De un tiempo a esta parte, en determinadas películas usualmente alejadas de la producción más industrial, los ecos de la ficción y el documental resultan indistinguibles. De hecho, hay títulos sobre los cuales la discusión acerca de qué es absolutamente real y qué elementos han sido creados específicamente para la pantalla resulta estéril, absurda. Llámense ficdocs, docfics, documentales ficcionales o ficciones documentales, en largometrajes como Niñato –gran ganadora de la Competencia internacional en el último Bafici– distinguir entre uno y otro universo no sólo se hace innecesario, sino que hacerlo implicaría romper una parte de su hechizo y, quizá, su razón misma de ser. ¿Qué importancia pueden tener las fibras de origen si la tela ofrece una buena textura? El primer largometraje del madrileño Adrián Orr retoma la vida cotidiana de los personajes de su corto Buenos días resistencia (2003), el registro del despertar de un grupo de niños y el simple acto de vestirse y desayunar antes de ir al colegio, cuyas complicaciones todo padre o madre conoció, conoce o conocerá al dedillo.
Niñato regresa al mismo y abigarrado cuarto donde duermen las dos niñas, Mimi y Luna, y el más pequeño de la familia, el pelirrojo Oro. Sus paredes, completamente agujereadas y dibujadas, hacen las veces de palimpsesto hogareño: un arqueólogo podría encontrar, en sus diferentes capas, las diferente eras de crecimiento de los improvisados artistas. Orr revive esa misma secuencia, consciente de que se trata de un ritual diario que, a pesar de la repetición, encuentra siempre alguna variación en las semejanzas, y vuelve a retratar al trío asumiendo las obligaciones y órdenes paternas con distinto grado de acatamiento o rebeldía. Niñato es, a su vez, el apodo de David Ransanz, un hombre de unos treinta y pico de años que enfrenta diariamente la difícil tarea de criar a los tres chicos y que, a pesar de la dura situación laboral y económica, sigue persiguiendo el sueño de alcanzar la fama con su evidente talento para escribir rimas y rapear sobre bases de hip hop junto a su banda.
No hay nada extremadamente dramático en Niñato. El tono es descriptivo y acerca un diagnóstico posible de una clase social algo desamparada. David debe recurrir a la ayuda de la abuela para cuidar y criar a sus hijos y reprimir pequeños lujos para poder llegar a fin de mes. Una breve escena en la cual el protagonista y otros padres conversan en la vereda, mientras esperan la salida de la escuela de sus hijos, es representativa: Niñato comenta que le resultaría imposible pagar el comedor escolar para los tres chicos y, casi de inmediato, afirma que hay algo positivo en todo ello, ya que de esa manera pueden almorzar y pasar un tiempo juntos todos los días. Si bien los apuros y las necesidades pueden ser vistos a veces como virtud, los esfuerzos no son transformado por el director en un canto optimista y la película no cae nunca en esa clase de demagogias emocionales.
Los hijos de Niñato crecen a lo largo de los 70 minutos de metraje y es fácil deducir que la cámara del realizador se mantuvo ocupada durante unos tres o cuatro años de rodaje intermitente. En ese sentido, es probable que la idea para la estructura final del film haya terminado de cuajar durante la edición, más allá del planteo de base del guion original. Lejos de cualquier formato de familia nuclear tradicional, ese padre amistoso pero firme, porrero empedernido y aún dependiente de su madre para el lavado de la ropa (entre otros menesteres) es, sin embargo, miembro de un clan muy unido. Tal vez, en parte, gracias a las dificultades que debe enfrentar, tanto en los frentes internos como en el exterior. Adrián Orr logra un objetivo que sólo es sencillo en apariencia: el registro íntimo de la familia Ransanz posee cualidades universales a pesar de sus peculiaridades y nunca pierde el sentido de la humanidad por los personajes que registra/crea.