El cuento por su autor
Hubo una época, entre los diecisiete y los veintitantos, en la que nos parecía muy divertido beber en los minimercados de las estaciones de servicio. Entrábamos como rufianes, apuntábamos a la exhibidora, elegíamos una de litro, pagábamos de mala gana y camino a la mesa manoteábamos un vaso de plástico. La cerveza tibia, el aire acondicionado a pleno, único refugio en el verano brutal. Qué época. Pasó que en algún momento alguien prohibió la venta de alcohol en las estaciones de servicio, y aunque más tarde a nadie le importó si vendían o no alcohol, ya estábamos en otro tema. Todavía no sabemos en cuál.
Entre otras cosas, para escribir este cuento recordé aquel hábito perdido, y no tanto. Evoqué, sin mucho esfuerzo, aquel sentimiento, y metí en el asunto a dos hermanos en un mal rollo. Uno más complicado que el otro. Uno de esos hermanos es el narrador y sabe que las cosas no pueden ir bien, y tampoco puede hacer algo por evitarlo.
Después viene mi gusto por las historias que pasan en la ruta, a un margen de la ruta. Un auto que frena en algún sitio apenas inhóspito, como en las películas. Un par de forasteros, un malentendido -o bueno, un atropello-, y la violencia que estalla cuando se maneja un código determinado, un código en desuso.
Escribo ahora desde una estación de servicio. Por suerte en este minimercado venden alcohol. Que pase lo que tenga que pasar.
De camino a Sáenz Peña
Mateo pasó a buscarme tipo once de la noche y para las once y media ya rumbeábamos para Sáenz Peña. Su mujer se había fugado -así dijo él- con la hija de ambos. Le pregunté para qué me necesitaba y me dijo que yo era su garantía de que no iba a mandarse ninguna cagada.
Una vez, cuando la diferencia de edad era más notoria -yo habré tenido veinte, veintiuno, y él catorce-, le di consejos, le hablé como, suponía, hablan los hermanos mayores, y desde entonces Mateo asumió que yo era una especie de guía. No le iba bien en el colegio, pasaba las tardes encerrado en su pieza y respondía con monosílabos a los interrogatorios de mamá. Fue ella quien me pidió que hablara con él. Yo no fumaba, pero se me ocurrió que un cigarrillo me revestiría de autoridad y haría que Mateo me tomara en serio. Fumé dos Imparciales en los cuarenta minutos que duró la charla. Le hablé a Mateo del esfuerzo que hacía mamá para sostenernos a ambos, le hablé de lo difícil que es la adolescencia; le insistí con que se hiciera nuevos amigos, le dije que saliera un poco. Después sentí el vacío en el estómago, el flujo de jugo gástrico provocado por los Imparciales, y a duras penas llegué al inodoro para vomitar una flema amarronada. Desde entonces, nunca dejé de fumar, aunque tampoco volví a probar Imparciales.
Ahora, de camino a Sáenz Peña, encendí un Philip y me entregué a las derivas de mi hermano menor. La ruta llena de pozos tampoco era de lo más auspiciosa, pero por algún motivo -y más allá de que Mateo manejaba con una lata de cerveza en la mano derecha, la que hacía los cambios, y sin pestañar, con la expresión extraviada de los locos-, por alguna razón no me sentía en riesgo. Ensayé incluso un chiste malo.
-¿Cuál es la mejor manera de llegar a Sáenz Peña?
Mateo me miró, sorprendido, y el silencio posterior me habilitó a ofrecer la respuesta:
-No ir.
Pero, por supuesto, ya estábamos en camino, y mi hermano no había dado indicios de entender el chiste, así que le pedí que me contara un poco más del problema, de la fuga de Lola y Rocío -así se llamaban su mujer y su hija.
Fue tan dispersa la explicación de mi hermano, que deduje que, simplemente, Lola se habría hartado del maltrato. Hice, entonces, un chiste aun peor que el anterior.
-Pasa que a las mujeres –dije- por lo general no les gusta que les peguen.
A modo de respuesta, Mateo -la mirada firme en la ruta- entrelazó sus dedos y la lata de cerveza en la remera y alzó la tela para dejar al aire parte de la espalda, la marca de una quemadura. La mala impresión -tenía una línea de carne chamuscada, parecía una fritura- me obligó a desviar la mirada.
-Me lo hizo con la buclera.
Como yo no sabía qué era una buclera, pasó un buen rato intentando explicarme. No fue buena su descripción, así que decidí buscar en Google. Cuando encontré la imagen de la bendita buclera, me di cuenta de que Zoe también tenía una. Pero a Zoe, pensé, nunca se le hubiese ocurrido atacarme con una buclera ni con ninguna otra cosa. Yo no era como mi hermano, mi vida iba en un cauce diferente al de la suya. Aun así, tenía mis problemas, puede que previsibles, problemas básicos, que representaban para mí un laberinto del que tampoco se salía, como suele decirse, por arriba.
