El cuento por su autor

“Casa quemada” está basado en hechos reales. El relato surge de una entrevista que realicé con la protagonista a los fines de una crónica y, como me suele pasar en esos casos, pensé que la historia tenía posibilidades y sentidos que no se agotaban en lo inmediato. Intenté escribir en la perspectiva que Rodolfo Walsh apunta en una conversación con Ricardo Piglia (1970): “La elaboración del testimonio o del documento admite cualquier grado de perfección. En el montaje, en la compaginación, en la selección, se abren inmensas posibilidades artísticas”. Cambié los nombres y los lugares, saqué y agregué circunstancias, no para disminuir la referencia sino para potenciar otros aspectos como la voz de la narradora y su registro de una época en la que las palabras “fueron forzadas a decir lo que ninguna boca humana habría debido decir nunca y con la que ningún papel fabricado por el hombre debería haberse manchado jamás”, como dijo George Steiner del nazismo. Hoy asistimos a otro intento de malversación de las palabras y de las historias. “Casa quemada” es para mí un modo de volver a contar lo que otros intentan borrar o pervertir y también de indagar lo que puede transmitirse a través de un relato más allá de los hechos: un lugar donde afirmarse, una experiencia para confrontar con el presente.

Casa quemada

Éramos una familia de clase media. Papá, mamá, hijo, hija. Una típica familia de clase media. Mi papá era un médico relativamente conocido. Tenía el consultorio en casa, una casa grande de mármol negro en el frente que estaba a diez cuadras del Departamento de Policía, con patio y una habitación de servicio en la parte trasera. En ese cuarto fue donde encontraron el mimeógrafo y las revistas.

En mi casa se habían hecho reuniones a las que iban los compañeros de secundaria de mi hermano. Los compañeros de la Técnica, primero, hasta que un día Andrés escribió Viva Perón venceremos en el pizarrón, le contestó mal a un profesor, le contestó todavía peor al director, y lo expulsaron. Y después compañeros de la escuela donde terminó de cursar. Te quiero decir que mi casa era muy conocida, y mis viejos personas muy ingenuas, o muy negadoras, porque suponían que aquellas reuniones eran para estudiar, para preparar exámenes, para pasar el rato. Y era una casa que estaba quemada.

El 19 de junio, cómo no voy a recordar la fecha, llega mi hermano a la noche y me dice que no se queda a dormir. Mis viejos no estaban, habían salido al cine. Cayeron dos compañeros, dice mi hermano, y no da más detalles. Uno de ellos era Carlos Torres, el Mancha. De eso nos enteramos después, que habían caído dos compañeros que visitaban mi casa y que integraban la lista Azul y Blanca de la Técnica. Uno de ellos, el Mancha. Pero mi casa estaba cantada de mucho antes, día por medio Andrés se reunía con sus compañeros en la habitación de servicio y hablaban de la burocracia sindical, si se iba a una guerra civil y qué haría el pueblo si llegaba la guerra civil y se planteaba la lucha por el poder. De ahí salían las pintadas, las volanteadas, el piqueteo de Evita montonera en la salida de las escuelas nocturnas mientras se pudo hacer. Día por medio, y mi mamá se preocupaba porque fumaban, les decía que abrieran la ventana porque fumaban y la habitación quedaba envuelta en una nube de humo.

Era un sábado, me acuerdo muy bien. Mi hermano prepara un bolso, se lleva algo de ropa, se lleva un pulóver bordó y otro abrigo, una campera, porque hacía frío, el invierno había llegado antes de tiempo, mucho antes, y fue el invierno más largo que hubiéramos conocido.

