¿A quién le pertenecen los árboles? ¿Los pájaros? ¿A quién el verde y todos los colores? ¿Quién acaso puede decir este cielo es mío? ¿Esta nube, esta estrella, esta luna?

Cuando era niña me gustaba trepar árboles, en el patio de mi casa yo era dueña del damasco, mi hermana del nogal y a mi hermano como era el más chico, y quizás aún no sabía trepar, le asignamos el árbol de peras, que apenas daba fruto. Tengo recuerdos corporales profundos en el contacto con sus ramas. Nuestros árboles eran casas, torres, chozas que elaborábamos con sábanas viejas y troncos. Esos árboles eran nuestro mundo.

La infancia en el pueblo, es un recorrer de forma incesantes las calles, de casa a la escuela, y después al club y la plaza. Lugares que se presentan como extensiones del patio. Los niños tienen esa capacidad de apropiación de lo común; lo juegan, lo inventan, lo transforman, aunque haya que abandonarlo hasta el otro día, aunque haya que cederlo a otras manos, otras piernas que quieran probar su destreza. Y ¿qué sería de la escuela sin las hamacas, sin el patio de pinos, sin el Ibirá Pitá protegiendo del sol a los más chiquitos? ¿Qué sería de la plaza sin esos lapachos frondosos que fueron armando un túnel de sombra verde por las cuatro diagonales? ¿Qué sería de la plaza sin la araucaria que puede verse de los lugares más distantes del pueblo? ¿Y qué sería de nosotros sin ellos?

En el club nos pasábamos todas las tardes, hiciera calor o frío, debajo de un eucalipto gigante. Un amigo dice que está desde antes que el club tomara forma con ladrillos, y el club ya cumplió 100 años. Debajo de esa sombra jugamos a la mancha, al vóley, al futbol, a los 5 remates, al “Alto Para…”. Hicimos picnic después de la pileta, si hago el esfuerzo puedo recordar el sabor de los sándwiches que mi tía le armaba a mi prima, porque eran más ricos que los míos. Debajo de esa sombra mi primer noviecito me dijo que gustaba de mí y también debajo de esa misma sombra rompiendo ramitas me dijo lo contrario.

Cada vez que el calendario se acerca a diciembre, en esta pequeña parte del mundo que habito, comienza el sonido de motosierras, y alguien dice más para acá, no, más para allá. El tironeo entre los muchachos de la EPE, y los del municipio, y quién es acaso el responsable de los cortes de luz cuando la tormenta se presenta un poco más fuerte. Este año, las calles de un sector del pueblo amanecieron con los árboles podados más de lo debido, algunos se preocuparon por la sombra que iba a faltar en verano, otros, por el sufrimiento de árboles o incluso por el peligro que algunos pudieran secarse. Nadie sabe a ciencia cierta cuándo hay que podar ni hasta dónde. Hay una necesidad de hacer sin pensar, cumplir con el trabajo y esperar el pago, aunque no alcance. Una amiga se detuvo ante la poda de un árbol joven, cuya copa estaba muy lejos del cableado, era noviembre y ya no era tiempo de poda, cuando pregunto porque lo hacían, el hombre que tenía la motosierra, levantó los hombros y miró a otro, que también levantó los hombros y miró para otro lado, aunque ya no hubiera otro a quién mirar. Todos avanzan pensando en la economía del trabajo y el tiempo.

En la escuela donde trabaja una amiga, un docente tomó en reemplazo el cargo directivo, el tiempo iba a ser escaso, una licencia por enfermedad, una cosa transitoria. Dispuso de su poder, miren como puedo, quizás buscando ser recordado por algo, quién sabe, no tardó en tomar decisiones irreversibles: mandó a sacar tres árboles que había en el patio sin motivo alguno. A nadie le importa la vida de los árboles, dijo mi amiga. Nadie se detiene en esas cosas.

Hace unos días decidieron tumbar ese eucaliptus enorme y añejo. No estaba enfermo. Estaba hermoso y exultante. Pero un socio se asustó dijeron, cuando cayó una rama cerca de su mesa mientras comía un asado. Y a los directivos les asustó ese susto, y pensaron en una ecuación hecha de miedo y dinero. El menor costo, dijeron, no había otra, repitieron, buscando tranquilidad en esas máximas. Y la tristeza se deslizó entre los mensajes y fotos del árbol caído.

Mi hija llegó preocupada de la colonia: no sabés mamá lo que hicieron, mataron a un montón de pajaritos, muchos chiquitos que estaban en el nido. Y otra vez nadie pensó en la vida de ese árbol ni en el mundo que lo habitaba. Los chicos lo rodearon jugando, cosas que hacen los chicos cada vez que un árbol cae. Quizás haya un saber grabado en la sangre, algo que todavía no desapareció de esta humanidad, y quizás sean los niños, algunos al menos, lo que sepan algo más de los árboles. Quizás sean así sus funerales, quizás sea así que se despide a un gigante tan amado.

Mi hija necesitó volver y mirarlo, recorrerlo, subir al tronco. Creo en esa íntima y secreta relación que tejen los niños a través de sus ramas. Creo que, a veces, algunos grandes, se transforman en adultos, adulterándose un poco, perdiendo sensibilidad ante tantas cosas, y estos, por esos otros tipos de podas, puede olvidar que también fueron niños y saltaron bajo su sombra, que seguramente le declararon el amor a alguien alguna vez, o grabaron su nombre dentro de un corazón sobre su corteza. Por esos otros tipos de podas, pudieron olvidarse y tratar a esa bestia hermosa y anciana como una cosa que ahora da miedo y molesta.

Mi papá la esperaron que subiera y bajara, que le diera vueltas hasta el cansancio. Alguien se acercó y le dijo:

- No te preocupes Luis ahora vamos a plantar 10.

¿Y qué será ahora del club sin ese eucalipto? ¿Cuánto se habrá llevado con él de esa historia? ¿Cuánto de eso se convertirá, en leña y fuego? ¿Y qué será de nosotros cada vez menos afectos a los demás habitantes de esta tierra?