Todo comienza con una muerte. Un deceso precoz y, por esa razón, trágico. La mujer yace en el lecho y la cercanía del final trae un recuerdo de infancia. Un bosque añejo y un caballero medieval montado en su caballo; la postura regia, la espada afilada y la mirada gentil. Al lado de la falleciente, el esposo comienza a despedirse de a poco y en silencio. Luego llegará el momento de cerrar permanentemente los párpados, cavar el foso y enterrar el cuerpo. Son tiempos de destrucción y construcción, los dolores de parto del nacimiento de una nación. La Guerra Civil que enfrentó en dos bandos a los Estados Unidos de América está aún fresca en la memoria y el exsoldado de dos continentes Holger Olsen, un inmigrante danés instalado desde hace años en su nueva patria, debe recomenzar su vida como viudo y padre de un niño pequeño.
Las primeras escenas de Hasta el fin del mundo, título local de The Dead Don’t Hurt, el segundo largometraje como realizador de Viggo Mortensen, enmarcan el relato en el inconfundible cosmos del western, aunque los pliegues de la trama, escrita por el actor, despliega elementos dramáticos intimistas sin dejar de lado las muescas de la violencia inherente al género. La estrella de films como El señor de los anillos, Green Book, Jauja y Una historia violenta viene desarrollando una carrera paralela como creador de proyectos personales: los teatrales, los musicales, los literarios y los cinematográficos.
Políglota y cosmopolita, el actor más argentino (perdón, Anya Taylor-Joy) y más danés de Hollywood ofrece en Hasta el fin del mundo -que tendrá su estreno local el próximo jueves 9 y, a partir de ahora, deberá competir en la memoria con el film homónimo de Wim Wenders- una relectura de varios ejes y códigos del gran género cinematográfico estadounidense. Una historia de ausencias y perseverancias, guerras y domesticidades, machismos y resiliencias protagonizada por el propio Mortensen y la actriz luxemburguesa Vicky Krieps.
“A los muertos no les duele”, dirá Olsen en cierto momento, enseñanza de vida áspera pero certera. A los vivos sí les duele la ausencia, marca del inicio del duelo. Es durante el entierro improvisado de Vivienne Le Coudy -una inmigrante que llegó a hacerse la América junto a sus padres, la mujer que se transformó en su esposa y a quien Olsen abandonó durante varios años para hacer la guerra- cuando el alcalde del pueblo llega con la noticia de la detención e inminente enjuiciamiento de un joven. Un inocente que habrá de cargar las culpas del verdadero culpable, el hijo del mandamás del lugar, terrateniente y comerciante, origen de corrupciones varias. Con esos lineamientos básicos comienza Hasta el fin del mundo, una película que comenzó a tomar forma a partir del imaginario recuerdo de una niñez. “La primera imagen fue la de una niña en un bosque, rodeada de arces y robles, y la aparición de un personaje que relaciono con la infancia de mi madre. Ese paisaje, la imaginación. El costado terco, curioso y travieso de mi madre”. La placa antes de los títulos de cierre, sobre la imagen de un hombre y un niño a caballo observando juntos el mar, lo certifican: “Dedicada a Grace Gamble Atkinson”.
En perfecto porteño y desde su hogar en España (donde pasa una parte del año, cuando no está en rodaje en algún otro lugar del mundo) Viggo Mortensen detalla a Radar el origen del proyecto y establece de entrada un vínculo cercano con el western, género que le parece “un desafío, porque no se hacen muchos hoy en día. Se suele decir que el western está muerto, pero el cine no deja de ser un negocio, y si alguien llegara a hacer una película del Lejano Oeste a la que le fuera bien en la taquilla seguramente se harían muchas más. Es un género muy amplio, que ofrece la posibilidad de contar historias muy diferentes. Empecé a ir al cine y a ver películas en televisión al mismo tiempo que comencé a andar a caballo. A los cuatro años vivía en Argentina y, como le ocurrió a todos los niños y también las niñas de mi generación, era normal estar expuestos a los westerns. Había muchas series del Oeste además, algunas buenas y otras muy malas, pero es lo que había en la tele. Los fines de semana solían pasar en continuado un par de westerns, que veíamos en blanco y negro a pesar de ser originalmente en colores. Viejas películas hechas en los Estados Unidos, aunque cada tanto se colaba algún espagueti western, como los de Sergio Leone o Corbucci. Los autores italianos, otro estilo. Me crie con todo eso e incluso cada tanto, a comienzos o mediados de los 60, se podía ir al cine y ver una película del Oeste nueva. Era el final de la época dorada del western”.
