que nos hace a sus lectores no sólo adentrarnos en una intensa experiencia de lectura sino que nos hace vivir en ese lugar, dotando aún más a la literatura de su fervor de simulacro.