No sorprendió a sus compañeros del colegio Pío IX, en Almagro, que el nieto de Calfucurá le robara por un rato el caballo al lechero. Ahi mismo, en la vereda del colegio, lo hiciera corcovear hasta que el pingo se le empacó y no quiso seguirle el juego. El barrio se convertía por un instante en su pago, los ¡viva! que gritaban sus compañeritos eran como el afvfan de los suyos, el grito fuerte de la gente arisca de las tolderías, el aplauso mapuche expresado con la voz, el grito de festejo sonaba como un alarido de múltiples voces repitiendo una y otra vez el ¡ieü ieü ieü ieüüüüüü!
Ceferino Namuncura tenía esas costumbres, intactas desde su infancia. Dentro de los muros del colegio, siempre había alguien que lo pescaba canturreando bajito una canción mapuche. Hacía su propio ruego, cantaba una plegaria a la tierra, incomprensible para el resto que solo tendía a burlarse.
Nació el 26 de agosto de 1886 en Chimpay, hijo de Manuel Namuncura y Rosario Burgos. Ahi habían ido a parar los Namuncura luego de que las fuerzas nacionales avanzaran contra las Primeras Naciones. desde la época de Rosas primero, luego con Alsina, Roca y Villegas. El rémington, los nuevos fuertes y fortines, el telégrafo, iban tomando por las malas el territorio de Salinas Grandes, gobernadas por el longko Calfucurá, Piedra Azul, abuelo del jinete Ceferino.
Los Cura, la estirpe de los Piedra, eran gente acostumbrada a firmar tratados de paz con los wingka, los blancos. Mantenían un diálogo permanente para dejar en claro que la palabra oral o escrita era de gran importancia. Así lo dicen las cartas que intercambiaba con el gobierno el mismo longko Calfucurá. Sus discursos eran propios de un líder indiscutido y respetado. “Mi política es que los indios no tengan que quemarse ya en el fuego de una guerra, buscando una tira de carne. La tendrán pacíficamente y comerán tranquilos con sus hijos y mujeres el fruto que yo les preparo con la paz”.
En el idioma de la tierra, el mapuzungún, la segunda parte de los apellidos es la estirpe, la primera el nombre. Calfucurá, Piedra Azul, llamó a su hijo Namun Cura, Pie de Piedra. Luego de la muerte de su padre, se rindió un frío invierno de 1884. Ese mismo año viajó hasta Buenos Aires para reunirse con el entonces presidente Julio Argentino Roca. El tucumano le prometió tierras que estuvieran disponibles en algún lugar de la Patagonia. Pero los años pasaron y Namuncura se hartó de esperar y llevó a su familia al valle de San Ignacio, en Neuquén, y luego a Chimpay, provincia de Río Negro.
En 1888, el misionero salesiano Domingo Milanesio pasó por Chimpay y conoció a la familia. Fue quien bautizó a Ceferino el 24 de diciembre de ese mismo año.
Desde corta edad, sintió la necesidad de comunicarse espiritualmente no solo con sus ancestros sino con todas las personas. Su púllu, su espíritu, necesitó ir más allá de las fronteras impuestas, con su sencillez y pureza. La esencia de su nación viajó muy lejos para quedarse en el corazón de las gentes. En 1897 le pidió a su padre viajar a Buenos Aires para estudiar, aprender algo que pudiera ser útil para la naturaleza toda, para su familia, su estirpe. Una virtud traída desde el vientre de su madre.
En el mes de septiembre fueron recibidos en el colegio Pio IX, más conocido como San Carlos, y Namuncura padre logró que su hijo Ceferino ingresara con once años, para estudiar encuadernación y tipografía. Algo tímido al principio, su audacia lo llevó a tener algunos amigos. Su amor por los caballos lo impulsaba en sus travesuras, pero también había un dejo de nostalgia. Su mirada se perdía a través del vidrio de una ventana, mirando el cielo, mirando las aves y llevándolo a la lejana tierra de Chimpay.
El colegio solía hacer concursos de canto a fin de año y ahí estaba Ceferino entonando canciones religiosas que hablaban de otro dios, al que se aferraría fuertemente hasta su muerte. En ese mismo colegio había otro niño cantor llamado Carlos Gárdes, hijo de Berta, quien lo había enviado de pupilo el 2 de abril de 1901. Carlitos había ingresado como “artesano” en la sección de artes y oficios. Ese compañerito de coro a quien Ceferino en una oportunidad le ganó en un concurso de canto individual, se hizo llamar años después Carlos Gardel y en una fotografía del colegio, se puede ver al nieto de Calfucurá junto al zorzal criollo.
Ceferino se destacó entre sus compañeros también por los discursos en los actos, su modo poético de expresar su devoción “al santísimo”. Algunas temporadas pudo pasar sus vacaciones en la quinta de los salesianos, en la localidad bonaerense de Uribelarrea y siempre mantuvo comunicación con su padre con cartas de una caligrafía impecable.
