Willi Carlisle dice que su sueño es poder tomarse una cerveza con el 99% de su público. El 1% restante, explicó en una entrevista, le da un poco de miedo. Carlisle, de 35 años y nativo de Kansas, es uno de los mejores cantautores de folk, country y ese género all inclusive que se llama americana y que, en los últimos años, no ha dejado de crecer ni en lo comercial ni a nivel indie. Por el lado comercial los ejemplos son enormes, incluso sin tener en cuenta Cowboy Carter de Beyoncé: Kacey Musgraves estuvo de gira con Harry Styles y Zack Bryan le dio su primer ingreso a ¡Bruce Springsteen! en los charts country con “Sandpaper”. Del lado indie, hay promesas tan distintas como Agalisiga, un cantautor de la nación cherokee que canta en su idioma; Tiera Kennedy, que mezcla country y r&b; y Gus Clark, cantante callejero que recorrió el país a dedo. El hecho de que Carlisle se destaque entre esa diversidad talentosa ya es una victoria y pone la vara alta. A él, sin embargo, lo que le preocupa de su escena, la más tradicional, es la eventual cooptación por el conservadurismo rancio. El folk siempre ha sido en Estados Unidos música de protesta o de ideas progresistas, desde Woody Guthrie hasta Joan Baez, pero cuando se abre a los otros géneros, especialmente country y bluegrass, la cosa cambia.
En una entrevista con Stereogum, Willi dijo: “Me preocupa que lo tradicional se enganche con el nacionalismo americano blanco. A menos que seamos cuidadosos, es fácil caer en la derecha identitaria”. Carlisle desconfía de quienes lo elogian porque toca el violín, el banjo, la mandolina, la armónica, el acordeón, o porque gusta de un género anacrónico como la narración sobre una base musical o el silencio, la tradición oral actualizada en el contenido, pero no en la forma de cuenta-cuentos. Quizá esté en alerta porque acaba de sacar su disco más tradicional, The Magnolia Sessions: todo el dinero recaudado irá para las víctimas del Huracán Helene, que asoló los Apalaches mientras se grababan estas canciones. Es un proyecto que presenta a artistas de bluegrass, dark country y folk grabados en vivo en Nashville, en el patio del estudio Black Matter. Hay clásicos como “Rye Whiskey” o “A Horse Name Bill” pero la atención está en los covers: “Which Side Are You On?”, escrita en 1931 por la esposa de un minero sindicalizado durante la brutal huelga de Harlan County, Kentucky, y “She’ll Never Be Mine”, de Utah Phillips, un poeta y sindicalista anarquista, que murió en 2008.
The Magnolia Sessions es apenas el más reciente de Carlisle, lanzado en diciembre de 2024. Pero al menos desde 2022, con su álbum Peculiar, Missouri, Carlisle se desmarcó de los demás con una capacidad lírica en otro nivel, la facilidad para el retrato desolado de un país en crisis total, y su franqueza en cuanto a su sexualidad: es un cantante queer pero, a diferencia de compañeros de género como Orville Peck o Paisley Fields, no toma herramientas del glam o el camp. Parece un cowboy poeta. A los 18, cuando se fue de casa, se llevó libros de Steinbeck, Melville, Whitman y Sandburg porque quería ser poeta. Al mismo tiempo se bajaba discos viejos de Lead Belly y Blind Willie McTell, le gustaban porque eran letristas torrenciales. Él quería ser un poeta que cantaba. De ahí que lo apasione la narración oral. Se mudó a Arkansas, empezó a estudiar el género con los músicos locales y tocaba cada noche. Editó un disco solista, subió un video a YouTube en blanco y negro de su canción “Cheap Cocaine”, consiguió casi dos millones de visualizaciones, se fue de gira con Sierra Ferrel y entonces llegó Peculiar, Missouri.
