El cuento por su autor
Nadie menos indicado que un escritor para hablar de lo que escribe. No me gusta hablar de lo que hago. Prefiero que opinen los lectores. Así, creo, parece quedar claro que uno no escribe para sí mismo. Pero también es cierto que si bien uno escribe para otros, escribe a la vez para comprenderse. A veces, con más frecuencia de lo esperable, sucede: el texto lo escribe a uno. Bosque, viento, nieve, cenizas, mar, diría que son los elementos de este cuento. De ahí podría venir. Pero también del Hemingway de “Hombres sin mujeres”. En este caso, un padre y un hijo abandonados, solos. Busco explicarme. Escribí dos novelas y cuentos sobre la cuestión del padre. Y me di cuenta, como dice Cheever, que no se pueden arreglar en la literatura los problemas irresueltos en la vida. Así fue. Y había, hay, una sola forma de encontrarnos en un armisticio: la escritura. Este cuento tiene entonces, además de una deuda con el paisaje, con la cuestión del padre. Y de la ausente. Pero, desconfío, y me pregunto si en una de esas este cuento no habla de la ausencia de mujer, de la ausencia de amante y de madre. Y ese, sospecho, sería el nudo.
Hombres solos
A Antonio Dal Masetto, en memoria
1
Vivíamos en las afueras de Viedma, en una cabaña cerca del Río Negro. Y del otro lado del río había un bosque. Vivir ahí había sido el sueño de mamá. Ella amaba la naturaleza.
Tenía once años la noche en que nos dejó. Me despertó el silencio. Más tarde, ya hombre, pude comprender que hay silencios que despiertan. Tenía ganas de hacer pis. La casa estaba a oscuras, menos el comedor. De allí venía el parpadeo del televisor. Me apuré a ir al baño. El botón del tanque del inodoro causó el estruendo de una catarata. Apagué la luz. Caminé descalzo y en puntas de pie. Caminé despacio, con miedo. Unos leños terminaban de consumirse en la salamandra. Frente al televisor sin volumen, hundido en su sillón, estaba mi padre, agarrado a una taza. En la pantalla, una carrera de fórmula 1.
Y mamá, le pregunté.
Mi padre se inclinó, puso la taza sobre la mesa. Se llevó una mano al bolsillo del jean. Sacó un sobre. Del sobre, sacó un papel.
Después se levantó, abrió la salamandra y tiró el sobre y el papel.
No va a volver, dijo.
Y hacia mí:
No andés descalzo. Hace frío. Acostate.
Le hice caso. Pero no pude cerrar los ojos. Me quedé inmóvil escuchando. Una lechuza. El viento que se estiraba entre los pinos. El crujir de la madera de la casa. Los pasos de mi padre. Y después la tele. El pronóstico anunciaba que había nevado y continuaría nevando. Me levanté, me lavé la cara, me vestí. En la cocina me esperaba la taza de maté cocido con leche, una tostada con manteca y azúcar. Mi madre le ponía menos azúcar a la tostada. Escuché el motor de la F 100.
Vamos, dijo. A la escuela.
Entró. Tenía nieve en los hombros.
Agarré la mochila, lo seguí.
Mi padre manejaba rápido. La camioneta se iba a un lado y a otro. Patinó y se desvió hacia un tronco. Papá alcanzó a estirar un brazo. Evitó que me golpeara contra el tablero. Quedó aturdido sobre el volante. No tardó en despabilarse. Le sangraba encima de la ceja.
No es nada, dijo.
La nieve cubría la visión. Mi padre se bajó de la F 100, limpió el parabrisas y puso en marcha el motor. Arrancamos a los tumbos. El motor se paraba seguido.
2
Me escapé de la escuela antes del timbre de salida. Por una ventana del baño. Tiré antes la mochila al otro lado. Después pasé yo. Nevaba. Estaba oscureciendo. Crucé el campo de gimnasia, que estaba en la parte posterior. Todavía no habían llegado ni los autos ni las camionetas. Tampoco la combi escolar. Corrí. Era de noche cuando llegué al camino. Hice dedo.
Me paró un camión.
Vas a la ciudad, me preguntó el camionero.
Ahá, dije.
Había tomado la costumbre de contestar ahá. No me acuerdo de dónde la había sacado.
Te puedo dejar en la YPF, dijo el hombre.
Ahá.
Qué vas a hacer en la ciudad.
Voy a buscar a alguien.
