Entre la fragmentación de públicos y los espacios que se reducen, además de un clima de época que entre el ejercicio de la torpeza elevada a virtud y la celebración de la superficialidad atiende otras sensibilidades, la música clásica va dejando de ser clásica. Esta podría ser la primera conclusión de un balance en torno a la actividad desarrollada en su nombre.

De todas maneras, más o menos clásica, la práctica musical académica se sostiene en su vigorosa tradición, todavía capaz de señalar, aunque con límites difusos, un adentro y un afuera de ese núcleo que contiene lo que va quedando de las continuas raspaduras de su contorno conceptual. El Teatro Colón y su maquinaria, y los organismos estables que dependen de la Nación, fueron, una vez más, las instituciones que, entre gruesos recortes presupuestarios, configuraron ese núcleo en torno al que giraron algunos satélites. Así fue cómo una temporada que se anunciaba austera y se presentía más bien pobre, dejó sin embargo cosas para rescatar, más allá de la dialéctica del vaso medio lleno o medio vacío.

Lo que fue y lo que pudo ser

Entre lo que sucedió, los pianistas Yuja Wang y Daniil Trifonov ofrecieron recitales impresionantes en el ciclo “Conciertos extraordinarios” del Colón. En marzo, la china dejó versiones notables de baladas de Chopin, entre otras cosas. En julio, el ruso articuló un programa con obras de Mozart, Rachmaninov, Rameau y Beethoven, que bien podría recordarse entre lo mejor del año. De la temporada del Mozarteum fueron parte otros notables pianistas: Stefan Stroissnig, en mayo, y Alexandra Dovgan, que en agosto tocó por primera vez en Buenos Aires. Para su público de gusto tradicional, el ciclo del Mozarteum sostuvo una temporada de óptimo nivel artístico, que tuvo sus puntas en el extraordinario violonchelista Pieter Wiespelwey, que junto al pianista Paolo Giacometti, en octubre, ofreció un programa con música de Schubert, Brahms, Ravel y Kodaly, y en el El Mesías de Händel, con Hans-Christoph Rademann al frente de la Academia Bach de Stuttgart.

Entre lo que no sucedió, el mayor impacto lo produjo la cancelación del Festival de Martha Argerich, programado para agosto. “Fuerza mayor”, fue la lerda y lacónica explicación de la gestión de Jorge Telerman que, en retirada, tuvo tiempo para discontinuar un clásico. También quedó en la nada la interpretación de los monumentales Gurrelieder, con Alejo Pérez al frente de la Filarmónica y coros, para celebrar los 150 años del nacimiento de Arnold Schoenberg. En su lugar se programó la también nutrida “Octava” de Mahler, que, salvando el declarado afecto de Schoenberg por el sufrido bohemio, poco tienen que ver.

Sustitución de importaciones

La Filarmónica había podido celebrar a Schoenberg en abril, en el primer concierto de la temporada, que con la dirección de la griega Zoe Zeniodi –hoy directora principal del organismo–, incluyó el poema sinfónico Pélleas y Mélisande Op. 5. Otros momentos interesantes se dieron en agosto, cuando Javier Perianes tocó el “Tercero” para piano de Beethoven, bajo la dirección de Kakhi Solomnishvili, y en noviembre, en el cierre de la temporada, Boris Giltburg tocó el “Tercero” para piano de Bartok, en un programa monográfico dedicado al compositor húngaro que dirigió Tito Ceccherini. Por su parte, la Sinfónica Nacional mantuvo su estrategia de sustitución de las importaciones, con la inclusión de músicas y directores argentinos como sostén de su programación. En este sentido, fue ejemplar el concierto que en agosto dirigió Santiago Santero, con obras propias y de Dante Grela.

Yuja Wang. Imagen: Arnaldo Colombaroli

En una temporada de ópera que no podía ser brillante –de los siete títulos programados en el Colón cuatro fueron reposiciones– por distintas razones quedan los recuerdos de Carmen, con la ya probada puesta de Calixto Bieito, y Aurora, que más allá del súbito fervor patriótico que despertó tuvo en la soprano argentina Daniela Tabernig una protagonista extraordinaria. Hubo otros esfuerzos operísticos, como el Nabucco, que la Compañía Artística Clásica del Sur ofreció en agosto en el Teatro Avenida, y la Tosca que en octubre la compañía independiente Ópera Festival Buenos Aires presentó en el Teatro Astral.

