La historia comienza así: “Me enteré de la noticia primero por la llamada telefónica de mi madre. Mi hermano menor, Robby, y dos amigos suyos habían matado a un hombre durante un atraco. Robby estaba prófugo, buscado por robo a mano armada y asesinato. La policía estaba persiguiéndolo y su crimen había dado a los polis licencia para matar”. No es este el argumento de una atrapante serie de acción en alguna plataforma de stream o el guion de una película: se trata de una narración memorialística de acontecimientos y personas reales, incluyendo al mismo autor del libro, en una obra considerada ya clásica de aquel género que despuntara con A sangre fría de Truman Capote, y que se disputara la paternidad con otra “novela-antecedente”, Operación masacre, de Rodolfo Walsh –publicada varios años antes–. Hermanos y guardianes, del estadounidense John Edgar Wideman, se publicó por primera vez en 1984, tuvo poco tiempo después una traducción al castellano por una editorial española, y ahora, con una escrupulosa y más que competente traducción de Pablo Ingberg, publica El cuenco de plata, en lo que es una edición actualizada con nuevos prólogos y notas: Robert, el hermano de John Wideman, atrapado tras los acontecimientos y condenado a cadena perpetua, consiguió, luego de décadas, su libertad. Con un título que remite -y por más de un motivo- a los pasajes bíblicos de Caín y Abel (“¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?”), esta novela autobiográfica forma parte del inabarcable y vastísimo mundo de la “literatura carcelaria” bajo la forma de testimonio de un presente que se vive o el recuerdo de las experiencias pasadas; bajo el apresamiento político o por algún delito común. Como una publicación aparecida en vida o de manera póstuma, además también cercano o concomitante a ese otro mundo también enorme de la “literatura concentracionaria”. Este libro, el segundo que publicara Wideman originalmente –autor hoy de una veintena larga de títulos, entre narraciones y ensayos, muchos premiados–, se suma ahora a la novela experimental Fanon, también publicada por El cuenco de plata, el año pasado.
Una breve sección, “Palabras preliminares”, abre Hermanos y guardianes en su renovada edición, con dos cartas de presos, referidas a la novela. La primera plantea: “¿cómo prosperar en un mundo que parece propiedad de otros, otros empeñados en oprimirnos si no en destruirnos por completo? Entre los muchos dones del libro están las ocasiones en que aborda esa pregunta. Y conté un montón de veces”. Y, en lo que es un elogio mucho más largo sobre los méritos del libro, dice: “Gánsteres originales, la colaboración de ustedes me apuntaló más de una vez a lo largo de los años. Es notable porque es una crítica íntima y sagaz no sólo del sistema de justicia sino de las fuerzas estructurales que conducen a la gente al sistema y porque, también, cuestiona con sutileza si es que necesitamos cárceles. El libro es fenomenal por el cuidadoso retrato de los lazos familiares, en particular de la hermandad, e incluso de la amistad. Es excepcional no sólo por su contenido, sin embargo, sino también por su estilo elevado. Por la manera en que manejas el tiempo, John, la manera en que refleja los patrones de la memoria, que por supuesto están ligados a la marcha hacia delante de los segundos, minutos, años”. La segunda carta -escrita durante la pandemia de Covid-19- refiere: “Allá por el año 2000 cuando leí por primera vez Hermanos y guardianes, yo estaba en una cárcel de máxima seguridad donde los guardias nos vigilaban con escopetas. En el calabozo”. Y un planteo: “Hay que desarmar las jaulas. Derribar los muros. Un nuevo movimiento de masas por los derechos humanos debería empezar por la reforma carcelaria. John, es lo que escribiste en el prólogo de esa edición de 2005 y es lo que todavía hace falta”.
Dicho prólogo a la edición de 2005 del propio Wideman, publicado en la presente edición, plantea de entrada y sin ambages: “A Robby lo sentenciaron a la cárcel porque tomó malas decisiones e hizo cosas malas. Es responsable de sus actos y debe cargar para siempre con el horrible peso de haber participado en un delito que costó la vida de un ser humano”. Agregando, de inmediato, una segunda verdad: “Nada de eso modifica el hecho de que los tribunales y las cárceles, notorios por su racismo, crueldad y corrupción, operan de un modo que crea tantos problemas a la sociedad como los que resuelve. El caso de mi hermano confirma el patrón general de abuso y discriminación sufrido por los pobres, en especial la gente pobre de color, en los tribunales”.
