Megalópolis 5 puntos
Estados Unidos, 2024
Dirección y guion: Francis Ford Coppola
Duración: 138 minutos
Intérpretes: Adam Driver, Nathalie Emmanuel, Shia LeBouf, Giancarlo Esposito, Aubrey Plaza, Jon Vought, Talia Shire, Laurence Fishburne, Dustin Hoffman, Jason Schwartzman, James Remar.
Estreno en salas.
En el libro En diálogo I (Ed. Sudamericana, actualmente recogido en el volumen Los Diálogos. Edición definitiva, publicado por Seix Barral) Jorge Luis Borges y Osvaldo Ferrari conversan sobre el movimiento modernista. En particular, acerca de la obra de Rubén Darío, su figura máxima, a la que a priori el gran escritor define como “muy despareja”. Para probarlo recuerda uno de sus poemas olvidados: una elegía dedicada a Bartolomé Mitre, publicada en el diario La Nación con motivo de la muerte de quien fuera su fundador. Borges afirma que se trata de uno de los más flojos del nicaragüense, en el que “se ve que no está estimulado por la menor emoción” y que fue escrito “para quedar bien” con el diario de Mitre. Sin embargo, con justicia, el autor de “El Aleph” sostiene que "un poeta debe ser juzgado por lo mejor de su obra” y que el resto “más vale olvidarlo”.
Tal vez esa piadosa forma del olvido sea oportuna al abordar la obra de un cineasta como Francis Ford Coppola, uno de los responsables de modernizar la narrativa cinematográfica durante la década de 1970 y autor de algunas de las películas más notables del último cuarto del siglo XX. Pero, aprovechando el fantasma de Borges, también puede decirse que existe “otro” Coppola, el artista capaz de obsesionarse con proyectos que, en vista del resultado final, parecen más el fruto de una obstinación caprichosa que de un rapto de inspiración. Megalópolis, el último de ellos, pertenece sin atenuantes a esta segunda categoría. Solo que, a diferencia del poema de Darío dedicado a Mitre, al que Borges juzga vacío de emoción genuina, la película peca justamente de lo contrario.
Megalópolis es operística, apasionada, barroca, desmesurada, megalomaníaca, monumental, romántica. Pero también artificial, impostada, políticamente obvia y puerilmente poética. Una película imposible de resumir en dos líneas a la que Coppola ha querido imbuir de cierto carácter testamentario, cargándola con el propio deseo de convertirla en su gran legado a la historia del cine. Demasiadas intenciones previas, demasiadas ambiciones, demasiados sentimientos en juego. Un peso enorme que la obra finalmente no consigue soportar, principalmente y aunque parezca contradictorio, porque nunca logra que esa pasión que se supone fue el motor de su director trascienda hacia el público. Ciertamente, para Megalópolis la pantalla no es un medio sino un límite: hasta ahí llega.
Aun así, Coppola insiste en subrayar todo lo que esta película representa para él y cuánto de sí mismo depositó en ella, y también por eso la mejor forma de juzgarla es el modo borgeano. Incluso pensar a Megalópolis como una película filmada bajo un estado de emoción violenta resulta el atenuante perfecto para exonerarlo de toda responsabilidad. Aunque está claro que lo último que él quiere es repudiar su creación -un loable gesto de nobleza-, más vale seguir pensando en Coppola como el artista detrás de El padrino, La conversación, Apocalipsis Now, La ley de la calle, incluso de su personal versión de Drácula. Y dejar que el olvido se ocupe del resto.