Andrés ya no iba a volver a casa, pero no lo sabíamos. La vida continuó normalmente por unas horas. Mis viejos vuelven al rato del cine, les cuento qué había pasado, se preocupan. Pero se preocupan en abstracto, porque ellos lo toman como una escapada de mi hermano. Cenamos, nos fuimos a dormir, la vida continuó normalmente. Y a la una de la madrugada, o todavía un poco más tarde, tocan el timbre. Un solo timbre, un timbre muy largo, que después escuché en pesadillas. Alguien se había pegado al timbre y no lo soltaba. Todavía ahora, algunas noches, me despierto de pronto porque escucho el sonido del timbre y el sonido me traspasa los oídos. Todavía ahora me da un sobresalto con el sonido del timbre y algunas noches me levanto como aquella vez, cuando veo que mi padre va hacia la puerta de calle, hacia el hombre alto, de tez oscura, bigotes gruesos y mirada siniestra que espera impaciente en el zaguán.

La puerta de calle daba a un vestíbulo y el vestíbulo a una habitación que funcionaba como sala de espera del consultorio de mi papá. Un pasillo llevaba de la sala de espera al comedor, la cocina, un escritorio, el baño, los dormitorios y, pasando el patio, a la habitación de servicio.

A veces sueño que estoy en el momento previo y me desespero por atajar a mi padre para que no abra la puerta, para que deje sonar el timbre. A veces sueño que quiero cerrar una puerta con llave y la llave gira sin calzar en la cerradura. En la calle se escuchaban ruidos, gente que conversaba, movimiento de autos. Todavía ahora, algunas noches, me levanto porque pienso que hay alguien afuera, que alguien espía a través de la ventana, que hay un auto parado con las luces encendidas.

Desde la puerta del dormitorio, vi que mi padre prendió la luz del vestíbulo y entreabrió la puerta de calle.

-¿Esta es la casa del terrorista Andrés Edelman? -preguntó el hombre alto y se introdujo en el vestíbulo. Vestía saco y pantalón negros. Su sombra se alargó hasta llegar a la sala de espera del consultorio.

Mi padre retrocedió, aturdido, y dijo algo que no alcancé a escuchar.

El hombre era muy alto, y mi padre parecía cada vez más pequeño. Otras personas se asomaban por la puerta de calle, que había quedado abierta. El frío se colaba por la puerta y empezaba a apoderarse de la casa.

Mi madre salió a la sala de espera. Parecía desorientada, como si de pronto desconociera su propia casa. El hombre alto levantó la voz, para que ella pudiera escucharlo:

-¿Esta es la casa del terrorista Edelman? –repitió- ¿Del terrorista judío?

Creo que empecé a llorar en ese momento.

El hombre alto ya no esperó respuesta. Simplemente apartó a mi padre de un empujón y entró, seguido por cinco o seis hombres, algunos de civil, otros de azul, hombres que estaban armados y empezaron a distribuirse por las habitaciones.

Me apuré a esconder las revistas Crisis, pensé que podíamos tener problemas si las veían. Un rato después, cuando revisaron la habitación de servicio, encontraron una pila de Evita montonera, otra de El Descamisado, libros de Ho Chi Minh. Y el mimeógrafo de pasta donde Andrés y sus compañeros imprimían los volantes por el reclamo del boleto estudiantil, por la normalización del centro de estudiantes de la Técnica, los volantes de la Unión de Estudiantes Secundarios. Mi hermano y sus compañeros, entre ellos el Mancha.

-¿Dónde está Andrés Edelman? -preguntaba el hombre alto, mientras los otros revisaban cada habitación de la casa- ¿Dónde esconden al terrorista judío?

Encerraron a mis viejos en su dormitorio y a mí me llevaron hasta el baño. Yo seguía llorando, lloré todo el tiempo que duró el allanamiento y lloré cuando el hombre alto se acercó y me hizo un par de preguntas que no alcancé a entender.

-Vestite rápido porque nos vamos -dijo, porque yo estaba en camisón.

No sé bien cómo pero me levantó de las orejas y me llevó con mis padres. Sin hacerme doler, me levantó de las orejas.

-Si ustedes no dicen dónde está el terrorista Andrés Edelman, le damos el traslado a esta chica -insistió.

-No sabemos dónde está, se fue -contestó mi padre-. No se lleven a mi hija. Es una adolescente, tiene 16 años.