A tu novia, me dijo el hombre.
Ahá.
Cómo se llama tu novia.
Le dije el nombre de mi madre.
Lindo nombre. Y ella debe ser linda también.
Ahá.
No sos un gran copiloto, dijo el hombre. Vos me tenés que hablar. El copiloto tiene que dar charla. Porque si el conductor tiene sueño, cabecea, se duerme, están los dos fritos. Así que te voy a dar un consejo. No seas copiloto de nadie.
Soy copiloto de mi papá, le dije.
Qué maneja tu papá.
Una chata.
Y es bueno, me preguntó.
Ahá.
Llegamos, copiloto, me dijo.
Salté de la cabina. Ya no nevaba. En la estación de servicio había unos charcos oscuros, aceitosos. Hacía más frío que a la mañana. Fui por el asfalto hacia el centro.
Viedma no era gran cosa en esa época. Se había frustrado el traslado de la capital. Y había vuelto a ser lo que siempre había sido: poca cosa. Pero con más gente en la calle. Cruzando el puente sobre el Río Negro está Carmen de Patagones. Desde Viedma es un espectáculo la visión de Patagones, las construcciones en la pendiente hacia el río. De noche, sus luces son luciérnagas reflejadas sobre el agua. Los de Viedma dicen que su ciudad es más moderna que Patagones. Más ciudad, dicen. Los de Patagones dicen que lo mejor de Viedma es la visión de Patagones desde esta orilla. Por más que discutan, las dos son poca cosa. Pero entonces eran las dos únicas ciudades que conocía y me resultaban inabarcables. Podía perderme en esas calles. Eso decía mi madre. Y tenía razón.
Cuando estuve en el centro, parado en la plaza, miré alrededor. Una confitería, un bar, negocios, tiendas, autos, pocos autos alrededor de la plaza. No tenía idea por dónde empezar a buscarla, pero sí la certeza de que la encontraría.
Empecé a entrar y salir de los bares y confiterías. Quizá se había cansado de que él nunca la sacara a pasear y ahora estaba dándose el gusto. Aunque no había muchos locales, a mí me parecieron muchos. Todo el tiempo me parecía verla. Una mujer de espaldas. Otra en la barra. Todo el tiempo. Y después también en las calles.
Me puse a recorrer tiendas y boutiques. Apenas entraba, la vendedora me preguntaba qué andaba buscando. Desconfiaba de mí. Nada, contestaba yo. Y pegaba media vuelta. Si giraba veía la empleada mirándome desconfiada.
Me acordé de una amiga suya. De cuando mi madre, era enfermera y trabajaba en el hospital. No sabía dónde encontrarla. Fui a una ventanilla de la sala de guardia. Hice fila. Pregunté.
No trabaja más acá, me dijo la amiga. Hace mucho que no la veo.
No sabés dónde puede estar.
Por qué la buscás.
No me quedé a contestarle.
Me di vuelta a ver si la enfermera me miraba como las mujeres de las tiendas. Me miraba. Seguí caminando hacia la salida. Y cuando estuve en la calle me eché a correr.
Nevaba.
Me guarecí en un zaguán.
Nevaba cada vez más. Nevaría toda la noche.
A pesar de la nieve y la noche no estaba dispuesto a dejar la búsqueda. Ella no podía estar lejos. Si no podía encontrarla en Viedma cruzaría a Patagones.
El puente sobre el Río Negro que une Patagones con Viedma es parte de la ruta provincial. Es interminable y es alto. Se decía que si te tirabas del puente, considerando su altura, difícil que sobrevivieras. Si no te mataba el impacto de la caída, te congelaba la corriente. O te tragaba un remolino. Ignoro qué hora debía ser cuando crucé el puente. A ambos lados del puente, las laderas de dos cerros. La orilla derecha, es decir, cruzando hacia Patagones, era tierra sagrada: un cementerio mapuche. El viento. La nieve era cada vez más densa. Me paré a tomar aliento. Creí escuchar unas voces, un canto que sonaba a letanía. Tuve miedo, pero no iba a volverme atrás.
Un camión petrolero me encandiló. Me aferré a la baranda. Después, otra vez, esas voces. Pensé que eran los muertos. Seguro que eran ellos. Si corría era mostrarles miedo. Seguí caminando.