En 1902 aparecieron los primeros síntomas de la tuberculosis. Se agotaba rápido, tenía grandes dificultades en seguir a sus compañeros en los juegos de los recreos. Sus vacaciones en Uribelarrea eran una cura pasajera; el aire puro lo ayudaron bastante. Al año siguiente se inscribió en el curso de aspirantes al noviciado, en Viedma, donde pudo hacer nuevos amigos, pero al poco tiempo, las autoridades decidieron trasladar el curso a Carmen de Patagones y Ceferino se quedó completamente solo de amigos y con el sacristán que dos por tres lo encontraba desmayado. Ese invierno fue devastador para su estado de salud.
En 1904, junto con monseñor Cagliero, viajó a Viedma y de regreso pasaron por Fortín Mercedes, en el partido de Pedro Luro. El paso de Ceferino por aquel lugar quedó en la memoria de la gente y años después se convirtió en su gran santuario.
El 19 de julio de ese año viajó a Roma junto a monseñor Cagliero y al padre Garrone. El vapor “Sicilia” llegó a Génova, Italia, el 10 de agosto. El mapuche fue recibido por el Papa Pio X un mes después. Ese momento fue trascendental, Ceferino era un joven de muy buenos modales, había tenido una buena crianza de su familia y pese a que casi no le salía la voz por los nervios, con sus bracitos flacos y manos temblorosas le entregó al papa un quillango de guanaco. El santo Padre lo bendijo a él y a su familia, además de entregarle una medalla con su efigie y la de la virgen María.
Recorrió las ciudades de Florencia, Bologna, Milán y finalmente volvió a Roma para inscribirse en el colegio salesiano de Villa Sora, en Frascati. Sus estudios iban bien, todo en él era progreso menos su salud. Estaba tan frágil que se mantenía en silencio por días, sin hablar con nadie, a gatas podía sostener sus libros. Fue internado en el hospital de los hermanos de San Juan de Dios, en la isla San Bartolomé, siempre acompañado de Cagliero, y hasta fue atendido por el médico personal del papa, el doctor Laponi. Pero nada se pudo hacer.
La carta que le envió a su padre Manuel, fechada el 21 de abril de 1905, veinte días antes de morir a los dieciocho años, decía entre otras cosas: “Mi amadísimo papá, recibí su paternal y respetable carta última, fechada el 11 de marzo. Me causó un inmenso júbilo y alegría al saber que todos están bien de salud. En cuanto a mis estudios, resulta muy bien, pero la salud me lo impidió continuar. Hace un mes empecé una cura seria para sanarme del todo. Debo comunicarle también mi grande complacencia por la sublimidad de sus pensamientos. Agradezcole a Ud. su grande resignación de sacrificar años en no vernos. A mí me hace muy bien el agua de mar, cuando esté mejor me prepararé para volver a Buenos Aires y de allí a Viedma. Mil besos y abrazos”. Le escribió cartas amorosas también a su madre Rosario Burgos.
En la madrugada del 11 de mayo se le administró la extremaunción y a las seis de la mañana expiró. Fueron pocos los que acompañaron el cortejo hasta el cementerio de Campo Verano, recuadro 38, fila 20, según el libro de la parroquia del Sagrado Corazón, de Roma.
En Buenos Aires comunicaron a su padre que había noticias sobre su Ceferino y Manuel Namuncura, que tenía noventa y cinco años, viajó con uno de sus hijos a Buenos Aires. En el colegio Pio IX lo recibieron para darle la triste noticia. El viejo longko dio un largo discurso en mapuzungún, luego hizo un silencio para que su hijo les tradujera las palabras de la tierra, frases de gratitud y de buen recuerdo hacia su hijo. El que tenía las virtudes de un machi, el que, siguiendo los pasos de los grandes líderes espirituales, tuvo que dejarse guiar hasta morir lejos de su familia, en la búsqueda de un lugar en la nueva sociedad, pero también un sitio desde donde poder ayudar al prójimo con su fuerza espiritual, la de los Cura, los piedra.
El 8 de mayo de 1924 sus restos fueron repatriados y, protegidos en un cajón de cedro, se depositaron en la ermita del Fortín Mercedes. Grandes caravanas de fieles de todas las culturas se acercaron a despedir el alma pura de Ceferino.
En la década del 40 se instaló en Roma un tribunal diocesano que se encargó de atender el proceso de canonización y en 2007 la Iglesia católica lo beatificó.
Por pedido de las comunidades mapuche, en 2009 sus restos fueron trasladados a San Ignacio, Neuquén. Su santuario es un inmenso kultrún en un pequeño valle, al pie del cerro Ceferino. Los latidos de su corazón retumban en el gran tambor que tiene sus palabras inscriptas, su único y mayor anhelo “Quiero ser útil a mi gente”.