La quimera 8 puntos
La chimera; Italia, 2023.
Dirección y guion: Alice Rohrwacher.
Fotografía: Hélène Louvart.
Intérpretes: Josh O'Connor, Carol Duarte, Isabella Rossellini, Alba Rohrwacher, Vincenzo Nemolato.
Duración: 133 minutos.
Estreno: en salas únicamente, a partir del jueves 2.
El rostro tímido, delicado de una mujer joven brilla fugazmente iluminado por un sol enceguecedor. “¿Te diste cuenta de que el sol nos sigue?”, dice ella. Con esa imagen está soñando Arthur cuando el revisor de un tren italiano lo despierta para pedirle “il biglietto”. Se diría que esa imagen, esa fantasía es la que persigue -silenciosamente, sin nombrarla- el protagonista de La quimera, la película más reciente de la estupenda cineasta italiana Alice Rohrwacher. La directora de Las maravillas (2014) y Lazzaro feliz (2018) posee la rara virtud de tener siempre los pies bien puestos sobre la tierra y, a la vez, de permitirse volar con un lirismo fuera de lo común. Y es lo que la Rohrwacher vuelve a hacer en esta extraña historia de amor en la que reverbera el eco del mito de Orfeo, el de un hombre dispuesto a descender al inframundo con tal de reencontrarse con la mujer que ama.
Corren los años '80. Como una suerte de D.H.Lawrence redivivo, el inglés Arthur (Josh O'Connor), de quien se dice que es arqueólogo, tiene una pasión por la cultura etrusca, por sus tesoros ocultos, que pueden ser apenas unas ánforas o un sonajero de bronce, que esperan unos pocos metros bajo tierra despertar de un sueño de más de dos mil años. “El único conocimiento de primera mano que tenemos de los etruscos es el que nos ofrecen las tumbas. Así que hemos de ir a las tumbas”, escribió Lawrence en su pequeño libro Tumbas etruscas. Y es lo que hace Arthur, dueño de un don muy especial: a la manera de un zahorí, es capaz de saber dónde exactamente hay un tesoro bajo sus pies. Y hacia allá irá, sin importar las consecuencias, aunque por ello puede terminar en la cárcel, como le ha pasado.
No descenderá solo a esos túneles y cuevas. Lo acompaña -lo empuja, se diría- un grupo de “tombaroli”, seis o siete ladrones de tumbas mucho más coloridos y bulliciosos de lo que se espera de una actividad clandestina. Esos desarrapados son descendientes de los etruscos, que reclaman lo que consideran suyo, una herencia milenaria que alguna vez los pueda sacar de la pobreza. Y allí con ellos va Arthur, enfundado casi siempre en un raído pero no por ello menos elegante traje crema de dos piezas, sucio por el polvo de los siglos.
Es notable cómo Rohrwacher hace vibrar esta historia tan original con los elementos más dispares y a su vez más consustanciados con las tradiciones del mejor cine italiano. Los “tombaroli” recuerdan en espíritu a los “soliti ignoti” que imaginó Mario Monicelli, esos desconocidos de siempre tratando de escapar de una miseria que nunca deja de morderles los talones. La generosa rubia extranjera que los fotografía ostenta un cariz felliniano, particularmente cuando acompaña unas procesiones que tienen mucho de melancólica feria circense. Y el trovador que canta las alegrías y pesares de esa gente, y las chaplinescas aceleraciones de ritmo de un par de tomas en las que Arthur recuerda –en su apasionamiento, en su inocencia- a Ninetto Davoli, evocan el cine de Pier Paolo Pasolini. Ni qué hablar de la presencia de Isabella Rossellini como una misteriosa, amable matriarca, que lleva en sus facciones y en su sangre el linaje del cine que su padre y su madre hicieron juntos.
Nada de este conjunto es incongruente, sin embargo. Todo en La quimera es pertinente, orgánico, profundo como esas tumbas en las que se sumergen Arthur y sus “tombaroli”. Y hay momentos –muchos- de una rara belleza, como cuando el grupo se interna en una amplia tumba todavía intacta y se produce una suerte de encantamiento, con las luces de las velas y linternas que alumbran parcialmente los tesoros, el tenue sonido de agua en los pies de los intrusos y, sobre sus cabezas, el ulular de las sirenas de la policía que se acerca.
A esa belleza contribuye en mucho la magnífica fotografía de la francesa Hélène Louvart, que a pedido de Rohrwacher echa mano de distintos formatos, soportes y texturas (35mm., 16mm., Súper 16mm.), pero todos analógicos, que le dan al film una calidez muy particular. La música que elige la directora es igualmente ecléctica y precisa: va desde el Orfeo de Monteverdi y una conmovedora aria de Mozart (“Vorrei spiegarvi, oh Dio!”) hasta Kraftwerk y Franco Battiato, en un playlist tan fuera de norma como la película misma.
“Pienso, de nuevo, hasta qué punto Italia es mucho más etrusca que romana: sensible, tímida, en busca constante de símbolos y misterios, capaz de deleitarse, violenta en sus espasmos, pero sin ansia natural de poder”, apuntó D. H. Lawrence. Lo mismo podría haber escrito sobre La quimera.