MÁS CORAZÓN QUE ODIO
Mortensen hace un paréntesis y recuerda que, como montaba a caballo y le gustaba el ámbito rural, también le interesaban los westerns desde ese ángulo real. “Miraba a los vaqueros y a los indios en esas películas y me daba cuenta enseguida, sin pensarlo demasiado, que había actores que no sabían andar a caballo. Es más, no sabían ni cómo acercarse al animal. Eso como pibe, porque después de irme de Argentina a los once años no volví a subirme a un caballo por muchos años. Hasta que hice una película en el 89, creo que fue. Habían pasado décadas. Ahí fue que me preguntaron si sabía montar. Y los actores siempre dicen que sí, aunque en general mienten. Así se meten en problemas y después alguien más tiene que enseñarles. Yo dije que sí, me pusieron sobre un caballo y pude montar sin problemas. Por suerte me acordaba. Como actor he hecho unos tres o cuatro westerns, y así llegamos a Hasta el fin del mundo. Esa imagen de la niña y el caballero me llevó a pensar en la época en que podía transcurrir la historia. Pensé en el siglo XIX, en la frontera, en el Lejano Oeste norteamericano. Similar a como era la frontera argentina en ese momento. Un lugar sin leyes, una región dominada por pocos hombres poderosos, corruptos y violentos. Obviamente, todo llevaba al western. Me entusiasmé porque me gustan los caballos, el género y el momento histórico. Investigué mucho, leí un montón sobre el período, analicé fotografías. Esa parte de la investigación fue muy atractiva. Por suerte encontramos locaciones ideales para la historia, lugares que además eran correctos en cuanto a la flora y otros aspectos topográficos. En algunos casos, lugares donde nunca se había filmado nada antes; eso para mí fue un plus. He visto cientos de westerns y puedo reconocer los sitios de rodaje. Por ejemplo, en los años 40 se filmaba en tal región, en los 50 en aquella otra, y uno puede ir reconociendo las sierras, las montañas. O las películas italianas filmadas en el sur de España en los 60 y 70. O los westerns que se hicieron durante las dos últimas décadas, casi siempre es Arizona o Nuevo México. En el estado mexicano de Durango, donde filmamos gran parte de la película, se rodaron varios títulos en los 60 y comienzos de los 70, sobre todo algunos con John Wayne. Es muy diverso, hay bosques, cataratas, desiertos. Para nuestro presupuesto haber estado en un lugar con todo eso a mano fue muy bueno. Filmamos un poco en Canadá también. Al ver la película se puede tener la impresión de que el rodaje duró cincuenta días o más, pero fueron realmente treinta y dos. Fuimos muy ágiles y eficaces”.
La mujer intenta comer mientras escucha con hastío el monólogo de un hombre de buen pasar, y el recuerdo se instala con fuerza, quizás como una forma de bloquear esas palabras necias. El inglés le cede el paso al francés y la pequeña Vivienne escucha la conversación de sus progenitores: el padre, colono en tierras lejanas, ha decidido marchar por la mañana para ayudar en la lucha contra los ingleses. La voz del hombre durante la cena la regresa a la realidad del presente; es entonces cuando se cuela el concepto del Destino Manifiesto, la doctrina que convertía en designio filosófico el “go west, young man” de entrecasa. Será el azar (o el destino, qué más da) lo que propiciará el encuentro de Vivienne con Olsen, el comienzo de una relación entre dos seres independientes y rebeldes, pero al mismo tiempo pragmáticos. La historia de un hombre y una mujer en tiempos convulsionados. La mudanza, la transformación de un paraje salvaje en algo parecido a un hogar, la profundización de un vínculo basado en el amor y el respeto, pero también en la idea de que juntos la vida puede ser un poco menos dura. En el horizonte se encuentra la guerra y la separación, la violencia colectiva y también la privada, esta última bajo la figura del abuso del poder físico y social. Hasta el fin del mundo abandona entonces a quien parecía el gran protagonista para acompañar muy de cerca al personaje femenino, usualmente secundario en el western. Tan secundario como los inmigrantes.