Mi madre estaba sentada en la punta de la cama. Se tapaba la cara con las manos. Mi madre había aplaudido el golpe militar. Mi madre había dicho por fin hay un poco de orden en este caos.

-Le damos el traslado a esta chica, la vamos a llevar al sur -dijo el hombre alto, distraído, como si hablara solo.

Un paso detrás asomó un hombre vestido de azul, de ojos saltones, sin cuello, con la cabeza como encajada en los hombros. Venía con dos vecinos, el matrimonio que atendía un salón de ventas en la esquina de mi casa.

-Agradezca que llevamos viva a su hija, señora –dijo el de ojos saltones. Se sentó en el escritorio de mi papá y empezó a escribir a máquina.

Los vecinos hacían de testigos. El hombre alto los contempló en silencio unos segundos, mientras extendían sus documentos, y de pronto se volvió hacia mis padres.

-La llevamos por dos motivos –dijo, y me apuntó con el índice-. Porque ningún subversivo tiene hermanos inocentes, ni aunque tengan 10 años. Menos un subversivo judío. Y porque no nos dicen dónde está Andrés Edelman.

-Si ustedes dicen dónde está su hijo –agregó el de azul, mientras ajustaba una hoja en blanco en la máquina de escribir-, les devolvemos a la chica.

***

Me pusieron una capucha y salimos a la calle, a la madrugada, al frío.

De esa noche tengo flashes. En uno estoy acostada en el piso de un auto. En otro el auto se detiene, hay voces que no entiendo y se abre un portón. En otro me sacan la capucha, bajo por la escalera que lleva a una cochera y veo un piso de baldosas negras hasta que vuelven a ponerme la capucha. En todos pienso en Andrés, cuando le alcanzo el pulóver bordó y la campera.

-¿Dónde vas? -le pregunto.

Mi hermano agacha la cabeza y se hace el que acomoda las cosas en el bolso.

-Decime -le pido.

A la mañana, desde la cochera, escuché un televisor encendido con el volumen alto, el himno, una formación militar, la voz de un locutor. Videla estaba en Rosario y la ciudadanía vivía una jornada de fiesta, la ciudadanía que anhela la paz le da la bienvenida al presidente de todos los argentinos, decía el locutor.

La cochera tenía banderolas, pero las habían cubierto con pintura negra. La guardia estaba en una habitación pequeña y una cortina dividía el ambiente para separar a hombres de mujeres. Había manchas de sangre en el piso y marcas en las paredes descascaradas, rayas, nombres sueltos, fechas, inscripciones borrosas. Ese día era el día de la bandera y escuché el himno, una fanfarria, la voz del locutor y los gritos. Los gritos se escuchaban día y noche. Venían de arriba, de una oficina donde hacían los interrogatorios.

A mí me han llamado para recorrer ese lugar pero yo no quiero volver, no quiero bajar a la cochera ni entrar a la oficina. Estamos hablando de un lugar en un barrio muy transitado. Un punto de paso para el centro de la ciudad. En la esquina había semáforos, pasaban colectivos, a una cuadra funcionaba una escuela. Pero nadie escuchó nada, los vecinos, los estudiantes, las personas que iban a hacer compras, o trámites, o a pagar impuestos, pasaban al lado de la cochera y no escuchaban los gritos.

Tuve que presenciar interrogatorios, encapuchada, o con una venda negra, y ahí me encuentro con Carlos Torres, El Mancha. Tuve que presenciar interrogatorios donde Carlos Torres hacía preguntas a los detenidos, a los chicos de la lista Azul y Blanca de la Técnica, los chicos de la Unión de Estudiantes Secundarios.