Así, el libro combina de manera única su historia principal con acontecimientos que confluyen y se suman, con riqueza y variedad estilísticas: hay narración, pero también investigación y ensayo, historias y situaciones, memoria, observación y reflexión, diálogos, y multitud de voces, desde las familiares hasta la del mismo Robby, coprotagonista con su hermano, quien asume consciente y escrituralmente las contradicciones y múltiples escollos para consumar el proyecto: “Aun cuando fabricaba ficción a partir de acontecimientos de la vida de mi hermano, de la historia de la familia que nos había criado a los dos, sabía que seguía habiendo algo de un orden distinto pendiente de rescate. El escritor de ficción era también un hombre con un hermano real tras las rejas reales. Continuaba sintiéndome enjaulado por mi desconcierto, por mi incapacidad para ver con claridad, con precisión, no sólo la última visita de mi hermano, sino toda la larga madeja de nuestras vidas juntos y separados. Por eso este libro. Esta tentativa de romper, derribar los muros”.
MADRE HAY UNA SOLA
“La noción habitual de tiempo, de que una cosa pasa primero y abre camino a otra y otra, resulta inútil muy pronto cuando trato de aislar la forma de tu vida del resto de nosotros, cuando trato de desandar tus pasos y descubrir exactamente dónde y cuándo comenzaste a ir por mal camino”, escribe John Wideman sobre su hermano, y evoca a la madre, tras dar una visión de una foto del grupo familiar, reflexionando en torno a cómo intentar superar la linealidad y la visión simpe (o mejor, simplista) de creer que “algo” sucede y comienza y se desarrolla sin complejidades y contradicciones.
Así relata Wideman lo que deberá enfrentar la madre, intentando desentrañar y explicar su postura: “A un hijo querido lo perseguirían, capturarían, juzgarían y encarcelarían las fuerzas del orden. A lo largo de todo aquel calvario su amor por él no cambiaría, no podía cambiar. El crimen de él puso a prueba su amor y también puso a prueba la naturaleza, el propósito de las fuerzas desplegadas contra su hijo. Tuvo que hacer una elección. De un lado estaba la cruda realidad del crimen: robo, asesinato, huida; su hijo un forajido, un fugitivo; luego un preso; del otro lado los custodios de la sociedad, las leyes, los tribunales, la policía, los jueces y los guardianes responsables de castigar la transgresión de su hijo”. Por supuesto, “ella no inventó los dos lados y al principio no creía que no pudiera haber un terreno neutral”, y, por ello, “extendió el beneficio de la duda. Trató de situarse en algún lugar intermedio, reconociendo lo malo del crimen del hijo mientras al mismo tiempo se aferraba al hecho de que él existía como ser humano antes, después y durante el crimen que había cometido. Había hecho algo malo pero seguía siendo Robby y ella siempre sería la madre. Extrañamente, en el lado oscuro, el lado del crimen y sus terribles consecuencias, ella encontraría espacio para ejercer su amor. Por negativos que fueran los elementos, una vida arrebatada, el dolor de los sobrevivientes, sufrimiento, pérdida, culpa, remordimiento, la escala era humana; podía aplicar su sentido de lo bueno y lo malo. Su vida hasta ese punto la había equipado con valores, con herramientas para enfrentar y resolver el desastre. De modo que optaría por llevar adelante su lucha allí, en terreno traicionero aunque familiar –familiar puesto que allí estaba su hijo–, y podía ubicarse ella, una mujer, una madre, un ser humano apenado, afligido, allí al lado de él”.
Es un modo de ser, de pensar y actuar el de la madre, a fin de cuentas, conformado por un espacio urbano, por su cultura y costumbres: “Mi madre se había criado en Homewood. El viejo Homewood. Sus relaciones con la gente de esa comunidad unida y homogénea se basaban en la confianza, el respeto mutuo, las preocupaciones espirituales y materiales en común. El contacto cara a cara, el lenguaje y los valores compartidos, un enorme fondo de experiencia comunal hacían sumamente visibles las vidas individuales en Homewood. Tanto la identidad personal (‘Sabes quién eres’) como su responsabilidad (‘Otra gente sabe quién eres’) estaban firmemente establecidas”. Por todo ello no podría extrañar que el epígrafe-dedicatoria del libro sea, con afecto y esperanza, “A Bette Wideman / cuyo amor, cuyo dulce sueño de libertad / bendice a todos sus hijos”.
