Hoy la clínica con adolescentes atestigua el flagelo de la adicción a los juegos o las apuestas online[1] en detrimento del contacto con el cuerpo del Otro. Signo de una pavorosa inhibición generalizada resultante de la falta de la falta que constituye el deseo humano y cuyo desenlace no es otro que la angustia primero y la violencia después. Por algo, la administración libertaria promete vetar la eventual sanción de la ley contra la vana ilusión que genera la ludopatía, al tiempo que aparece “el brazo armado” de Mi Ley --compuesto por casi exclusivamente por varones-- en el estratégico ámbito de las redes. Vale indagar en los factores intervinientes en el actual deterioro de la calidad de vida de los púberes y adolescentes.

Por lo pronto, si es cierto que la intimidad habita en un pliegue de lo público, bien podemos colegir que esta dimensión carente del contacto de los cuerpos hoy se reduce a la esfera de lo privado, allí donde las palabras, por carecer del espacio narrativo, quedan sometidas al capricho del algoritmo. No hace falta extenderse en demasía para advertir la tragedia que para los jóvenes constituyó el fatal encierro de la pandemia. Cuerpos hablantes con la urgencia de una sexualidad impelida a confrontar con el mundo vieron sus posibilidades reducidas a la pantalla de un celular o de la compu. Sin embargo, la emergencia de la pandemia no basta para explicar la pauperización del lazo social que el campo de la pubertad y la adolescencia ilustran de manera tan contundente como patética.

Nuestra hipótesis es que la ausencia de cama en los adolescentes (léase del contacto con un/a par en la intimidad) nace también --vaya la paradoja-- de la actual horizontalidad del vínculo entre padres e hijos. Adultos que --sea por estar tomados de la creencia en que se puede ser amigo de los hijos, o porque no están dispuestos a soportar la cesión de narcisismo necesaria para ocupar un lugar de autoridad (con las críticas, desplantes y portazos que tal posición supone)--, se ubican en un mano a mano que poco favor le hace a la salida exogámica requerida para el crecimiento de sus hijos. Si es cierto que en la pubertad emergen, para bien y para mal, las marcas que la latencia mantuvo a resguardo, nuestra clínica revela que, entre otros factores, la extendida práctica del colecho (horizontalidad, si las hay) atenta de manera material y simbólica contra el despliegue deseante necesario para compartir con pares la irrupción de la sexualidad.

Un apego tramposo

Cierta interpretación de la teoría del apego creada por el psicólogo norteamericano John Bowlby ha hecho que la práctica del colecho se extienda hasta bien entrada la infancia o, incluso, hasta inicios de la pubertad de un sujeto. Lo cierto es que lejos de procurar seguridad, convicción y recursos para el lazo social, la experiencia clínica demuestra que este hábito refuerza la dependencia y la actitud demandante de los niñxs, cuando no la exacerbación de miedos y fantasías en virtud de la gran estimulación erótica que para una criatura supone el contacto íntimo con el cuerpo de los progenitores.

Y no porque necesariamente los niñxs asistan a la sexualidad explícita de los adultos (lo cual ya entraría en el franco terreno del abuso), sino porque en la mayoría de los casos --admítanlo o no los padres-- las criaturas están allí para obstaculizarla. Cuestión que los hace receptores de los deseos mal orientados de sus mayores sin que los recursos necesarios para tramitar semejante carga se encuentren a su disposición. Para ser precisos: el aparato psíquico se constituye por la ausencia del objeto amado: por lo general quien oficie de madre. De allí la enorme importancia que un niño/a concilie el sueño al amparo del espacio y tiempo de su propia intimidad. De ese trabajo anímico nace la capacidad simbólica requerida para tramitar el monto de afecto que un cuerpo recibe y genera en su entorno. De lo contrario sobrevienen la angustia que deja al sujeto a merced de fantasías cuya intensidad cobra renovado empuje no bien la pubertad emerge con su imperativa demanda sexual, sea bajo la forma de la inhibición o la de algún otro padecer que afecta su inclusión en el grupo de pares.

