En la madrugada del 2 de marzo del año 2016, dos sicarios armados entraban por la fuerza a la casa de la militante ambientalista Berta Cáceres y la asesinaban, disparándole. Allá, en el mismo lugar en que había nacido: La Esperanza, departamento de Intibucá, en Honduras. Allí quedaría huérfano para siempre su río Gualcarque, al que tanto había defendido para sus hermanos los Lencas. Este asesinato fue el corolario de una seria de persecuciones judiciales, amenazas y otros atentados que habían fallado hasta ese amanecer de desgracia, “pero yo la historia la supe años después. Yo ya estaba haciendo la serie Mujeres en lucha, y siempre preguntaba ¿si fueras historia quien te gustaría ser? y una compañera me dijo que le gustaría ser Berta Cáceres. Yo nunca había escuchado de ella, así que me contó su historia y después investigué y supe que ella tenía que ser parte de mi obra”.
Gabriela Strucchi es artista plástica, su forma de expresión es el collage “cortado a mano, pedacito por pedacito. Es la forma de rearmar lo que se rompe, de reagruparse”. Gabriela esquiva la violencia, pero sabe que el arte anida, entonces “yo rompo para rearmar. A veces solo queda juntar los pedazos. Bueno, ese es mi punto de partida.” Lo mismo le pasó con la brasilera Marielle Franco, concejala de Río de Janeiro, del partido socialista y libertad, a quien en una noche de sombras infaustas, dos policías cosieron a balazos por encargo de la brutal ultraderecha bolsonarista. “De esa tragedia me enteré el mismo día y fue tan arrasadoramente violenta que me conmovió y necesité retratarla. Todavía hoy recuerdo la sensación de aquel asombro impávido”.
La casa de Gabriela Strucchi parece ajena a esas crueldades y más bien acompaña el vaivén de la muy tranquila Florida Oeste. En su casa todo se convierte en arte. Las cientos de macetas que cubren hasta las paredes, la colección de pavas que en el patio no esperan a cebarle un mate a nadie, el estante en que aguardan en respetuoso orden de aparición los porrones de ginebra Bols, las botellas comunes y viejas y los sifones nostálgicos. Ella mira a Juana, su perra y se ríe: “¡es tan pesada de cariñosa!”. Pero en la puerta de su taller hay un corazón tallado.
La serie mujeres en lucha lleva más de cuarenta piezas, más de cuarenta mujeres, muchas de ellas desconocidas, porque la inquieta “la cantidad de mujeres grosísimas que hicieron la historia y no se las conoce y cuando me entero no puedo evitar investigar, buscar, enamorarme”. Y claro que también forman parte de su obra Simone de Bouvaire, Juana Azurduy, Macacha Güemes, Manuela Pedraza, Cocó Chanel, que le quitó el corsette a los vestidos y “las hermanas Mirabal. Esa obra está en proceso. No sabía a cuál retratar y una amiga me dijo que debería plasmar a la cuarta hermana, que es la que contó la historia. ¿Ves? Yo no sabía que había una cuarta hermana, así que ahora estoy investigando. Para poder hacer, primero tengo que estudiar, leer, saber, apasionarme”.
Viendo de cerca su obra no es difícil imaginarla doblada sobre el marco enorme cortando a mano minúsculos pedacitos de papel, eligiendo los tonos “que no son solo los colores”. Y teniendo en cuenta que el tratamiento de las mujeres maltratadas por parte del poder político es un desastre “si tengo que retratar una mujer golpeada, el negro de las pupilas las hago con un pedazo de una foto del traje de un político. Esas cosas las sé sólo yo” y eso la desnuda como una traficante clandestina del mensaje secreto como revancha.
“Mi punto de partida es la historia y ahí se complica, porque dependés de quien te la cuente, entonces es doble trabajo.” Por eso se explican los títulos de los libros de su biblioteca: Mujeres tenían que ser, y Mujeres insolentes de la historia, de Felipe Pigna, El arte en tetas, de Cristina Civale, Guerrilleras, de Monique Witting, Ficciones patrias, de Juana Manuela Gorriti, más un largo etcétera donde claro, está Sandra Russo. Y un pequeño y antiquísimo manual práctico de hidrocultivo, que traduce el éxito de sus macetas.
“A la mayoría de las mujeres que hicieron y hacen historia se las desconoce, las ignoramos o caemos en las estupideces que nos proponen. Por ejemplo, me pasó con las mujeres kurdas, vi una noticia que decía ´muere la Angelina Jolie kurda´ y dije ¿qué onda con esto? y veo que era representante de la lucha de las mujeres kurdas, Asia Ramasan Antar, una combatiente de veintidós años que andaba con un fusil al hombro por su causa y que muere en combate. Claro que me molestó. Y también me molestó no saber nada de las mujeres kurdas y del Kurdistán”. Entonces Gabriela Strucchi, a los cincuenta y cinco años de su edad se desespera por lo que resta aprender. Y aprehender. Se desespera tanto como cuando le preguntan cuanto tiempo le lleva hacer un cuadro.
Los estantes del taller, que queda al fondo de la casa, están atestados de revistas, diarios, afiches, papeles. Materia prima de su obra. De eso echará mano una vez enamorada de una historia de alguna mujer conocida o desconocida, y lo convertirá en una obra de arte:
“En las muestras pasa que muchas veces la gente se encuentra con mujeres que no conocen y preguntan. Eso me gusta. Me gusta disparar para que se sepan historias silenciadas. Yo se las muestro desde lo que se hacer: juntar los pedazos”.