Hace muchos años ya que se discute el qué, el cómo y el por qué de los museos, que cambiaron de repositorios de piezas a lugares donde se hace un relato, se atrae, se explica. Esto se ve mejor en museos relativamente nuevos, que no tienen un patrimonio que funcione de imán, que en las instituciones majestuosas que custodian tesoros. Por dar un ejemplo, una cosa es El Prado y otra El Museo del Barrio en Nueva York: el primero no necesita decir más que el horario de visita, el otro mejor que tenga una buena exhibición.
Esto es, por supuesto, injusto, porque El Museo del Barrio es un espacio de artistas vivos o recientes, que sean latinos y "nuyoricanos". Es un museo con una misión peculiar de revalorización, de vidriera para una cultura discriminada, de mostrar algo invisibilizado, que por algo su cartel está en castellano en una selva de letras en inglés. Es también un espacio flexible en lo que exhibe, que puede ser arte o colecciones de la vida cotidiana latina, vanguardias o retablos, con bastante de comida, idioma y música. La idea es darle un marco a una cultura, no sólo a sus productos.
Nosotros tenemos por estos lados museos a la El Prado que, salvando la distancias, custodian y nos muestran los tesoros que tenemos. El Bellas Artes es, en lo suyo, de lo mejor al sur del Río Grande -allá hubo y hay mucha más plata- y no hace un feo con sus visitantes. Lo que nos cuesta más es el museo al estilo El Barrio, vital y desordenado, atado a su comunidad. El problema es la falta de entrada, de atracción a los demás para que definan qué es un museo.
En Estados Unidos hay un ejemplo que empezó como insulto y terminó como joya social. Desde el siglo 19 existe en Washington algo llamado la Institución Smithsoniana, que arrancó como un museo histórico y rápidamente se transformó en un formidable archivo de la vida cotidiana del país. Ahi están en un edificio los aviones y naves espaciales, en otro se exhiben colecciones de figuritas y muebles naif, en otro documentos fundantes y objetos de próceres. Con el riesgo de ser amorfa, la Institución trata de reflejar la enorme complejidad de una sociedad entera que está por cumplir 250 años de vida independiente.
En las vastas colecciones había de todo, incluyendo multitudes de objetos de la cultura afroamericana que estaban guardados pero no valorizados. Eventualmente, se creó un museo Afroamericano. Y había buena parte del saqueo a las Primeras Naciones realizados en los muchos años de guerras indias. En los noventa se creó el Museo Nacional del Indio Americano, que tiene tres sedes y surgió del problema de devolver -"repatriar" es la inteligente palabra que usan allá- objetos sagrados o personales que no son para andar mostrando. De ese diálogo trágico, el de recuperar las herramientas de tu religión y las reliquias de tu ancestro, salió la idea de hacer un museo entre todos. Con participación orgánica de representantes de las Primera Naciones, el MNIA es potente.
Entre otras cosas, porque claramente tiene ganas de sacar la temática de la órbita cansada de la antropología y la artesanía, y quiere exhibir la gloria cultural que fue el mundo indígena. Hay una majestad en la manera de mostrar las colecciones que trasciende las buenas intenciones del huinca amigo: viene de adentro. Hay una originalidad en las propuestas que indica una conexión personal, como armar una muestra de culinaria aborigen y que el catálogo lo escriba un chef de la nación oglala lakota, con recetas usando elementos que todavía se pueden conseguir en estos tiempos transgénicos.
Y luego otra sobre el caballo en la mente indígena, un deleite de arte y fotos. Y otra sobre la poco conocida pintura "de relatos", una manera de fijar historias en cuero o tela... En todos los casos, se ve a los de adentro salir orgullosos por lo que ven y a los de afuera con un nuevo respeto.
El contraste con lo nuestro no podría ser más violento. Este país está lleno de museos que simplemente ponen objetos en estantes y hasta te muestran cadáveres medio momificados. Eso es robar cementerios con la excusa de la cultura y lo único que se puede marcar como progreso es que ahora lo hacen con verguenza, y era hora. ¿Qué te aporta ver una piedra tallada con una tarjeta con fechas? No mucho, francamente. A menos que uno ya sea un experto en tal o cual cultura, el objeto así enmarcado está mudo, sin texto, sin historia.
Y para quien crea que la solución son los presupuestos norteamericanos, un ejemplo acá cerquita. Hace veinte años que existe en la Ciudad Vieja de Montevideo el Museo de Arte Precolombino e Indígena, que depende de la municipalidad local. La sede es un viejo hotel que luego fue comando en jefe de la Armada uruguaya -hasta se sospecha que ahí se organizó el golpe de 1973- y luego tuvo años de abandono. El lugar es además una patriada del patrimonio, porque ya lleva restaurados cuatro mil metros cuadrados al estilo original.
El MAPI tiene un patrimonio de piezas de arte y de uso cotidiano, como su ya famosa canoa, pero se fijó de arranque otra misión, la de ser un polo multicultural y destacar algo que en Uruguay niegan todavía más que nosotros, las raíces indígenas. Su director Facundo de Almeida arrancó su mandato con ciertas beneficiosas hormigas que lo mantengan inquieto, y con una idea amplia de qué es un museo. El suyo ya es un lugar donde ir a festivales de comidas tradicionales de media América, a escuchar músicas originarias y folklóricas, a ver teatro y cine que te lleve a las raíces de modos a veces incómodos. Es que mostrar el pasado no es fácil ni confortable.
Un éxito de Almeida fue la muestra Uruguay en guaraní, que recorrió todo su país y después fue pedida por el Vaticano, China, San Petersburgo, Alicante y Hamburgo. Otro fue Visibles, de Rosana Greciet y Nacho Seimanas, que buscó caras en las calles y mostró la presencia indígena, la de carne y hueso, en la sociedad. El MAPI se abrió a debates como el la sexualidad con una muestra sobre las prácticas originarias en medio del debate por la ley de Matrimonio Igualitario. Y hasta llevó el arte y la búsqueda de identidad a las cárceles.
La red es amplia, y con los años se sumaron muestras de arte tradicional chino y mexicano, una colección argentina de arte etíope, única en Sudamérica, y otra sobre chamanismo en Siberia, con objetos que nunca habían salido de Rusia y con una panoplia de fotos impresionantes: las caras eran literalmente las de nuestras Primeras Naciones. Son hilos que nos van llevando a lo mismo, a las raíces y su presencia hoy. El museo está siempre lleno de chicos, que encuentran cosas para hacer y le hacen ese ruido de lugar vivo.
Esto se llama andar hablando con la gente, buscar ideas, aceptar que te corrijan y mejoren. Ya es orgánico al MAPI, donde se formaron y se siguen formando museólogos de orejas abiertas y restauradores.
Lo que hace Almeida es de calidad y se puede hacer acá con sólo salir de la pereza y quietud de nuestro museo "de indios", ese de vitrinas polvorientas y objetos mudos. Sí, claro, se puede decir que el Uruguay es predecible y hasta se sabe qué va a pasar la semana que viene, pero tampoco les sobra nada y ciertamente se marearían con los presupuestos norteamericanos. Resulta que es cosa de pensar las cosas bien y ponerles pila.