Así como quien dice, de un tiempo a esta parte, Alicia vive en películas. Para ser más precisos: hace un año decidió escapar de la realidad imperante y su mirada, su mente, su cuerpo todo, habitan en un mundo de ensueños en blanco y negro, poblado de estrellas del cine argentino de los años treinta.

Se emociona cada vez que en uno de los filmes aparecen exteriores reconocibles de las calles de Buenos Aires, de los rascacielos y los edificios públicos recién construidos, del puente transbordador del barrio de La Boca, de los parques urbanos, de los lagos de Palermo. Y, sin embargo, más que esas escenografías reales, prefiere el artificio de los interiores rodados en los estudios cinematográficos: los decorados de carpintería, las plazas de cartón, las transparencias de paisajes proyectados para narrar los viajes en auto, en tren y en tranvía.

En ese espacio de mansiones y arrabales, de piezas compartidas en pensiones y conventillos, de grandes tiendas con kilómetros de mostradores, Alicia ha construido el nido en el que mora desde hace un año. Un ámbito de jóvenes personajes que se alejaban de sus pueblos de provincia para dar el salto en Buenos Aires, capital cosmopolita, territorio de promesas mágicas; y de pitucos de la oligarquía porteña que subían a transatlánticos de lujo con destino a París, la meca donde concretar sus utopías o dilapidar su fortuna. Es un mundo de cines repletos de clases trabajadoras, con entradas a cinco centavos, donde las películas se transformaban en la poesía de los pueblos. Alicia siente que está junto a ellos, en la íntima oscuridad de esas salas atiborradas, disfrutando de Niní Marshall, Ada Falcón, Olinda Bozán, Enrique Serrano, Luis Sandrini. Hasta se pegó un metejón con José Gola, se enamoró un poco también de Juan Carlos Thorry y ni qué hablar de la estampa de Hugo del Carril.

Su plan de supervivencia es un retorno a la niñez por partida doble. Frente a la pantalla del televisor o de la computadora portátil, saltan a su memoria las salidas de la escuela al mediodía, con el guardapolvo blanco y el portafolios de cuero. Ni bien sonaba el timbre, enfilaba directo a la casa de la abuela y pasaban las tardes mirando los clásicos argentinos en el canal Space. También es un regreso a la infancia del cine, de aquellos primeros años del sonoro, de cuando la filmografía argentina pisaba fuerte en todo el mercado hispanoamericano, antes del boicot y de las restricciones de acceso al celuloide que impusieron los estudios de Hollywood durante la Segunda Guerra Mundial.

Por esas cuestiones de los algoritmos, de tanto buscar y buscar datos del cine nacional, en las últimas semanas le apareció un anuncio en Instagram, daban en la sala de la Lumiton una comedia de la trilogía de la Catita de Niní Marshall y el Goyena de Enrique Serrano, bajo la dirección de Manuel Romero. Así que un domingo marchó temprano en colectivo hasta Munro. Quería aprovechar y recorrer, antes de la función, el museo del primer gran estudio moderno de nuestro país. Ese chalet de paredes blancas y molduras de color mostaza fue “la casa de las estrellas”, el templo que supo albergar a las figuras de la edad de oro. Alicia detuvo su mirada en los proyectores, las maquetas, los pósters, las fotografías de sus hombres y mujeres amados. Durante la proyección, escuchó como Niní se quejaba: “En este país aplauden más lo extranjero que lo de nosotros”. Escuchó como Niní decía: “Una vez que sentimos alegría en esta tierra, ¿la tenemos que guardar?”

En el colectivo de regreso, se acomodó en un asiento del fondo y notó que ella no era la única que vivía en las pantallas. Cada uno de los pasajeros tenía la mirada perdida en sus celulares, hasta el chofer aprovechaba cada semáforo para relojear las redes sociales, el 194 estaba colmado de un conjunto de espectros como los imaginados por Adolfo Bioy Casares en La invención de Morel.

Aunque fuera cierto que todos viven entre pantallas, Alicia piensa que su isla es única, está habitada sólo por ella y las estrellas de la edad de oro del cine argentino. Es una isla de sombras de las obras originales, de copias en pésima conservación con sonidos desincronizados y saltos ante planos perdidos, borrados, elididos. Pero su mente cose los fragmentos, su imaginación reconstruye lo olvidado, porque ya no mira las proyecciones, sino que vive en ellas.

Ni bien llega al departamento, busca Los tres berretines en Youtube. Fue la primera película de la Radiocinematográfica Argentina Lumiton y una de las primeras de la etapa sonora. Estrenada en 1933, narra la historia de un ferretero de barrio y representante de la clase media inmigrante, que observa con preocupación cómo su esposa y sus hijos han sido ganados por tres de las pasiones porteñas -el tango, el fútbol y el cine- y desatienden el negocio familiar. El menor (protagonizado por Luis Sandrini) sueña con componer un tango que lo saque de su presupuesto ajustado y pide dinero para que alguien convierta sus melodías silbadas en una partitura interpretable por una orquesta. El hijo del medio es un delantero que triunfa en la primera división y bate récords como goleador. Sólo el mayor es profesional, pero su título de arquitecto no impide que sea despedido por una empresa que recorta personal ante el crack global de 1929.

A medida que las escenas avanzan, comprende que el refugio de encantamientos que viene construyendo desde hace un año se empieza a resquebrajar, que su plan de supervivencia es, en realidad, un plan de evasión destinado al fracaso. Siente que no sólo está rodeada de los fantasmas de las grandes estrellas, sino también de espectros de la década infame. Rebobina en su mente cada una de las películas que vio y descubre que es un territorio de endeudados e inquilinos, de casas de empeños, de juegos de apuestas, de búsquedas del batacazo, de encontrar una cuña que permita salir de la mishiadura. Saltan los contrastes entre el esplendor de la aristocracia y la pobreza de las muchedumbres, entre las estancias y las mansiones con escaleras de mármol y teléfonos blancos, pero también con mayordomos, sirvientas, choferes y criadas de uniformes que marcan su inamovible condición laboral. Sigue rebobinando y surgen las patotas de niños bien que extienden las farras hasta al amanecer y se burlan de las mujeres y hombres que madrugan para ganarse el pan. Es un mundo de castas infranqueables, donde el matrimonio exogámico -siempre basado en una confusión que habilita la convivencia entre clases- aparece como uno de los reducidos mecanismos de movilidad social.

 

Alicia ya no sabe en qué mundo habita. Abraza a sus fantasmas y desea que a esa isla desvencijada también se sume el espectro de su abuela, para acurrucarse junto a ella y volver a pasar juntas una tarde de clásicos del cine nacional.