Patagones es una ciudad vieja y es triste. Esa noche, ni la luz de un bar abierto. Caminé las calles desiertas. Tiritaba cuando vi una estación de servicio. Había llegado a la salida de la ciudad. El bar estaba cerrado. También el kiosco. El lugar parecía abandonado. Y no paraba de nevar.
Había un taller mecánico. Empujé la puerta. Vi unos autos desarmados. Me acerqué a uno. Abrí la puerta trasera y me acosté en el asiento. Me entrechocaban los dientes. Cerré los ojos.
3
Desperté en el hospital. Había perdido la conciencia al acostarme en ese auto. Me encontró un mecánico, avisó a la policía, una ambulancia me trasladó al hospital. Mi padre estaba sentado en el borde de la cama.
Te sentís bien, me preguntó.
Ahá.
Entonces vamos a casa.
Manejaba callado y fumando. El camino estaba blanco. Entramos en el bosque. La nieve cubría el camino poceado. La pick up empezó a saltar. Al final del camino, en un claro, la cabaña.
Lo primero que noté al entrar fue la ausencia de las fotos. Ni siquiera la que estaba en mi cuarto, en la mesa de luz. En esa foto los veía conmigo. Ella me tenía en brazos y se inclinaba a besarme. Él la rodeaba queriendo abrazarnos a los dos.
Volví a mi cuarto. Me acosté. No iba a llorar. Tenía que pensar. Tenía que hacer algo y no sabía qué. No aguanté demasiado sin llorar. Y cuando estaba llorando entró él. Me di vuelta hacia la pared.
4
Mi padre trabajaba en el parque industrial. Pero empezó a quedarse en casa. En la mañana me preparaba el desayuno, me llevaba al colegio y se iba a trabajar. Yo pasaba casi todo el día en el colegio, almorzaba allí, y esa era mi comida más importante. Pero no tenía hambre. A la vuelta, me traía en auto alguna madre. A esa hora él ya solía estar en casa, sentado frente a la tele, viendo la tele. Carreras de autos. Fumaba.
Por la noche me hacía salchichas con arroz o salchichas con fideos. A veces cambiaba el menú: salchichas con polenta. Mi madre siempre se las ingeniaba para que los platos fueran distintos. Y siempre estaban sus postres con manzana. En Río Negro son ricas las manzanas. Ahora no había más postres. Y tampoco manzanas. También la heladera estaba vacía.
Una noche se puso a sacar cuentas. Sumaba, restaba.
Está difícil, dijo.
Una mañana me despertó el chasquido de unas ramas. Me asomé a la ventana. Mi padre estaba prendiendo una fogata. Y a un lado tenía una valija y una pila de ropa. También algunos cuadernos y libros. Era todo lo que había quedado de ella. Vi desde mi cuarto como iba echando los vestidos, los pantalones, sus medias de lana y bombachas. El viento bandeaba la nieve y las llamas que cambiaban de color con las diferentes cosas que ardían. El fuego cambiaba de color. Pero no la humareda negra.
Una tarde entré a su dormitorio. Abrí el cajón de la mesa de luz. Al tirar hacia mí el cajón vacío se deslizó un anillo. Me lo probé. Después lo guardé en mi ropero, en una camisa.
5
En esos días mis compañeros de clase empezaron a cargarme.
Es cierto que sos un hijo de puta, me preguntó uno.
No le contesté.
Tu vieja es una puta, preguntó otro. Por qué se fue, eh.
Tu viejo es un cornudo, me sopló uno por la espalda.
Busqué el compás en la mochila. Lo saqué. Y se lo clavé en la cara al que tenía más cerca. Alcancé a clavar a otro. Después enfrenté a los demás. Arrugaron.
Hacía unos meses, en un colegio de la comarca, un chico había llegado a clase con una 9 mm en la mochila. Harto de las cargadas, de que lo tomaran de punto, esa mañana se paró ante el aula y empezó a disparar. Yo lo comprendía al pibe.
Mi padre quiso convencer a la directora de que yo no era un mal chico. No hubo caso. Me expulsaron. Fuimos a otras escuelas. No había vacantes. El único colegio que podía aceptarme era uno de curas. Pero mi padre no tenía dinero como para pagarme un privado. Y Dios no hacía rebajas.
La F 100 tenía poco combustible. Esperábamos llegar a la YPF. La F 100 empezó a quedarse. No estábamos lejos de la YPF. Pero nadie paraba a remolcarnos.