Lo reconozco por la voz. Carlitos, le decíamos cuando iba a mi casa. El Mancha no tanto. Carlitos. Era mayor que el resto de los compañeros y contaba que había participado en el Operativo Dorrego. Lo de El Mancha viene primero porque tenía una mancha en la piel, en la espalda, una mancha marrón en forma de pipa. Y después porque la persona a la que tocaba, a la que nombraba, perdía. En esos interrogatorios estaban también el hombre de ojos saltones y otro al que llamaban el doctor. A ver el doctor, decía el de ojos saltones, y se escuchaba un coro de risas por atrás. El doctor revisaba a los detenidos. A las detenidas sobre todo. Había estudiado medicina o enfermería. La primera vez que subí a la oficina me acostaron en una camilla con las piernas abiertas y este tipo, el doctor, empezó a tocarme como si hiciera un examen médico. Escuché unos murmullos y el coro de risas, y cuando sentí algo apoyado en las tetas empecé a los gritos.

Tengo flashes de esa noche o quizás de otra noche. En uno me carean con un chico que no puede caminar. Lo traen entre dos hombres que visten de calle y lo sientan en una silla. Como mira al piso, le dan una trompada para que levante la vista.

-Es la hermanita de Andrés –dice el chico, y vuelve a mirar el piso-. No tiene nada que ver.

Se lo llevan a los empujones. No sé su nombre.

En otro flash me hacen escuchar interrogatorios. Estoy encapuchada.

-¿Cuál es tu última voluntad? –escucho.

Sigue el ruido de un arma, como si se cargara, el golpe seco del gatillo, y el coro de risas.

-Mañana, a las 12, va a haber un control en la esquina de Vera y Gurruchaga -escucho.

También escucho la voz inconfundible de Carlos Torres. Digo inconfundible porque era el que hablaba en las reuniones que se hacían en mi casa. Era el responsable del grupo, contaba que había militado en Villa Tranquila. Y la escucho un instante después que termine el zumbido de la picana:

-Vos tenés más información -le dice a la persona a la que interrogan, una chica de 19 o 20 años a la que conocí como Miriam.

El doctor interviene antes de que haya alguna respuesta:

-Es todo mentira, es todo verso. En tu casa organizaban a la subversión.

La chica trata de hablar pero no puede, está en muy malas condiciones. La ataron en la camilla, desnuda y con las piernas abiertas.

-A vos te está salvando el arzobispado –dice el doctor-. ¿Sabés las ganas que tengo de reventarte?

Miriam sale conmigo de la cochera. Cuando te dan con la picana, me cuenta ese día u otro día, quedás tan pelotuda que por más que quieras hablar no podés. Querés decir algo, cualquier cosa, pero no podés, y siguen. A los hombres se las ponen en la boca y en los testículos y a las mujeres en la vagina.

-Colaborá –dice la voz de Carlitos-. Necesitamos los nombres, las direcciones, las citas.

No se entiende lo que Miriam dice, o intenta decir.

-Es todo verso -repite el doctor-. ¡Máquina, máquina! -y recomienzan el zumbido y los gritos.

Miriam conocía a Andrés, habían compartido campamentos en el Tigre.

***

En la cochera se escuchaba el ruido de los cuerpos al caer, en la oficina. Tenía grabados el ruido de los cuerpos, los gritos y las risas. Hasta que me sacaron de la cochera, con Miriam.

Me temblaban tanto las piernas que no podía caminar. El hombre de ojos saltones se asomó para ver por qué demoraba. Pero no querían interrogarme. Me llevaron hasta una oficina amplia a la que se llegaba después de atravesar un corredor cuyas paredes mostraban fotos de policías y militares.

Las ventanas daban a una plaza. Pude ver la luz del día, las personas que caminaban por la calle y recorrían la plaza. Abuelos, padres con sus hijos, chicos con uniforme de la escuela. No escuchaban, no veían.

El hombre estaba solo, sentado al final de una larga mesa. Miraba un álbum de fotos. Esos álbumes antiguos, de color marrón, con esquineros.

-Pendeja de mierda -dijo, sin levantar la voz.

Era su saludo. No supe qué decir, empecé a llorar.

-Pendeja de mierda -repitió-, tendríamos que mandarte al sur.

