El cuento por su autor

Participaba del taller de Guillermo Saccomanno cuando escribí, hace muchos años, este relato que nunca publiqué hasta hoy. La dinámica de los encuentros era así: cada integrante llevaba dos o tres páginas del texto que estaba escribiendo y después de la lectura, todos hacíamos comentarios, sugerencias, proponíamos revisiones y cambios. Por último, él hacía su crítica. Recuerdo que ese día, casi terminando la primera página, me preguntó en voz baja para no interrumpir la lectura: Angie, qué estás escribiendo. Pero no era una pregunta y ninguno de los dos levantamos la vista de la página. Al otro día me llamó por teléfono y tuvimos una larga conversación con relación a qué y cuánto conocemos sobre lo que escribimos. ¿Es mejor saber? ¿Contribuye a la historia que nos detengamos a reflexionar para ser conscientes de otros significados que podría tener la narración? Tengo fresca esa conversación, la recuerdo como si fuera de unos días atrás.

Ricardo Piglia dice que un cuento siempre narra dos historias. Hablamos de esa tesis en el 2000, cuando le hice una nota en su estudio de Marcelo T de Alvear por la reedición de Crítica y ficción. Cuando se narra una historia, dijo ese día, siempre hay otra que corre paralela. Dijo también que la segunda no se narra por la contundencia de los hechos como la primera, sino a través de lo que se alude. Le pregunté si esa tesis funcionaba en todos los cuentos. Piglia no contestó, pero hizo algo mejor: pasó del teórico al práctico. Tomó un libro al azar de los que estaban sobre su escritorio, lo abrió y leyó un párrafo corto en voz alta. ¿A qué podría aludir el autor?, me preguntó. Él hizo también su propia tentativa. Tomó otro libro, acostó el lomo en la palma de su mano y dejó que se abriera. Leyó otro párrafo: Y este, ¿qué insinuaría? Fueron un puñado de párrafos de diferentes libros en los que buscábamos qué podrían estar sugiriendo.

Vuelvo al taller de Sacco ahora. Creo que fue aquel llamado el que inauguró una serie, conversaciones telefónicas, que nunca se interrumpió. Aún hoy hablamos tres o cuatro veces por semana, casi una hora cada vez. Pasamos por todos los temas, literatura, lecturas, escrituras, la poesía, los proyectos, los bloqueos, la política, los políticos, la dictadura; hablamos de cine; recordamos autores que ya nadie lee; nos recomendamos libros, películas, notas, entrevistas; nos pasamos los borradores que tenemos entre manos; hablamos también de temas personales, de escritores que partieron y extrañamos, de todo. Y reflexionamos, mucho, sobre el lenguaje, las palabras. Hoy, que la conversación es una práctica que va perdiendo fuerza incluso en las sobremesas, estas charlas son para mí como pequeños milagros que iluminan los días.

¿Qué, vamos a dejar que nos maten?

El primer gato que apareció muerto fue el de Matilde. Se llamaba Aurelio, en memoria de su marido que había fallecido muy joven. Ella le decía Aure y le cepillaba el pelo casi todos los días. Le daba de comer filetes de pescado, churrasquitos de paleta y pechugas de pollo. Aure nunca había pasado una noche afuera de la casa. En invierno, dormía pegado a la estufa, sobre una de las alfombras que Matilde había tejido al crochet para él.

A Aure lo cuidaba como si fuera un bebé recién nacido, pero con nosotros era brava Matilde, siempre andaba peleándonos por cualquier cosa y nos culpaba de todo lo malo que pasaba en el barrio. Creo que por eso nadie se asombró demasiado por la muerte de su Aure; todos teníamos algún motivo para envenenarlo y vengarnos, de alguna manera, de sus acusaciones.

Ese mañana la vimos llorar mientras recorría las calles llamándolo. Se detenía cada tanto y gritaba.

-Aure, ¿dónde estás, Aure?

Lloraba también cuando nos dijo que intuyó algo malo cuando su Aure no entró en la cocina como todos los días a comer el filete de merluza.

-Desayunamos siempre juntos -dijo mientras se secaba las lágrimas.