“En el western clásico el inmigrante no suele ser el protagonista, y que los dos personajes centrales no tengan al inglés como primer idioma es un poco inusual también”, afirma el realizador antes de sumar otra idea que se hace carne en la película. “No sólo en los westerns sino en cualquier película, cuando un hombre se va a la guerra, la historia suele irse con él. Los que quedan atrás -las mujeres, las familias- se quedan realmente atrás. Tal vez aparece alguna escena en la cual vemos qué están haciendo mientras el protagonista lucha en el frente, pero lo que más importa es el tipo que se fue a la guerra. Quería explorar otras cosas, qué pasa con las niñas y las mujeres cuando sus padres, esposos o hijos se van a pelear. ¿Qué hacen? En esa época, como en cualquier país del mundo, deben haber existido muchas Viviennes. ¿Cómo sobrevivían, qué sentían? Era algo que quería explorar. He estado de gira por todo el mundo con esta película durante más de un año, pero el lugar más interesante en cuanto a las charlas con el público y los periodistas fue Ucrania. Cuando me invitaron lo primero que pensé era si realmente se podía viajar. Fue un poco tortuoso: varios aviones, en auto ocho horas, toques de queda. Fue en un festival de cine en el verano de acá, en junio de 2024, y al presentar la película el público estaba integrado en gran parte por mujeres y niños. Lógico, ya que los hombres estaban peleando. Varias mujeres me dijeron, sin vueltas, “Yo soy Vivienne. Somos muchas las que estamos pasando por eso”. Y también muchos Vincent, niños que son criados de momento o para siempre por hombres que no son sus padres biológicos. Tíos, abuelos, nuevos novios. Se emocionaron mucho con este costado de la historia. A fin de cuentas, Hasta el fin del mundo es también una película sobre la guerra y la ausencia que esta provoca. La destrucción física y el daño psicológico”.
EL GRAN SILENCIO
El guion de The Dead Don’t Hurt, cuya traducción alternativa podría ser “Los muertos no lastiman”, entrelaza varias temporalidades y, a su vez, puede dividirse en tres actos bien definidos: el pasado de Olsen y Vivienne y el comienzo de su vida en compañía mutua; la separación durante los tiempos beligerantes; el regreso del frente y las repercusiones de todo aquellos que ocurrió durante los años de división. Entrelazado, el relato de un joven pendenciero, violento y poderoso que marca a fuego con su accionar la vida de otras personas, comenzando desde luego por Vivianne, esa mujer que se ve obligada a aprender a sobrevivir sin ayuda de nadie, ocultando las cicatrices físicas y emocionales con un inesperado conviviente: su propio hijo, el pequeño Vincent. La puesta en escena de Hasta el fin del mundo es transparente, clásica incluso, y para Mortensen “eso fue algo que decidí desde el vamos. Recuerdo hablar con el director de fotografía, Marcel Zyskind, y decirle que no íbamos a usar grúas ni nada por el estilo. Yo quería hacer una película que se pareciera a esos westerns clásicos que vi durante mi infancia y adolescencia y que me siguen gustando ahora. Lo mejor del género. Una fotografía simple y elegante. Y cuando digo simple no quiere decir que sea fácil; creo que, por el contrario, es lo más difícil. Quería que se vieran los paisajes, los interiores, qué hacen los personajes ahí y cómo interactúan. Teníamos que ser muy cuidadosos con los planos cortos, los movimientos de cámara. Quería que, como me pasaba a mí de pibe, uno quisiera estar ahí. Que se pueda imaginar fácilmente cómo era ese momento histórico, ese lugar, esas personas. Cómo era vivir en aquel entonces. Y eso se logra a través de la fotografía, el vestuario, el diseño de arte, la forma de hablar, los acentos. Quería hacer un western clásico, tradicional incluso. Ya era bastante diferente tener a una protagonista mujer y una estructura no lineal. Eso ya es un desafío para el espectador, no hacía falta potenciar nada con la música, la mezcla de sonido o la fotografía. ¿Para qué reinventar algo que ya funciona bien?”.
