En cuanto a la forma en que la voz narradora presenta a Sigrun, la nieta del título, esta novela de Bernhard Schlink recuerda a El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad: como Kurtz, Sigrun está anunciada desde la tapa pero no aparece hasta después de la mitad del libro. En cuanto a lo simbólico, La nieta recuerda a El tambor de hojalata de Günter Grass: las vidas de Kaspar, el abuelo; Birgit, su esposa; Svenja, hija de Birgit y Sigrun están envueltas en la Historia sociopolítica de Alemania desde Hitler hasta el presente, incluyendo el comunismo en Alemania Oriental y la reunificación en 1989. Schlink cuenta en paralelo ese devenir político y la saga familiar, habitada por los personajes intensos y humanos, tan característicos de su ficción. Ambos relatos son interdependientes. En el “presente”, es decir, en los años de “la nieta”, la novela se centra en el surgimiento de grupos violentos de ultra derecha que aplauden a Hitler, niegan el Holocausto y odian a judíos y musulmanes. Cuando Kaspar encuentra a la nieta de su mujer, Sigrun es parte de esos grupos. Con la relación entre los dos, Schlink explora las creencias, dogmas y traumas de tres generaciones alemanas.

El abuelo es el “actor” principal, el agente que mueve la acción. Lo que hace nunca es del todo improvisado. Al contrario, Kaspar piensa con cuidado cómo acercarse a Sigrun, a su madre Svenja, a su padrastro Bjorn. Puede hacerlo a pesar de que ellos están en sus antípodas políticas porque sabe ponerse en el lugar de otros: “Las vidas que no viví son tan mías como la mía”, afirma. Eso le permite liberar a Sigrun, cooptada por la ideología neonazi y representante de una generación furiosa y violenta, que de todos modos es el futuro de Alemania porque los nietos son siempre el futuro de los abuelos.

Para contar este periplo, Schlink hace uso de un excelente manejo del tiempo. La primera parte del libro gira alrededor del momento en que Kaspar encuentra muerta en el baño a su esposa, Birgit. A partir del dolor de esa ausencia, la narración vuelve atrás y cuenta la vida que Kaspar compartió a medias con su esposa; a medias, porque Birgit estaba llena de secretos; y a través de esos secretos, el tiempo retrocede aún más hacia la vida anterior de ella, eso que él desconocía y que incluye a una hija, Svenja. Ellas dos y Sigrun, hija de Svenja están marcadas por el autoritarismo de Alemania Oriental primero y, después, por el de las organizaciones neonazis. Las últimas dos partes se centran en la relación del abuelo con la nieta y, en la tercera, empieza a verse un camino posible hacia un futuro de autonomía para Sigrun. En ese final esperanzado -de tono opuesto al de El tambor-, Schlink afirma, como Sartre, que no es correcto contar una historia humana sin una idea de futuro, sin esperanza, porque todo ser humano sueña el futuro en algún momento.

Lo que se propone Kaspar es tratar de legarle eso a Sigrun: un mañana. Para conseguirlo, necesita que ella deje de creer en el relato que le contaron sobre Alemania su madre y sobre todo su padrastro (el machismo es una parte importante del problema). Alrededor de la nieta, hay una cruenta “batalla cultural” que el abuelo enfrenta paso a paso. Su mejor herramienta es el arte. Tiene una librería y deja que Sigrun elija libros para leer, además de aceptar los que ella le ofrece (aunque esos son libros nazis) y, más que nada, la alienta a escuchar, aprender e interpretar música en el piano. El piano y los libros cambian lentamente las ideas de Sigrun sobre su país. En el proceso, entiende que no se trata de adorar a ciegas el lugar de origen y, sobre todo, que es de enorme importancia no negar el pasado alemán sino, al contrario, recordarlo críticamente: “No tengo la obligación de estar orgulloso de ser alemán, me basta con alegrarme de serlo”, le dice Kaspar. Y esa alegría incluye abrirse al Otro, aceptar, por ejemplo, que la música rusa o judía puede ser tan emocionante como la alemana; que en música, lo importante “no es si es alemana o no, sino si es buena o no”.

La nieta describe primero la forma en que la Historia y también el “amor” familiar autoritario -machista- son capaces de destruir a varias generaciones; también cuenta la resistencia creciente, solitaria y desesperada de las mujeres contra esa destrucción -resistencia que puede volverse suicida- y, finalmente, narra cómo el apoyo de otro (en este caso, el abuelo) puede abrir el camino hacia una vida mejor. En ese trayecto, la escritura de Schlink describe las dudas, intenciones, deseos y miedos de los personajes, llevados en parte por la corriente de la Historia y en parte por la lucha para sobrevivir.

Schlink siempre supo construir personajes. En este libro, tal vez Kaspar sea el más interesante porque la novela sigue su punto de vista. Para rescatar a su nieta o mejor dicho alentarla a que se rescate a sí misma, el abuelo miente, adula, manipula y razona con cuidado. Por ejemplo, cuando Sigrun viene a quedarse en su casa por primera vez, piensa hasta qué cuadro colgar en el dormitorio que va a destinarle. Sabe que es esencial establecer contacto con ella y tiene una mirada muy “a la Paulo Freire” sobre lo que quiere transmitir: aprovecha los impulsos que ve en Sigrun (esencialmente su amor por el piano) para llevarla no solo hacia lo que él quiere sino también hacia lo que ella descubre en sí misma. En el camino de la nieta, puede leerse también el avance doloroso y difícil de las mujeres hacia cierta autonomía en la segunda mitad del siglo xx.

En la relación Sigrun/Kaspar, una de las mayores carencias es la falta de canales de comunicación. El abuelo se encarga de crearlos y los encuentra en la música. Pero también la escritura tiene un rol fundamental. Después de la muerte de Birgit, Kaspar descubre partes esenciales de su vida en los escritos que ella le escondía. Son esos escritos los que le revelan que hay una hija. Así, escritura y música construyen puentes y permiten el encuentro. En el mundo terrible, durísimo que describe Schlink, la comunicación es posible. Al respecto, hay una escena fundamental en la que se afirma que, más allá de las ideas políticas, siempre es posible “sentarse a comer y charlar”. La voz narradora aplaude esa charla provisoria, peligrosa y, claro, muy política, como el comienzo de la invención de un horizonte compartido que antes era imposible de imaginar.