6
Mis padres habían cortado con sus familias antes de venirse, como tantos, a la Patagonia. Nunca me habían hablado de su pasado. Pude intuir que no se llevaban bien con sus familias y que ese había sido el motivo de su partida de Buenos Aires. Los había alentado el traslado de la capital a Viedma. Pero el traslado fracasó y vinieron los despidos. Mi padre, entre los desocupados. En consecuencia yo no tenía ni abuelos ni tíos ni nada. No tenía dónde ir. Debía arreglármelas solo. También pensé que si sus familias habían sido un problema, ahora yo era el problema de mi padre. Y él el mío. No me sería fácil seguir adelante. Lo mejor era esperar una oportunidad y marcharme como ellos. Pero no tenía una Patagonia donde huir. Estaba en la Patagonia. Tenía que pensar. Quería irme lejos, pero antes quería saber.
Comíamos en silencio. Él ponía un canal deportivo. Y siempre encontraba sus carreras de autos. Siempre sin sonido las ponía. Nunca pensé que podía haber tantas carreras en el mundo. Me pregunté por qué tantos hombres corrían. No podía ser sólo por un trofeo. Podía escuchar el sonido de sus mandíbulas al masticar. Mordía rápido, con rabia. Siempre terminaba su plato antes que yo. Después lo llevaba a la pileta. Lo lavaba. No necesitaba decirme que tenía que hacer lo mismo. Después se quedaba en el sillón, fumaba y veía las carreras. Yo me encerraba en mi cuarto.
El viento en la ventana. Desde la cama podía oír los movimientos de mi padre cada tanto. De vez en cuando, su tos, la tos de fumador. Sin embargo, a pesar del silencio, a veces me parecía ver que yo le preocupaba. En la noche, cada tanto abría la puerta y se arrimaba a mi cama. Yo permanecía vuelto hacia la pared con los ojos cerrados. Y él permanecía parado junto a mi cama. Su sombra en la pared.
Una noche esperé que apagara la tele y se fuera a dormir. También yo me preocupaba por él. Entré al dormitorio y vi la cama vacía. Mi padre yacía en el piso del otro lado, del lado que él dormía cuando estaba ella. Me di cuenta que en todo el último tiempo nunca había visto la cama matrimonial deshecha. Él había dormido en el piso desde que ella se había ido.
Abrí el ropero, agarré una manta y lo cubrí. No se dio cuenta. Salí en puntas de pie, cerré la puerta despacio.
7
Alerta civil anunció la inminencia de vientos huracanados. Poco después estalló un incendio forestal en Bariloche. Bosques enteros en llamas. Helicópteros, aviones, columnas de camiones bomba, ambulancias. El noticiero transmitía todo el tiempo las últimas novedades sobre el avance del fuego. Se necesitaban voluntarios. Mi padre se enganchó. Pensó que colaborando con los bomberos y los rescatistas, encontraría un trabajo.
Me quedaría solo unos días. Dejaba alimentos en la heladera.
Antes de irme tenemos que hablar, me dijo.
Se había servido una taza de café.
Se tiró del puente, dijo.
Me sirvió café:
No sé si hice bien en ocultártelo, dijo. No sé si hago bien en decírtelo. La corriente la arrastró. La policía quedó en avisarme si aparecía.
Se puso la campera y el gorro. Agarró las llaves de la F 100.
Lo único que sé es que sos quien más me importa. Quiero que me esperes. Voy a volver.
Me pasó una mano por la cabeza, me revolvió el pelo y salió. Rumbo al fuego.
8
En la mañana siguiente en la televisión seguía avanzando el incendio. Crucé el bosque. Tomé la ruta. Conocía la zona. Tenía una hora hasta el río y una media más hasta el puente. No sentía el cansancio.
Cuando llegué a la mitad del puente me incliné sobre el vacío. El agua fluía verde, azul y oscura. Negra. Qué había sentido ella, me pregunté. Pero la pregunta importante no era esa. Tenía una sospecha. Tal vez mi padre me había inventado lo del suicidio para que no jodiera con mis preguntas.
Bajé del puente. Empecé a caminar por la orilla. Siguiendo la corriente, llegaría a la desembocadura del río en el mar. Quería repetir su viaje, quería el mar.
9
El incendio forestal en Bariloche abarcaba miles de hectáreas. El fuego arrasaba hosterías y amenazaba el centro de esquí. Había rutas cortadas. Se hablaba de pérdidas millonarias. Lejos de menguar, el fuego seguía extendiéndose a pesar de los esfuerzos de centenares de brigadistas. Cuando veía los noticieros trataba de identificar a mi padre entre los hombres que luchaban contra las llamas. Lo imaginé luchando contra el incendio. Los árboles en llamas derrumbándose a pesar de los esfuerzos de los brigadistas.