***

Fue casa por casa contando que su gato no aparecía y preguntaba si lo habíamos visto; se metía en los jardines, se agachaba para mirar bajo las plantas o alzaba la cabeza para ver si lo veía en la copa de los árboles. Dio varias vueltas a la manzana. En cada ronda se le caían las lágrimas, pero nunca la vimos rendida. Aunque estaba sola en la búsqueda porque ningún vecino la acompañó, Matilde no perdía la esperanza de encontrar a su Aure. Pidió entrar en las casas porque se le ocurrió que su gato tal vez estuviera subido a una parrilla sucia lamiendo los restos de algún asado.

Lo encontró ella misma unas horas después en el baldío de la otra cuadra.

Esa tarde, después de enterrarlo en el jardín, empezó a decir que ella también se moriría pronto, que la muerte de su gato Aure era una señal que le indicaba que Aurelio, su marido, la llamaba desde el cielo. A los pocos días se le pasó esa locura y nos acusó a nosotros de haberle envenenado al gato.

El martes de la semana siguiente desaparecieron dos gatas de una misma casa, la última de la cortada. Dos o tres vecinos ayudaron a la familia en la búsqueda. Caminaron unas pocas cuadras, pero enseguida dijeron que esas gatas siempre se escapaban, que ya volverían.

Tres días después, apareció muerto el gato de don Isidro. El pobre no tenía ni nombre. Gato lo llamaba don Isidro, le daba un poco de leche y le tiraba las puntas de los fiambres como únicos cuidados. Lo tenía para que se comiera las ratas que circulaban por el depósito y el almacén. Don Isidro y Matilde siempre se llevaron mal, y sus gatos también. Las pocas veces que Aure se escapaba a la calle, volvía machucado por las peleas con Gato, el lomo mordido, los ojos heridos, rengo. Por eso cuando Gato apareció muerto, todos sospechamos de Matilde.

Pero pronto se supo que ni don Isidro ni Matilde tenían nada que ver en este asunto de la muerte de sus gatos. Y aunque nadie pudiera decir de dónde, estaba claro que la muerte venía de otro lado porque en menos de un mes todos conocíamos algún vecino a quien se le había muerto un gato. Fue entonces que cambiamos algunas costumbres. Nadie permitía a su gato salir ni siquiera al jardín. Los más miedosos los llevaron a casa de familiares que vivían en otros barrios para esconderlos.

Una semana después, aparecieron siete gatos muertos en el baldío que estaba justo frente al almacén de don Isidro. Era un terreno angosto pero largo. No los habían arrojado de cualquier manera. Los gatos formaban un círculo perfecto. Matilde lloraba en silencio. Don Isidro, que había cerrado el almacén para cruzarse al baldío, miraba los cadáveres sosteniéndose la cabeza entre las manos. Alguien sugirió en ese momento hacer una denuncia policial.

-¿Por unos pocos gatos muertos? -preguntó don Isidro-. Hay gente que se divierte así. Es gente rara, quién sabe qué tienen en la cabeza, pero nada más que eso.

-A la policía no -dijo Matilde entre sollozos-. Hagamos la denuncia en la Sociedad Protectora de Animales.

Mientras tanto, algunos vecinos trajeron sus palas, cavamos un pozo en círculo entre todos y enterramos a los gatos tal cual los habían dejado en el terreno.

-Fue un entierro circular -dijo Matilde mientras nos alejábamos, y propuso que hiciéramos siete cruces de madera y las claváramos en círculo alrededor de la parcela de los gatos.

-¿Y para qué? -le preguntó don Isidro.

-Para protegerlos -le contestó ella.

-¿Protegerlos de qué? -preguntó don Isidro-, si ya están muertos.

A la mañana siguiente, temprano, fue él quien descubrió las cruces. Estaban hechas con unas ramas débiles de tilo y atadas así nomás con un alambre grueso. Don Isidro insistía en que la había visto a Matilde cruzar la calle antes de las cinco de la mañana. Dijo que él, a esa hora, cuando oía que llegaba el camión de los lácteos, se levantaba para controlar por la mirilla el pedido de tres cajones de leche que le dejaban en la vereda. Aseguraba que esa madrugada cuando el camión de la leche arrancó, él vio a Matilde cruzar rápido la calle en dirección al terreno. No recordaba si Matilde llevaba cruces, aunque apenas unos minutos después le pareció que sí, que las tenía.

-Ustedes están locos -nos dijo ella cuando la acusamos-. ¿A quién se le ocurre pensar –preguntó- que yo puedo hacer esas cruces y enterrarlas a la madrugada?