Deseo de madre

De esta manera se hace por demás oportuno traer una instancia clínica de eminente relevancia en el corpus teórico freudiano: la inhibición, ese “asunto de cuerpo”[1] , tal como lo aborda Lacan durante el dictado de su seminario “RSI” y al que le dedica un pormenorizado abordaje durante el seminario no por nada dedicado a La Angustia, cuando señala “que si Fulano tiene el calambre del escritor es porque erotiza la función de su mano”[2]. Es decir: es el interés psíquico alojado en el cuerpo el que produce la inhibición. No por nada, tras destacar que “De lo que se trata es de la detención del movimiento” se pregunta: “¿Significa esto que la palabra 'inhibición' deba sugerirnos tan sólo detención?”[3]. Meses después llega esta sorprendente conclusión: “Qué es la inhibición sino la introducción en una función --en su artículo, Freud tomó como ejemplo la función motriz, pero puede ser cualquiera--, la introducción, ¿de qué? De un deseo distinto de aquel que la función satisface naturalmente”[4].

Deseo de madre es el nombre que, según nuestra conjetura, prevalece en este escenario de encierro que la adicción a las pantallas ilustra. Si es cierto los clásicos son tales por atravesar épocas y costumbres, nada mejor que citar a Hamlet y su inhibición para el acto a la hora de establecer una conjetura. Para decirlo de una vez: Hamlet está totalmente concernido por el deseo de la madre. Basta prestar atención a la ominosa conversación (“en el límite de lo soportable” dice Lacan) en la que el joven le reprocha a su progenitora la manera en que ejerce su sexualidad; "retome cierta vía, domínate, toma (...) la vía de las buenas costumbres. Comienza por no acostarte más con mi tío —las cosas son dichas de esta manera—; y además todos saben —dice— que el apetito viene comiendo, que la costumbre, ese demonio que nos liga a las peores cosas, también se ejerce en el sentido contrario, a saber, aprendiendo en ella a contenerte mejor; esto os será cada vez más fácil”[5].

Es decir, una horizontalidad con la madre reñida con la salida exogámica que el ser hablante requiere para su crecimiento. La portentosa clarividencia del clásico revela que la salida de la inhibición solo acontece con el duelo por su amada Ofelia (la ausencia del objeto amado al que más arriba hacíamos referencia). Para ser claros: el rechazo al cuerpo del Otro propio de la inhibición supone el rechazo al duelo. De hecho, no son pocos los casos de dolorosas pérdidas infantiles cuyo correlato en la pubertad y adolescencia emerge en el rechazo al paso del tiempo: el duelo del propio cuerpo infantil en primer lugar. “Expriman a los mayores”, bramaba el libertario Marras, quien dejó la casa de sus padres a los 34 años. Y agregaba: que “paguen el costo de haberte traído al mundo por estar aburridos”

Lejos de la libertad que vende la escena actual escena política, nuestros púberes y adolescentes padecen una inhibición resultante de la atracción que las pantallas ejercen bajo la amenaza que reza: “te estás perdiendo algo”. De esta manera, abandonar el lecho materno (en términos simbólicos como materiales) supone la pérdida requerida para constituir el objeto de deseo, condición para el margen de libertad que nuestra condición de sujetos supone.

Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.

Notas:

[1] Jacques Lacan, El Seminario: Libro 22, “RSI”, clase del 10 de diciembre de 1974. Inédito.

[2] Jacques Lacan (1962-1963) , El Seminario: Libro 10, “ La Angustia”, Buenos Aires, Paidós, 2006, pp. 341-342.

[3] Jacques Lacan, op. cit, p. 18.

[4] Jacques Lacan, op. cit. p. 341.

[5] Jacques Lacan, El Seminario: Libro 6: “ El deseo y la interpretación”, clase de “El Deseo de la madre”.