Extrañaba tanto a Zoe. La habíamos pasado tan bien. Mientras Mateo me contaba de Lola y su buclera, de la cizaña con que Lola había aplicado el aparato contra sus riñones, me dejé llevar por los recuerdos. No todos buenos, aunque sí cargados de intensidad. Si no los enumero es porque no son interesantes para los demás, porque son recuerdos, entiendo, demasiado íntimos. Como lo son, en alguna medida, todos los recuerdos. En todo caso, hay cosas que se cuentan y cosas que no.
Le pedí a Mateo que dejara de contarme, que con mostrarme la quemadura había sido suficiente. Soltó un chistido, como una grosería que no había necesidad de pronunciar.
-Vos me preguntaste- dijo.
Distinguí allá adelante las luces de una estación de servicio y se la señalé. Mi hermano me miró, acaso por primera vez con interés, con cierto estupor, como si yo no concibiera su nivel de urgencia.
-Quiero un agua mineral -dije. Como la necesidad me sonó a poco, agregué que también me faltaban cigarrillos.
Aunque prometí no demorar -le ofrecí a Mateo la posibilidad de ni siquiera apagar el motor-, él decidió bajar conmigo. A la luz de la estación de servicio pude apreciar mejor su aspecto, su desaliño, el short mugriento y las ojotas gastadas. Sentí que me correspondía decir algo, otra cosa -sobre todo porque, cuando pasó a buscarme, lo había hecho esperar, me había tomado mi tiempo hasta encontrar una remera y un pantalón limpios, me había lavado los dientes-, pero advertí, por suerte, que cualquier pronunciamiento empeoraría su ánimo.
Movido más por la compasión que por el cariño, me acerqué a darle un abrazo que él recibió con indiferencia. De cerca, su vaho alcohólico y el perfume dulce del sudor se sintieron abrumadores.
Dentro del minimercado nos recibió el ambiente gélido de un split mal calibrado que, al margen del estremecimiento, vino bien para absorber los olores de Mateo. Había una mesa ocupada por cuatro mujeres que bajaron el tono de voz cuando nos vieron. Eran jóvenes, aunque no particularmente atractivas; era el grupo, la insinuación de que tenían algo que ofrecer, lo que llamaba la atención. Bajé la cabeza a modo de saludo y muestra de respeto y, como esperaba, no obtuve respuesta. Más bien mi gesto les dio pie para subir el tono al cuchicheo, para evidenciar lo poco que les importaba que mi hermano y yo estuviésemos ahí.
También era mujer la encargada del minimercado; una mujer fea, ganada por la rosácea. Oronda atrás del mostrador, me señaló con el mentón la exhibidora del agua mineral. Tuve que moverme entonces en dirección a la mesa que ocupaban las mujeres y, al pasar junto a ellas -como un modo, quizás, de mostrar simpatía, de ponerme en sintonía con el humor general-, se me ocurrió dedicarles una sonrisa. Dos de ellas -las dos que tenía de frente- me miraron con desdén, algo cercano al puro desprecio. No eran, insisto, mujeres bellas, pero aun así yo quería caerles bien. Quizás el hecho de que bebieran cerveza era lo que me movilizaba -tenían sobre la mesa una botella de Heineken vacía y una segunda por la mitad-, lo que ponía en cuestión mi necesidad de agua mineral.
Me paré frente a la exhibidora y cotejé las distintas marcas, las diferencias de precio entre unas aguas y otras. Zoe sabía elegir, leía las etiquetas, se tomaba en serio ese tipo de elecciones. Abrí la exhibidora y agarré una botella al azar. Pensar en Zoe, que esa minucia me trajera su recuerdo, me devolvió a esa forma de angustia que tanto me esmeraba en hacer a un lado.
-¿Son siempre así de maleducadas ustedes?
La voz de mi hermano, violenta y a la vez quebradiza, rompió el clima que hasta ese momento imponía el zumbido del split. Ya con la botella de agua en la mano, giré y vi a Mateo, cómo se arrimaba una silla a la mesa de las cuatro mujeres.
-Hagámonos amigos- propuso.
***
Si no tuvimos hijos fue porque Zoe no tenía tiempo. Trabajaba mucho y pretendía trabajar mucho más. En esas condiciones, un hijo, una hija, hubiesen sido una insensatez. Aun así, yo veía con envidia cómo se las amañaba mi hermano con su mujer y su hija. Desordenado como era, Mateo había conseguido que prevaleciera el sentimiento básico, más allá de las crisis, que yo juzgaba inevitables. Me dolía sentir que Zoe y yo habíamos sido cobardes.