Hoy es hoy

En general, la escena de la música contemporánea –rótulo viejo, pero aún efectivo– mostró dinamismo e incluso supo apelar a su naturaleza de resistencia, cuando en noviembre, en defensa de la universidad pública, el edificio del DAMus de avenida Córdoba se convirtió en una gran caja de resonancia a partir de la ejecución colectiva, a cargo de sus estudiantes, de una partitura concebida especialmente para la ocasión por Santiago Santero y Diego Gardiner, docentes de la institución.

El que pasó fue también el año en el que la Compañía Oblicua celebró su 20ª aniversario con numerosos conciertos y la presentación de un disco monográfico con obras de su fundador y director, Marcelo Delgado, que además curó el ciclo "Urondo Contemporáneo" –en el centro cultural universitario Paco Urondo, de la UBA–, que llegó a su sexta edición y dirigió en Ensamble Sonorama en la apertura del "Ciclo de música del Teatro Nacional Cervantes". El Ensamble Arthaus, aparte de su siempre interesante temporada con un ensamble propio y la curaduría de Lucas Fagin, fue parte del Colón Contemporáneo, y la música electroacústica volvió al Centro Cultural Recoleta con el ciclo Aquí, allá y en todas partes, curado por Jorge Sad Levi.

Compañía Oblicua.

Entre las propuestas del CETC se destacaron la producción –en sociedad con el Alternative Stage de la Ópera Nacional de Grecia–, de Kassandra, un monodrama con música de Pablo Ortiz interpretado por la soprano trans María Castillo de Lima, y Kenta, la obra de Valentín Garvie sobre cuentos de Alejandra Kamiya, a cargo del Programa Orquestas Infantiles y Juveniles de la Ciudad de Buenos Aires. 

Una saludable cuota de disrupción se mantuvo en el Festival No Convencional, creado y dirigido por Martín Bauer, que afirmó su identidad ocupando espacios no tradicionales para la música –este año, por ejemplo, llegó al cementerio Británico– y en el Festival Nueva Ópera, que bajo la dirección artística de Miguel Galeprín, dio cuenta de las múltiples posibilidades de actualización del género lírico.

Discos, sellos y plataformas

La grieta entre el escenario y la virtualidad, que es nada menos que la distancia entre la escucha como evento colectivo o momento individual, se profundiza, si se tiene en cuenta que posiblemente el gran dato de esta temporada es la edición de discos que se pueden encontrar en las plataformas. Se afianzan las producciones de “música clásica” de sellos especializados, como Virtuoso Records, que este año sumó a su catálogo trabajos particularmente interesantes, cuyo valor fundamental radica en su ambición de mostrar otros repertorios. La sed, con obras de Alex Nante por el Ensamble Terra Lucida; el segundo volumen de Obras para violín solo de Sergio Parotti, magistralmente interpretadas por Elías Gurevich, y Escrito sobre escrito sobre escrito, de la Compañía Oblicua con música de Marcelo Delgado, son algunas de las propuestas de este año.

También se destaca el aporte del sello Avantrecord, que este año editó Les guitares bien tempérées, de Mario Castelnuovo Tedesco por Carlos Groisman y Pablo Carballo, además de Impresiones sobre Buenos Aires, un álbum con muestras de porteñismo sonoro de Juan Carlos Figueiras, Mauricio Charbonnier, Eva Lopszyc, Nelly Gomez, Amanda Guerreño y Guillermo Zalcman, a cargo del Ensamble NMA, y un mucho más interesante volumen con música de Celia Torrá y Lita Spena interpretada por Florencia Zuloaga. Por otro lado, Guillo Espel, compositor activo en distintos frentes, reunió su obra sinfónica y de cámara más reciente en Ámbar púrpura, y la cantante Natalia Cappa sacó Una, un excelente trabajo con obras de Sad Levi, José Halac y otros. Por talento y audacia puede ubicarse, sin dudas, como el mejor disco de este año.