LA HISTORIA DE LA HISTORIA
Las distintas partes componentes del libro se articulan o ensamblan, y el propio libro narra la historia de su historia: cómo el tener que contar “la historia del Robby” implicó, además de escucharla, y cada vez más, a su propio protagonista, que el autor también recordara y se implicara (y “se/nos explicara”). “Las palabras son nada y todo”, asegura John Wideman. “Si no hablo no tengo pasado, de modo que tengo que irrumpir en el silencio con mi propia versión del pasado. Mis palabras. Mi silbido en la oscuridad. Su historia liberándome, porque me obliga a contar la mía”.
Nos enteramos entonces de que el libro contó con una primera versión, prácticamente descartada para ser rescrito: “Para reparar el primer borrador defectuoso, tuve que pedirle más a Robby. Él respondía esporádicamente con poemas, anécdotas, meditaciones sobre su tiempo tras las rejas. Lo que me daba me ayudó a salir del apuro. Me puso más cerca de él. Empezaba a entender lo que se había perdido en la primera versión de esta historia. Estaba aprendiendo a respetar el toque, la visión de mi hermano. Aprendiendo lo que estaba en juego en este toma y daca entre nosotros, iniciado por la idea de un libro”. Allí, desde esa “decisión autoral” de abrir el oído y el espacio literario la persona de Robby crece y se expande, a la par que se desarrolla la historia de la ciudad, donde hay un activismo militante en la adolescencia -en la época del asesinato de Martin Luther King-, pasando por una inmediatamente posterior de represión con policías en las escuelas y anulación del derecho a reunión, y otra, luego, de “inundación de drogas” baratas, hasta los hechos que lo llevaron a delinquir, ante la ausencia creciente y permanente de oportunidades para algún futuro más o menos digno.
John Wideman se “autoanaliza”, se incluye a sí mismo en distintas situaciones, y explora a fondo la multiplicidad de pensamientos, deseos y experiencias que ha transitado él en la vida, tan alejada y distinta de la de su hermano: en la universidad, por ejemplo, donde igualmente padeció el racismo (aunque sutil, insinuado o solapado), y en la carrera literaria (donde va siendo favorable y crecientemente reconocido). Y, como en él mismo, todo lo bueno y malo de Robby forma parte de sus debilidades como de sus fortalezas: “Robby se niega a estar derrotado. Sly & The Family Stone decía en otra canción que todo el mundo quiere ser una estrella. Ese deseo contiene lo mejor de nosotros y lo peor. El empuje del ego y el egoísmo, los esfuerzos por ser mejores de lo que somos. Si Robby cayó porque fue el único estrellato que razonablemente podía buscar era el estrellato del crimen, entonces esto está mal. Está mal no porque Robby quisiera más sino porque la sociedad cerró por completo toda posibilidad de lograr más, excepto a través del crimen. Entonces me alegra ver que las mejores (peores) partes de Robby han sobrevivido. No se puede tener una sin la otra”. Se pinta a cada “personaje” con la amplia gama de virtudes y defectos que posee todo ser humano, hasta que se define el proyecto del libro, y se anuncia la noticia: “Le hago saber a Robby que rescribí el libro, prácticamente de principio a fin”.
El cierre de esta historia -podría decirse ahora: de feliz final- se da con una “Posdata” del mismo Robert, quien cuenta que pasó más de dos décadas estudiando y enseñando en pos de carreras y títulos universitarios. Y asegura: “Creo firmemente que no hay mejor manera de bajar el índice de reincidencia que formar a los reclusos. Abogo firmemente porque todos los presos tengan que salir de la cárcel con un título universitario o profesional. Si mandan de vuelta a un preso o presa con las mismas herramientas con las que entró, ¿pueden tener alguna esperanza realista de que no vuelvan? Los índices de reincidencia contestan esa pregunta con un sonoro NO”.
