El cuento por su autor

Este cuento forma parte de la colección El amor es una catástrofe natural. Al igual que todos los textos del libro, está escrito en una especie de borde entre el realismo y otra cosa. Esa otra cosa es lo que más me interesa explorar en la ficción: el momento en que el mundo conocido, de tan obvio y “natural”, se vuelve otro, pero sin ingresar necesariamente en un plano fantástico o sobrenatural. En esa colección de cuentos hice el experimento de forzar al mundo de todos los días a entrar en el formato atemporal del cuento de hadas. El resultado fue revelador. Descubrí que gracias al trabajo con la forma (el contenido es lo de menos) surgía otra cosa en la escritura, algo que yo llamo “la verdad emocional” de una historia. En “Cae una estrella” esa verdad es la cancelación de la idea de futuro. Creo que varios futuros quedan flotando como mundos mágicos e inaccesibles en el cielo de ese relato.

Para mi generación la crisis del 2001 fue un antes y un después. Siempre tuve la certeza de que muchos de nosotros nunca nos recuperamos, por más que en las historias sobre esa época predominen los ejemplos de “superación personal” o de solidaridad. ¿Se puede caer infinitamente? Ese momento del país parecía decir que sí. Quería contar eso. Cómo es quedarse tirada, no levantarse nunca más. A veces, solo la ficción puede dar cuenta de las verdades más íntimas.

Cae una estrella

Era el peor año de mi vida y de la vida de millones de personas (lo cual, se sabe, no es ningún consuelo). El país en el que vivía había tenido cinco presidentes en una semana, cientos de empresas habían quebrado, los que todavía tenían trabajo cobraban en billetes que parecían sacados de un juego de mesa y la gente salía a saquear supermercados. Quiero decir: no era algo que ocurría de vez en cuando. Parecía que iba a durar para siempre.

Algunos se organizaban en bandas y salían a llevarse lo que pudieran. En mi cuadra había una de jubilados: un ingeniero, un profesor y una ex portera de escuela. Atacaban al mediodía, nunca en el barrio ni a comercios pequeños y solo los fines de semana. Desde mi ventana, los veía pasar hacia la estación, los tres caminando despacio, disfrazados de abuelos alimentadores de palomas, con sus sacos tejidos a mano y sus bastones. La ex portera, había dejado de teñirse el pelo y caminaba encorvada para despistar. A la hora, volvían a pasar, erguidos, agitados y exultantes, cargando paquetes de fideos, harina, latas de arvejas, tomates. El líder se llamaba Nick Edwards. Tenía sesenta y siete años. Era alto y elegante y se afeitaba la cabeza para que su calvicie pasara por decisión personal. El semestre anterior había sido mi profesor de inglés en una clase en la que me había inscripto para “mejorar mis oportunidades”. Eso era antes, claro. Después, ya no hubo nada que mejorar.

-Ahí viene la chica de las estrellas -les decía Nick a los otros cuando me cruzaba con ellos en la vereda. Me caían bien. Aunque me costaba conciliar la imagen de ese hombre desencajado con la del profesor que hablaba de Chaucer como si fuera un pariente, tenía que admitir que yo tampoco era la misma. Hacía tres meses que no tenía trabajo. Había dejado de pagar los impuestos y hacía las compras en un local que ofrecía productos vencidos a mitad de precio. En la mejor de las noches, dormía cuatro horas. Encima se suponía que estudiaba Ciencias de la Atmósfera.

Desde chica me gustaba mirar el cielo. Obligaba a mis hermanos a salir al jardín para buscar estrellas fugaces. Me atormentaba la idea de que una estrella pudiera caer y nadie estuviera ahí para mirarla. También cazábamos luciérnagas, las poníamos en un frasco y las hacíamos girar, como si fueran centellas. Mi hermano mayor, Félix, me hablaba de Laika, la perra espacial soviética. Yo me la imaginaba flotando en la luz negra del espacio, ladrándoles a las nebulosas y a las constelaciones, y me daba bronca: hasta un perro podía viajar a Marte si había nacido en el país correcto.

En realidad, lo que yo quería estudiar era astronomía. Pero me había cansado de oír que eso no me conduciría a un trabajo rentable, así que había transado con la energía eólica o la predicción de las lluvias, tan importantes en la vida de un país agroexportador y sin presupuesto para viajes espaciales. En los cursos de la facultad, estudiaba mapas del tiempo, dibujaba isobaras, hacía cuentas. Como nunca había logrado explicar para qué servía todo eso, había dejado que en la clase de inglés creyeran que mi especialidad consistía en mirar las estrellas. Las miraba, sí. Pero de otra forma.