Yo no dejaba de llorar, creo que no dejé de llorar un solo día en esa época.

El hombre volvió por un momento a las fotos.

-Este es un lugar de paso -agregó, con un tono más bajo-. Los terroristas se van a la cárcel. O lejos, al sur.

Abrió el álbum y lo dejó sobre la mesa, para que observara las imágenes. Eran cadáveres. Cuerpos destrozados. Primeros planos de cabezas partidas por la mitad. Levanté la vista y lo miré a los ojos, y creo que fue peor, creo que los ojos del hombre alto no eran simplemente negros. Los ojos de ese hombre eran un pozo, un sumidero de oscuridad y de muerte. Era preferible mirar las imágenes del álbum, cuerpos tirados al lado de un camino de tierra, caras irreconocibles.

-Te vas -dijo, como si ya se arrepintiera-. Pero a tu hermano, donde lo encontremos, te lo devolvemos en un seis manijas -hizo una pausa y señaló el álbum-. Tengo un lugar reservado para tu hermano.

Miriam estaba un paso detrás. En realidad no se llamaba Miriam, pero en la cochera nadie decía su verdadero nombre.

El hombre alto la ignoró. Me apuntó con el índice:

-Dedicate a mirar las palomas de la plaza –dijo.

Antes, nos tomaron las huellas, nos sacaron fotos y tuvimos que firmar la salida en un libro grande, rectangular.

-Tu hermano ya perdió la posibilidad de vivir –dijo el hombre alto.

Lo primero que hice, al salir, fue mirar al cielo. La luz de la tarde en la plaza enceguecía. No había visto la luz ni el cielo durante un mes.

Pasé una semana encerrada en mi casa hasta que una tarde mi padre me dijo que una chica preguntaba por mí y que se llamaba Miriam.

-Es una amiga de la escuela –dije.

Mi padre no le prestó atención. Pensaba que podía hacer un arreglo y llevar a mi hermano al extranjero, a Berlín, donde tenía conocidos. Pensaba que podía ser a través de la Cámara de Comercio Alemán, o por un pariente lejano de la familia que era militar, alguien por el lado de la familia de mi madre.

Miriam me contó que se había encontrado con Andrés y que Andrés tenía ganas de verme.

El pariente lejano de la familia se movió, fue al edificio Libertador y se reunió con mi papá en el consultorio.

-Con tu hijo no hay nada que hacer –le dijo.

-El que cae, cae muerto –dijo el pariente-. Esa es la orden.

-Cuidá a tu hija –dijo.

Miriam me contó que podía ver a Andrés en un bar que tenía dos puertas y que ella iba a llevarme.

***

Hubo un momento en que las reuniones pasaron a hacerse en bares. Hasta entonces había casas para reunirse y casas para esconderse. Mi casa era un lugar para reunirse y por eso estaba quemada, creo que fue una de las primeras en ser cantada, incluso antes del golpe. Las reuniones pasaron a hacerse en bares que tenían dos puertas, por si llegaba la policía.

Tomamos un taxi, después un colectivo y caminamos un rato hasta encontrar el lugar. El viento cortaba la cara. Atardecía, un silencio raro se posaba sobre la ciudad. Era como si alguien bajara el volumen de las voces y los ruidos y pintara de gris a las personas, los autos, las cosas. Y en ese gris vi el color bordó, el pulóver bordó, Andrés con el pulóver bordó sentado a una mesa con el diario abierto en la página de deportes y de brazos cruzados.

Tengo flashes de esa tarde. En uno estoy con Miriam parada en la vereda del bar. En otro veo a Andrés abstraído en el diario, tanto que no se mueve hasta que estoy al lado y entonces levanta la vista y me mira. En otro me da un abrazo. En otro dice que no va a irse a ninguna parte, que tiene una cita con compañeros que llegan de Tucumán para reforzar la regional. En el último se pone serio, dice algo que ya no escucho y vuelve a abrazarme, me envuelve en el abrazo, y ese momento termina de suceder cada vez que lo cuento.