Las cruces desaparecieron ese mismo día, a la hora de la siesta. Nadie vio quién las sacó y ya no sabíamos de quién sospechar.

-Fui yo -reconoció más tarde don Isidro cuando fuimos al almacén.

Nos sorprendió, pero no tanto porque él no quería que se corriera la voz que los cadáveres estaban enterrados en el baldío, y seguía con la idea de no hacer la denuncia policial.

-Es que no confío en la policía -confesó.

-¿Por qué? -preguntó uno.

-¿Cómo por qué? ¿Y los aullidos que se oyen desde hace un tiempo, de dónde vienen?

-¿De dónde? -le preguntó otro.

-De la parte de atrás de la comisaría.

Nos dejó con la boca abierta.

-¿Y por qué la policía iba a llevarse los gatos -preguntó uno-, para qué los quieren?

-¿Pero no se dan cuenta de nada ustedes?

Don Isidro apoyó los dos brazos en el mostrador y descargó todo el peso de su cuerpo adelantándolo hacia los que estábamos del otro lado.

-Nos están matando los gatos del barrio, quieren hacerlos desaparecer a todos, vivos y muertos, ¿y nosotros vamos a poner cruces? ¿Para qué? ¿Para que vengan también por nosotros?

Después entró un cliente y don Isidro cambió rápido de tema. Algunos creímos reconocer a ese tipo, nos pareció que era uno que vivía cerca de la estación, a unas doce cuadras de allí. El tipo pidió una cerveza fría. Don Isidro comentó algo del tiempo, de cómo había subido la temperatura.

-Anuncian lluvia para esta noche -le contestó el tipo mientras nos miraba a nosotros, parecía no entender por qué estábamos reunidos ahí.

-Son vecinos -dijo don Isidro. Nos gusta hablar de fútbol, comentamos los partidos, las jugadas.

El tipo pagó la cerveza y se fue.

-Es así como yo se los digo -siguió don Isidro otra vez en voz baja, marcando algunas palabras con golpecitos en el mostrador-. Mientras nuestros gatos sigan desapareciendo vamos a tener que ser todos muy cuidadosos.

Los que habían mandado sus gatos a casa de algún pariente, pronto tuvieron noticias. Malas noticias: los gatos habían empezado a desaparecer también en otros barrios.

Matilde nos contó que ella tenía una amiga, Mery, que vivía en una casa de más de cien años en José Mármol. La casa tenía muchos cuartos en los que Mery tenía cincuenta gatos, o más. Matilde nos propuso llevar los gatos que quedaban vivos a la casa de Mery para que ella los cuidara.

-Además -dijo Matilde-, esa casa tiene un ángel que los protege -y miró hacia el cielo, seguramente en recuerdo de su Aure, a quien ella imaginaba en el paraíso sentado a los pies de Aurelio.

-No estaría mal -le contestó don Isidro, que por primera vez le daba la razón en algo-. A lo mejor –agregó-, logramos salvarlos.

Nos organizamos rápido. Don Isidro ofreció llevar los gatos en la caja de su camioneta. Teníamos que ser cuidadosos para no levantar la lombriz, tardamos dos días en avisar a todos. La cosa funcionó. Al tercer día teníamos todo listo. No sólo juntamos los gatos de nuestro barrio, sino que a eso de las cuatro y media de la madrugada llegaron vecinos que vivían del otro lado de las vías. Cada uno trajo a su gato. Estaba previsto trasladar unos quince animales y finalmente se sumaron más de cuarenta. También juntamos unos cuantos pesos para que Mery comprara comida para alimentarlos. Creo que todos recordamos a una nena de pecas y moños rojos. Abrazaba a su gata y le hablaba al oído. La gata se le prendió cuando intentamos entrarla en la camioneta; le clavó las uñas en la ropa; nos costó separarlas. Antes de que cerráramos la puerta de la caja, la nena se sacó uno de los moños y se lo arrojó a su gata.

Don Isidro quería ir solo, pero Matilde se opuso. Ella había pensado viajar atrás con los gatos, pero finalmente se subió a la cabina. Don Isidro esperó con las luces apagadas a que pasara el camión de los lácteos, le dio arranque a la camioneta, y siguió así, pegado al camión hasta desembocar en la avenida.