-Tenés olor a chivo -dijo la mujer junto a mi hermano y él soltó una carcajada que me hizo pensar en un villano de televisión-. En serio -insistió ella-: es como si te hubieras bañado en un guiso de cebolla.
Después se volvió hacia sus compañeras de mesa, como quien vuelve al asunto que en verdad le importa. No podía tener más de veinte años, era una muchachita, y me inquietó su insolencia, la seriedad con que puso en palabras la fetidez de mi hermano. Tampoco sus compañeras le dedicaron a Mateo mayor atención, incluso dos de ellas se mantuvieron por completo enfrascadas en su propia charla.
Me adelanté para apartar a mi hermano de la mesa, para que siguiéramos camino, pero entonces Mateo hizo algo increíble: levantó el brazo izquierdo y se llevó la manga de la remera hasta el extremo de la axila, se olió, se olió como un perro, y una vez que comprobó el hedor -porque esa fue la sensación, que lo comprobaba-, agarró a la chica por la nuca y la hizo girar de manera que la cara de ella quedara hundida bajo aquella inmundicia.
El movimiento me recordó las bromas entre amigos de la infancia, cuando nos sometíamos al tormento de nuestras secreciones y efluvios, desde las salpicaduras de saliva y meo hasta, ya mayorcitos, el residuo de esperma. La diferencia de edad no me permitió compartir aquellos juegos con Mateo, y lamenté que él eligiera ese momento -esa noche amarga- para traerlos de vuelta a mi memoria.
La reacción de la chica también fue sorprendente. En principio, porque distinguí dos instancias: una primera, de sorpresa, en la que pareció resignada, como si estar ahí, con la nariz retorcida contra la axila de Mateo fuese parte de una ceremonia, de un ritual; pero, al instante, hubo un nuevo momento, tan fugaz como el primero, en el que ella simplemente se zafó de un tirón, se echó hacia atrás -vi sus ojos, la manera en que quedaban en blanco, el gesto de quien intenta rearmar el paisaje alrededor- para después volver con violencia contra mi hermano. Quiero decir que la chica fue de lleno con su frente contra la nariz de Mateo.
El tiempo, es fácil hacerse la idea, adquirió entonces otro ritmo, una forma extraña de elasticidad; como si estuviéramos dentro de una película. Tal vez se deba a la manera en que recreamos tal o cual situación, por lo difícil que se nos hace quitarnos ciertas imágenes de la cabeza.
Yo, por ejemplo, no puedo quitarme de encima la imagen de Mateo, cómo se llevó una mano a la nariz, como si temiera que la nariz se le fuera a caer y se esforzara por mantenerla en el lugar. Tampoco puedo hacer a un lado el borbotón de sangre, la manera en que se escurrió entre sus dedos.
Mateo se puso de pie y la silla que había arrimado a la mesa cayó y se arrastró un par de metros, hasta los pies de la encargada del minimercado. Pensé que la mujer pondría un poco de orden, que haría las veces de mediadora; pero en vez de eso se limitó a levantar la silla y sacudirle un poco de una mugre que no distinguí, que acaso la silla ni siquiera tenía.
Miré después a las cuatro mujeres. Se habían levantado de sus sillas y avanzaban ahora hacia el cuerpo de mi hermano, que no sé en qué momento se había puesto de cuclillas y gimoteaba como un chancho.
Quise hablar, pedir disculpas en nombre de Mateo; decir no sé qué. Pero tenía la garganta seca y no me salió más que un gemido.
Como si recién advirtiera mi presencia, una de las mujeres -la más fea de las cuatro- me miró fijo y, del susto, di un paso hacia atrás y dejé caer la botella de agua. Me agaché para levantarla, para que me vieran ocupado en otro asunto, en algo por fuera de su interés. Pensé, además, en aprovechar para abrir la botella y mandarme un buen trago.
Cerré los ojos mientras lo hacía, una manera de mantenerme a buen resguardo. Bebí, acaso con desesperación, y el agua me desbordó la boca y me mojó la remera.
Al bajar la botella enfoqué otra vez el salón gélido en que nos habíamos metido -en los fluorescentes que encandilaban y en la mercadería, tan prolija y colorinche- y vi que la encargada caminaba lento hasta la puerta. Vi cómo, a la par que mi hermano soltaba el primer alarido, ella cerraba con llave y con trabas. Con parsimonia, como aburrida, bajó una de esas cortinas de lona, tipo blackout, un movimiento que juzgué innecesario.
Por la sed, que se mantenía imperturbable, supuse que habría errado al elegir el agua mineral y, una vez más, extrañé a Zoe. Por dios, cuánto la extrañaba.