>Un fragmento de Hermanos y guardianes, de John Edgar Wideman
Déjame ver. Yo estaría en el anteúltimo año de la secundaria. Me quedaba un solo año más de la Westinghouse después del verano del 68. Nosotros fuimos los que empezamos la huelga. Ahí mismo en los salones de la buena Escuela Secundaria Westinghouse. Como dije, teníamos esa organización. Había montones de organizaciones y clubes y cosas así en aquel entonces pero nosotros teníamos un grupo buenísimo. Como que si ibas en serio estabas con nosotros. La otra gente estaba en un poquito de esto y aquello, pero nosotros estábamos hasta el fondo. Íbamos a cambiar las cosas o morir en el intento. Teníamos fama de malos. Cosa seria, ¿entiendes? Si se venía algo, siempre nos querían a nosotros adentro. Fíjate, si nosotros estábamos adentro, era alguna mierda buena. Tenía que ser. Porque nosotros no jugábamos. Se llamaba Juntos. Nuestro grupo. Éramos tan malos que una vez estábamos en una reunión y entró cagando uno de los hermanos. Ey muchachos. ¿Escucharon en la radio que mataron a Martin Luther King? Uno de los mayores que dirigía la reunión alza la vista y dice: No nos importa nada ese negro lameculos, tenemos cosas importantes de las que ocuparnos. Fíjate, nosotros sabíamos que estábamos en algo importante. En eso estaba Juntos. A nadie le encantaba lo que decía King. No íbamos a andar rogando nada a los blanquitos y seguro no íbamos a recibir un palazo sin devolver un montón. Después que el tipo entró gritando y la reunión se interrumpió nos pareció mejor salir a la calle de todas maneras porque no queríamos más estupideces. ¿Entiendes? Negros que se vuelven locos y rompen todo después que liquidan a Martin Luther King. Nosotros estábamos planificando. Organizando. Cuando viniera la mierda íbamos a estar listos. No tenía sentido andar revoloteando por ahí como pollos cuando les cortan la cabeza. Quiero decir que no es noticia que un blanquito asesine negros. Entonces salimos de la reunión para tranquilizar la cosa. Era inútil que mataran a alguien por una bobada.
Enseguida que salimos a la calle se alcanzaba a ver el humo que subía de la avenida Homewood. No había mucha gente afuera y ya Homewood estaba en llamas, entonces no sabíamos muy bien qué hacer. Caminamos hasta Hamilton para ver cómo estaban las cosas por ahí y seguimos hasta más allá del A & P. A cualquiera que veíamos le decíamos: Calma. Calma, hermano. Ya llegará nuestro momento. No es hoy, hermano. Calma. Pero en realidad no teníamos ningún plan. No sabíamos qué hacer, entonces Henry y yo prendimos fuego el Mercado de frutas y nos fuimos a casa.
Sí. yo era un militante totalmente furioso. No sabía lo que estaba diciendo la mitad de las veces y no estaba seguro de lo que quería, pero estaba ahí afuera chillando y gritando y agitando los brazos y no aceptaba ninguna mierda de nadie. Mami y el resto estaban todos molestos porque yo estaba en el medio de la huelga de la escuela. Recuerdo estar sentado discutiendo con ellos muchas veces. No podían hablar de otra cosa que no fuera que yo estaba cagándola en la escuela. Ya sabes. Dales buenas notas y mantén la boca cerrada y no te metas en donde no te llaman. Tratando de explicarme que no toda la gente blanca es mala. Preguntándome dónde estarían los negros si no fuera por la buena gente blanca. Me planteaban esa porquería y no querían escucharme nada de lo que yo tenía para decir. Todo se reducía a sé un buen negro y la gente blanca te cuidará. Yo la verdad no podía creer que dijeran eso. Mami y Geral tienen sentido común. No se chupan el dedo. ¿Cómo pueden decir esa porquería? La verdad, no tenía sentido discutir, porque yo estaba firme en mi camino y ellas seguro estaban firmes en el suyo. Era el mundo del hombre blanco y no había otro camino ni por el costado ni por arriba ni por abajo. Había que agachar la cabeza y bailar al compás de lo que tocaban los blancos. Ya sabes que yo no quería ni escuchar nada por el estilo, así que seguí faltando a clases y jodiendo y militando cada vez que podía.
Me encantaba ser militante porque era bueno. Era algo que me salía bien. Hablarle a la gente. Fustigarla con un mensaje justo. La gente sabía mi nombre. Escuchaba. Y yo cuidaba firme la cuestión. Era cuando Rap Brown y Stokely y Bobby Seale y esos salían en la tele. Yo me identificaba con esos tipos. Malcolm y Eldridge y George Jackson. Leía sus libros. Eran dioses. Eso me creía yo cuando subía al escenario y le hablaba a la gente. Parecía que las cosas estaban cambiando. Como que esta vez de ninguna manera iban a dar vuelta a los negros.
Lo sentías en todas partes. En las calles. En la esquina. Hasta en la farsante secundaria.