Matilde y don Isidro volvieron antes de las ocho. A él se le había puesto en la cabeza que el tipo de la cerveza nos estaba espiando y que iba a volver. Así que no bien llegaron, él manguereó la caja de la camioneta mientras Matilde echaba lavandina.

Versiones sobre lo que estaba pasando hubo varias. Que los gatos morían envenenados. Que un gas que llegaba de Brasil atacaba les atacaba el sistema respiratorio. Que una secta los perseguía, convencida de que Satanás había engendrado en ellos.

Nosotros no volvimos a hablar del tema hasta un mes después, cuando Matilde trajo la noticia que dieron por una radio de Uruguay. Ella escuchaba un programa en el que enseñaban a meditar. También explicaban cuáles eran los puntos energéticos del cuerpo. Durante ese mes Matilde había empezado a darnos lecciones de energía cuando nos encontraba en el almacén. Decía que todos teníamos la energía trabada, que si trabajábamos esos puntos, la energía empezaba a circular a nivel corporal primero y se destrababa después en lo que ella llamaba el cuerpo social. Solía explicarle estas cuestiones a don Isidro, en los momentos en que no había clientes. Las cosas entre ellos habían mejorado bastante, ya casi no discutían y aunque él nunca aceptó acompañarla a ese Centro Hastinapura, lo cierto es que la escuchaba bastante atento mientras acomodaba los paquetes de yerba y algunos frascos de café en los estantes del medio.

Ninguno de nosotros le creyó a Matilde cuando nos contó.

-Tiraron abajo la casa de Mery -dijo Matilde-, lo escuché por la radio.

Don Isidro fue a buscar el diario que todavía no había alcanzado a hojear. Cuando encontró la noticia, me lo pasó para que la leyera en voz alta. Era un recorte chico.

La casa de los gatos, ubicada a unos treinta kilómetros de la Capital Federal, acaba de desaparecer. Una topadora terminó con la vivienda por orden de un decreto gubernamental, arrasando una construcción de principios de siglo. Se cree que los doscientos gatos que vivían en ella quedaron atrapados en el derrumbe y estarían muertos entre los escombros.

Nada se decía de Mery.

Por primera vez desde que habían empezado a desaparecer los gatos, la Sociedad Protectora de Animales decidió esclarecer los hechos. Fue un mensaje que dio su presidente y se trasmitió también por radio. Lo grabaron en la sede de la Sociedad y no dejaron entrar a ningún periodista. Nosotros nos juntamos todos en el almacén y lo escuchamos por radio. El presidente de la Sociedad Protectora dio un mensaje breve en el que no hacía referencia a las causas de la destrucción. Dio, sí, unos cuantos datos estadísticos de cuánto daño habían causado los felinos a lo largo de la historia y terminó haciendo una referencia histórica. ¿Saben ustedes -nos preguntaba el presidente por radio- cuál fue el primer robo tecnológico de la historia? Siglo VII a de C. Los persas tenían unas cosechas con un rendimiento bajísimo. Aumentaban la inversión, el tiempo y el esfuerzo y no conseguían aumentar sus ganancias. Veían cómo los egipcios los superaban cada año. Los persas llamaron a un consejo de agricultores y decidieron mandar espías a las cosechas egipcias. Los espías regresaron en menos de un mes. El concejo se reunió en asamblea para escuchar los resultados del espionaje.

-¿De qué habla este tipo? -se indignó Matilde.

La alta producción agrícola de los egipcios, siguió el presidente, obedecía a la incorporación de gatos con el fin de que las ratas no destruyeran las plantaciones. Los persas tardaron menos de quince días en organizar uno de los robos más importantes de la historia. Dejaron a Egipto sin gatos y el país sucumbió así a una depresión económica de la que tardaron más de veinte años en salir.

Don Isidro apagó la radio.

-¿Y qué carajo tiene que ver la historia de los persas y los egipcios con lo que está pasando ahora en este país?

Antes de irnos, oímos unos ruidos que venían desde el depósito.

-Son las ratas -dijo don Isidro. Ya están en todos lados.

—Qué asco, por Dios —dijo Matilde persignándose.

-Vamos a tener que acostumbrarnos -agregó don Isidro.

-Son una plaga -dijo otro, resignado.

-Tenemos que hacer algo -nos apuró Matilde.

Don Isidro bajó la cabeza; nosotros miramos para otro lado.

-¿Qué -insistió ella-, vamos a dejar que nos maten?