La cinefilia mete la cola y surge el nombre de Budd Boetticher, el realizador estadounidense que dirigió una serie de westerns en los años 50 y 60 que se enmarcan precisamente en esa descripción: directos, clásicos y profundos precisamente por su transparencia narrativa. “En general la gente piensa que son películas clase B, pero si bien es cierto que eran proyectos de bajo presupuesto, la forma de rodar, la fotografía, los personajes, todo es eficaz. Sobre todo, las películas que Boetticher hizo con Randolph Scott, unas seis o siete en total. Ese fue un ejemplo a seguir. También las películas de Howard Hawks, las de Anthony Mann. Algunas de John Ford también, aunque a veces cuando uno ve a Ford piensa mucho en cómo se usa la cámara. Para esta historia prefería algo más simple. Y Boetticher es el mejor ejemplo de cómo usar el presupuesto que uno tiene de la manera más eficaz y elegante”.
¿Estuvo siempre en tu cabeza Vicky Krieps para interpretar a Vivienne?
-La verdad es que escribí el guion sin pensar en nadie en particular, pero cuando la historia estuvo más o menos terminada pensé en ella de inmediato porque cuando la vi por primera vez en la pantalla en El hilo fantasma, la película de Paul Thomas Anderson, me sorprendió fuertemente. No sólo su actuación, sino su presencia en pantalla, algo muy especial. Me recordó a las primeras veces que vi actuar a Meryl Streep, hace muchos años. Desprendía algo similar, una fuerza interior. Incluso durante los silencios, cuando no pronuncia ninguna palabra. Mucha transmisión de emociones. Eso es único y muy especial. En fin, pensé que sería genial si lo hiciera ella, pero lo normal es que no consigas a tal o cual actriz porque no está disponible o tal vez no le gusta la historia o no podés pagarle tanto como quisieras. Hay miles de razones. Por eso tenés que hacerte una listita de varias actrices. Por suerte le gustó el guion, también la idea de hacer un western, y estaba disponible. Además sabía francés, aunque tuvimos que trabajar un poco el acento para que pareciera de Francia; es un poco como la diferencia entre nuestro castellano y el de los españoles. Ya con ella en el proyecto y sabiendo que podíamos rodearnos de buenos actores para el resto de los papeles, un buen equipo técnico y la intención de contar bien la historia, con Vicky podíamos hacer un western con una mujer independiente y fuerte en el centro.
Los directores que dirigieron a Viggo Mortensen
La enseñanza de los maestros
La lista de cineastas que han dirigido al estadounidense Viggo Mortensen a lo largo de las décadas desde su debut de 1985 en Testigo en peligro, el gran largometraje del australiano Peter Weir, es extensa, diversa, rica y, para otros colegas de profesión, envidiable. Un repaso difícilmente exhaustivo no puede excluir a Jane Campion, Peter Jackson, David Cronenberg, Brian De Palma, Tony Scott y su hermano Ridley, Gus Van Sant, Peter Farrelly y los argentinos Lisandro Alonso y Ana Piterbarg. Para hacer buen cine, según Mortensen “no hay que pensar necesariamente en el estilo o en el tipo de historia. He trabajado con directores y directoras de distintas partes del mundo, que entienden el cine de manera muy diferente y se expresan de formas diversas. Pero los mejores tienen algo en común: una preparación minuciosa y una comunicación muy fluida con el equipo técnico y los actores. Puedo hablar de Cronenberg, de Alonso, de Howard, de Pitterbarg, de Campion, cineastas muy diferentes, pero eso es algo que todos comparten. A algunos les gusta ensayar, a otros nada, pero las líneas de comunicación están abiertas. No son personas inseguras que ven como una amenaza que alguien venga con una sugerencia, una idea o una pregunta, ya sea un actor o alguien del equipo técnico. Por el contrario, lo ven como una ventaja. Son siempre conscientes, además, de que cuentan con una única oportunidad para contar esa historia específica. Tienen delante suyo un equipo de seres humanos y saben que una buena idea puede venir en cualquier momento de cualquier persona. Tienen eso muy claro y saben que van a poder hacer una mejor película y lo van a pasar mejor porque la gente siente que no es un trabajo más. Que es un proyecto en el que podés participar más allá de lo que aportás específicamente en el rodaje. Eso lo pude entender con el correr de los años. Siempre quise dirigir películas, desde hace mucho tiempo, pero el hecho de tener que esperar hasta los 60 para poder hacer la primera y los 64 para la segunda hizo que haya podido aprovechar esas experiencias como actor. Toda esa gente me enseñó mucho y, tal vez, si hubiera podido dirigir hace treinta años, a lo mejor no hubiese sido tan consciente de qué cosas son las más importantes.