Es un disco sensacional, escrito mientras empezaba su carrera de dramaturgo, que ahora está en segundo plano. En sus canciones está la paradoja de la vida: ninguna oscuridad está demasiado lejos de la pura luz, ningún dolor intenso impide llorar de risa. La diversidad y lo extraño son regla, pero eso no quiere decir que ser diferente sea fácil, porque la hipocresía también es lo que manda. Esa sensibilidad es obvia desde la primera canción, “Your Heart’s a Big Tent”: “Y si tuviera un centavo/ Por cada vez que me refugié de la tormenta/ solo y desnudo entre las sábanas/ Podría pagar todos mis préstamos, comprar mejor ropa, encontrar un trabajo que no me asuste/ Pero estoy tratando de no pensar antes de mi tercera taza de café”. Cuando ese disco salió, sin embargo, la prensa y los fans estaban un poco fijados en su identidad queer, que aparecía muy clara en canciones como “Life On The Fence”: “Él llama, seguro de que lo amo/ Solo le atiendo cuando estoy por caerme de borracho/ Hablamos de Memphis, de cuando vivíamos a la intemperie/ La fuerza en su voz me afloja las rodillas”. La canción del título, “Peculiar, Missouri”, es un poema con música. No es el único que recita como un viejo trovador, Simone Felice es otro brillante ejemplo. Pero Carlisle es más expresivo en su decir que el melancólico Felice. Un carisma diferente, menos literario, más diverso e histriónico, casi campechano.
A principios de 2024 llegó Critterland. “Quería hacer un disco menos pegado al género y donde se destacara, primero, la escritura. Es más americana, más country, pero mi deseo era que fuese como un libro. No solo escenas en diferentes páginas, sino capítulos, un arco. Tuve un mal año. Tuve una separación horrible. Traté de mudarme a una comuna y fracasé. Durante meses quise morirme, y terminé con todas estas canciones suicidas. Perdí amigos por drogas duras, como tanta gente. Quería escribir sobre ese capítulo y quizá cerrarlo”. Así en “Dry County Dust” el narrador vuelve a su casa de la infancia, donde lo espera una madre compasiva: él todavía tiene temblores producto de la adicción. En “The Arrangements”, una canción que transcurre en el funeral de su padre, canta: “Estabas muerto para mi antes de que murieras/ Así que hacer los trámites fue natural/ No había medicina para salvarlo de los cigarrillos, el trago y la sal/... Brindemos por el bastardo/ También es triste cuando los hombres malos mueren/ Soy idéntico a mi padre, y escupo en el espejo”. “When The Pills Wear Off” es devastadora: canta sobre los amigos muertos por sobredosis de heroína y sobre uno en particular, a quien amaba: “Yo sé que le advertía, le decía que tenía cuidado/ No creo que supiera que se trataba de fentanilo”. Sobre otro cuenta, en “Jaybird”: “Lo intentaste y lo intentaste, pero nunca pudiste mejorar/ Los policías se confundieron con tu carta suicida/ Demasiadas palabras grandilocuentes/ No es una sorpresa que nunca hayan encontrado tu cuerpo/ Yo lo encuentro por todo este pueblo”. Lejos de los documentales, de las historias sobre la epidemia de opiáceos y los videos virales de adictos en las calles de Filadelfia, está la gente, y los enfermos, y el amor. Pocos lo cuentan como Carlisle, sin romanticismo y sin juicio. Se escucha la angustia de ese chico queer en el closet, aprendiendo el sexo con otros chicos enclosetados y adictos, en un pueblo lleno de jeringas y estacionamientos vacíos. Willi Carlisle no salió de ahí con enojo: salió lleno de dulzura y de historias para compartir.
Entre realismo, política, vaudeville y poesía romántica, Willi Carlisle encuentra otra manera de narrar esa parte de los Estados Unidos a la que llamamos “profunda”. La de las ciudades chicas y las autopistas, la diversa, la que habla en español y no puede pagar el médico, donde crecen los trumpistas y los desesperados.