Diversos escritores y críticos se han dedicado a rastrear “escenas de lectura” en textos literarios, no tanto por jugar a la literatura dentro de la literatura sino para preguntarse acerca de una forma novedosa de representación: la forma en que un texto –un escritor- se autorepresenta o representa la manera en que imagina a un lector, o a la relación libro-lector. Y muchas veces, la condensación de todas esas figuras en una sola. Caso testigo: Madame Bovary leyendo novelas sentimentales e inventando, en ese acto-escena, el famoso bovarismo.
En El último lector Ricardo Piglia describió minuciosamente la escena de Anna Karenina leyendo una novela inglesa en un tren, a la luz de una linterna; pero antes, fugazmente, señalaba otra escena de lectura si no imposible, por lo menos muy tortuosa, extremadamente dificultosa: “Hay una foto donde se ve a Borges que intenta descifrar las letras de un libro que tiene pegado a la cara”. La fotografía ha sido tomada en la Biblioteca Nacional de la calle México. Y agrega Piglia: “Uno de los lectores más persuasivos que conocemos, del que podemos imaginar que ha perdido la vista leyendo, intenta, a pesar de todo, continuar. Esta podría ser la primera imagen del último lector, el que ha pasado la vida leyendo, el que ha quemado sus ojos en la luz de la lámpara. ‘Yo soy ahora un lector de páginas que mis ojos ya no ven’”.
Y si se piensa que Piglia dramáticamente representa una escena (casi) imposible entre la compasión y el patetismo, muchos años antes y con Borges incluido, Oscar Masotta había imaginado lo inimaginable: una escena verdaderamente imposible. Una escena de lectura en la que nadie lee. Una escena de lectura donde el invitado, el libro, faltan a la cita. O, quizás, ni siquiera fueron citados.
Y eso, en rigor, sucedía porque más que representar una “escena de lectura”, intentaba plasmar una módica escena de la lucha de clases en la literatura argentina. Como las “guerras civiles” de entonces, se trataba, desde luego, de una lucha de clases de baja intensidad pero no por eso menos significativa.
“La derecha intelectual ignora en cambio a Arlt”, escribe Masotta en “Seis intentos frustrados de escribir sobre Arlt” (1962), después de señalar el interés todavía vigente por Arlt en la izquierda. “Y esto textualmente para el caso de Borges, de Victoria Ocampo, o de Silvina Bullrich, de quienes se podría afirmar que jamás han sujetado un libro de Arlt entre los dedos”. De mirar de cerca un libro siendo casi ciego, a ni siquiera haber sostenido un libro entre los dedos. Leer, la lectura, representarse la lectura se van volviendo operaciones cada vez más difíciles si se entreveran clases sociales, intenciones personales, íntimos rechazos.
Claro está: todo es muy conjetural. ¿Por qué no pensar que Borges o Victoria o Silvina alguna vez sí sostuvieron entre sus manos un libro de Arlt, o lo hojearon, aunque más no sea en secreto, para en cierta forma, pispear, espiarlo? ¿Por qué no conjeturar que respondiendo a ciertos ecos que podían atravesar las acolchadas paredes de la revista Sur, decidieron infiltrarse entre sus páginas?
De entrada hay que hacer una salvedad con Borges a la luz del Borges de Bioy: ahí consigna el viernes 7 de junio de 1957 que para Borges "El juguete rabioso de Arlt es mejor que todas las novelas de Mallea juntas. Cuando el malevo traiciona a su amigo está bien". Entendemos que de una forma o de otra Borges "sostuvo" a Arlt. Obviamente Masotta no habría escuchado una declaración pública así de Borges en los años previos a su artículo, al contrario, Borges hablaba muy mal de Arlt, básicamente lo consideraba un malevo como a Silvio Astier.
Pero a Masotta le interesaba, más que otra cosa probablemente, el aspecto físico de su metáfora, metáfora del ninguneo. Le interesaba resaltar ese no roce, ese ni siquiera tocar a Arlt con la punta de los dedos, o ese reducirlo a una mínima consideración equivalente a un apenas rozarlo con dos deditos. ¿Puede pensarse en gestos de renuencia mayor que esos?
“Lo que sería aceptable en Victoria Ocampo, puesto que la escritora no ha olvidado señalar hasta qué punto no ama la m… (sic) sino que prefiere las rosas (también sic). En cuanto a Borges… En fin, es cierto, Arlt, que era un gran escritor, escribía mal. Y Silvina Bullrich, una novelista de ideas tan duras, tan realistas, tan secas, tan cínica, ¿qué pensaría de Arlt si lo leyera?”, abunda Masotta en tren de conjeturas, pero más bien convencido.
Si de Borges y Victoria Ocampo estas maneras de leer desde la clase eran harto previsibles para Masotta, respecto de Bullrich él mismo plantea cierto desconcierto, cierto anhelo y hasta cierto desencanto. ¿Cómo no ha reparado Bullrich, una Bullrich tan consciente de su pertenencia de clase (tan dura, tan realista, cínica y cruda) en su gemelo negativo? Hasta para medir quién es más realista y duro en función del otro. Y conste que, si nos atenemos a la cronología, no es todavía la Bullrich de Los burgueses, libro aparecido en 1964, donde ella efectivamente toma el toro por las astas de la lucha de clases (entre aristocracia terrateniente y burguesía del dinero, en el caso de esta interesante novela).
“Hay en Arlt un gusto por el cinismo, pero es un cinismo melancólico, de tono menor, y sería interesante hacer un trabajo comparativo entre ese cinismo y el cinismo militante, lúcido, de derecha por supuesto pero sincero, sincero puesto que reconoce la realidad de las clases sociales, de Silvina Bullrich”, concluye Masotta a partir de su conocimiento de lo que podía escribir y significar Bullrich en la sociedad literaria de ese entonces.
Lo cierto es que unos años después, e insistiendo en el esquema inaugurado por Los burgueses en Escándalo bancario y Cachorros voraces, ella abordaría un enfrentamiento de clases más clásico, más arltiano si se quiere (clase media baja tironeada entre cierta burguesía consumista y la atracción del lumpen delincuencial) en Mal don, una novela de veraneantes de paso y trabajadores que tienen que vivir todo el año en el balneario ya abandonado por las falsas luces brillantes del verano. Una novela publicada en 1973 con una visión descarnada y por momentos feroz del “ascenso social”, aún posible en el horizonte de aquellos años. Una novela realista que -diría Masotta- “reconoce la realidad de las clases sociales”.
Ignoramos, una vez más, si llegó Masotta a sostener Mal don entre sus dedos, pero lo que sí es cierto es que con esas líneas conjeturales alrededor de la figura siempre perturbadora de un Arlt rondando todavía por la ciudad letrada veinte años después de su muerte, diseñó una inédita, quizás única “escena de lectura” en esos primeros años 60. Una escena que se volvió imposible tal vez porque capturaba un desgarramiento, preanunciaba la obturación de cualquier sentido estético o sentimental, cualquier efluvio emotivo o curiosidad, por la lucha social, política y cultural.
Esa vez, en el presentimiento de ese breve roce tal vez imposible, o indiferente, le habrá tocado a Masotta y no a Arlt, el rol de profeta de los tiempos venideros. De la íntima lectura a la lucha de clases que llegaría inexorablemente a la literatura argentina de los próximos años, los 70 (los años de Mal don, por cierto), generando un cuerpo a cuerpo mucho más dramático que un leve roce de manos, y del que ni escritores ni lectores saldrían sin heridas o cicatrices.