El informativo no proporcionaba los nombres de unos brigadistas encerrados en el corazón del incendio. Los días pasaban. Tal vez mi padre había conseguido trabajo y esta era la razón de su ausencia. Pero el miedo seguía ahí. Por la noche tardaba en dormirme. El mínimo ruido del exterior, un viento, una lechuza, bastaban para sobresaltarme. Me levantaba a comprobar que todos los postigones y también la puerta estuvieran cerrados. Busqué la escopeta en el armario. Y los perdigones. La cargué. Si alguien pretendía entrar en la cabaña la mejor ubicación defensiva era en la sala, junto a la salamandra. Me quedaba despierto hasta el amanecer.
10
Una mañana, cuando desperté, mi padre guardaba la escopeta en el armario.
Ya no la precisás, dijo. Te traje chocolate de Bariloche. También pasé por el supermercado.
Fuimos a la cocina. Puso pan en la tostadora. Después calentó leche, puso una barra de chocolate en una taza y la llenó con la leche hirviendo. Untó con manteca la tostada. Le puso mucho azúcar.
Conseguiste trabajo, le dije.
No, no conseguí. Pero me enteré de algo.
Y me contó: antes de volver a la cabaña mi padre había pasado por la policía. Un paisano había encontrado su cadáver en la ribera del río, cerca de la desembocadura en el mar. El paisano había dado aviso. Mi padre la reconoció en la morgue judicial. Y había ordenado su cremación. Ella siempre dijo que cuando le tocara esparciéramos sus cenizas en la lobería. Tenía sus cenizas en una caja. La caja estaba en la camioneta. Cuando terminara la chocolatada iríamos a los acantilados.
Me lo contó casi en voz baja, observándome. Esperaba que llorara. No lloré. Dejé la taza de chocolatada por la mitad.
Vamos, dije.
Abrigate antes, dijo.
Salimos. El cielo estaba oscuro. Iba a nevar otra vez.
Dónde está, pregunté.
En esa caja, dijo. Atrás.
Manejó en silencio, despacio. No había apuro. Ninguno. Y era mejor que todo fuera lento, todo lento. Bordeamos la ciudad, la dejamos atrás. Caían los primeros copos. El limpiaparabrisas se trabó. Bajó a arreglarlo. Fue inútil. No muy lejos, el faro. Uno de los últimos faros. Volvió a la cabina. El resto del camino lo hicimos despacio. Me acordé que en verano solíamos bajar los acantilados y nos quedábamos en la playa. No muy lejos, los lobos marinos gruñían. Me acordé de una noche que acampamos junto a los acantilados. En la noche se oían los lobos como si estuvieran viniendo a la carpa. No les temía. Dormíamos los tres juntos, yo en medio. Entre ellos no le tenía miedo a nada. Era bueno estar ahí, cobijado, escuchando el mar y los lobos.
Bajamos. Era una caja chica, de madera. Tenía su nombre en letra de imprenta. Reconocí la letra de mi padre.
Me dio la mano y fuimos juntos hasta el borde. Abrió la caja. Los lobos gritaban más que nunca. En verano se quedaban en la orilla, bajo el sol. Y cada tanto, se arrastraban hacia el mar para refrescarse. Ahora no, gritaban en la nieve.
Tiralas vos, me dijo.
Y eso hice.
Las cenizas volaron en la nieve.
Y ahora, pregunté.
Tirá la caja. Se la va a llevar la marea.
No me dejó ir más al borde. La caja debió caer entre los lobos.
Entonces lo supe. Recién entonces lo supe. Había traído esas cenizas de los bosques incendiados. Estuve por decírselo, pero no. No quise decepcionarlo.
Ya está, me dijo.
Ahá.
Volvimos a la F 100. La puso en marcha. Al rato empezó a quedarse. Esta vez era el motor. Bajó y lo seguí. Levantó el capó y revisó el mecanismo. Miró alrededor. A un lado, campo, pastizales y yuyos asomando en la nieve. Al otro, los acantilados, el mar violento.
De pronto vino hacia mí. Me abrazó. Estábamos solos. En mitad de la ruta. En la nevada. Abrazados. Más solos que nunca.