Mi último trabajo había sido en una oficina. No me habían echado por la crisis. Había tenido que renunciar por culpa de la sonrisa telefónica. Sucedió así: yo tenía que controlar a Beatriz y a Elizabeth, dos vendedoras que pasaban ocho horas diarias bajo un tubo de luz fluorescente, sentadas en sus cubículos, mirando un panel en el que habían pegado fotos de su familia, del mar o de todos los gatos con los que habían compartido sus vidas. Desde ahí, esas mujeres, que me llevaban al menos quince años, llamaban a desconocidos de todo el país para venderles muebles de jardín. Dominaban varias destrezas: tomar café mientras marcaban un número o se acomodaban los auriculares, masticar sándwiches de pan negro y seguir hablando de formas de pago con una dicción perfecta o bostezar con delicadeza, sin emitir ni un sonido. Eran heroicas. Aguantaban puteadas y lances de varones a kilómetros de distancia, se interesaban en los hijos de los clientes, intercambiaban recetas de tragos con los dueños de bares que les compraban sillas y mesas para sus veredas. Y todo esto lo hacían mientras buscaban precios o códigos en el catálogo que mostraba la vida espectacular de la gente con muebles de jardín.

Yo las oía robar el tiempo y la paciencia de otros con algo de culpa porque en casa era de las que cuelgan el teléfono ni bien oyen la voz de alguien intentando vender algo al otro lado de la línea. Mi escritorio estaba en una oficina que al menos tenía luz natural. No lo había adornado con fotos de mi familia ni de paisajes. Igual que muchos de mis amigos, creía que ese trabajo era algo transitorio: un día, pronto, íbamos a ganar la lotería, a pegarla con un disco o a encontrar la bacteria marina que salvaría al planeta de la contaminación. Era inexorable ese futuro. Pero, por las dudas, al lado de mi computadora había puesto un portarretratos de madera. No tenía una foto. Tenía un papel con mi propia fecha de caducidad: 31 de diciembre de 2001. No pensaba pasar ni un solo día del año 2002 en esa empresa.

Cuando faltaba menos de un mes para ese día, el mundo se acabó. En veinticuatro horas, mi sueldo se transformó en papel picado. Muchos perdieron sus casas, sus familias, sus dioses. La gente salió a las calles. Yo también. Por primera vez compartí mi miseria con millones de personas. Gritábamos, golpeábamos bombos y cacerolas y volvíamos a casa, a dormir cuatro horas, con los dientes apretados y ninguna razón para levantarnos al día siguiente. Otros incendiaron bancos, salieron en la tele llorando, asesinaron a toda su familia con veneno para ratas. Los de espíritu más combativo se juntaban en las plazas y planeaban sus golpes. Había manifestaciones en el Congreso, en el Palacio de Justicia, en todas partes. Hubo muertos. En mi cuadra, Nick y los suyos empezaron su vida delictiva.

A pesar de todo eso, por unos días seguí yendo al trabajo igual que siempre. No me daba cuenta de que mi fecha de vencimiento se había adelantado junto con la del resto del país. Esa era la situación cuando la dueña de la empresa me llamó a su oficina para discutir “el rendimiento” de las vendedoras. Esa mujer alta, cuyos logros incluían viajes frecuentes a Miami, hándicap de golf 22, una hija anoréxica, dos cirugías plásticas y un marido millonario que le había concedido el capricho de una empresa de venta por catálogo justo en el momento en que se globalizaba internet, no estaba satisfecha. Todo lo contrario. Las ventas habían caído casi un cincuenta por ciento y los costos de “nuestros” productos “Made in China” ahora eran impagables. Además, había estado escuchando las grabaciones de Beatriz y Elizabeth. ¿Qué había estado haciendo yo? ¿No me daba cuenta de que las vendedoras pasaban un promedio de diez minutos con cada cliente y no cerraban ni una venta? En este punto de la charla, mi jefa apretó “play” y escuché la voz grave, casi afónica, de Beatriz, que decía:

-¿Y qué más se llevó?

Le respondió la voz de un hombre. Hablaba lento, como si se hubiera tomado un frasco entero de somníferos.

-Hasta la heladera, querida. La verdad no sé cómo hizo porque es una mujer muy delgada, alguien tiene que haberla ayudado, digo yo. Si al menos me hubiese dejado una nota. Yo le había ido a comprar harina de almendras, con lo que eso cuesta hoy en día. Como ella es alérgica al gluten, no puede comer muchas cosas… Fui a tres negocios para conseguírsela. -En este punto hubo un silencio y la línea crepitó un poco−. Usted no sabe lo que es llegar a casa y encontrarla totalmente vacía.

-Por ahí vuelve -arriesgó Beatriz en un susurro.

-Qué va a volver. Si yo no fui bueno. No le decía cosas lindas, ¿sabe?

-Los hombres que dicen cosas lindas no son confiables. Mejor son los que compran harina de almendras, los que se preocupan por las alergias de sus mujeres.

No sabía casi nada de ella, apenas que estaba divorciada y que tenía dos hijos adolescentes, pero en ese momento amé con todo mi corazón a Beatriz. La dueña de la empresa apretó “stop” y se quedó mirándome. Yo le devolví la mirada. Detrás de ella había un reloj de esos que marcan la hora en varias ciudades. Me dieron ganas de preguntarle para qué necesitaba saber qué hora era en París si dirigía una empresa que, obviamente, no cotizaba en bolsa, pero ella estaba hablando. Decía cosas vitales, como que ni las telefonistas ni yo nos poníamos la camiseta de la empresa. Pensé que la situación era grave si ella, que nunca vestía otra cosa que trajes sastre, recurría a metáforas deportivas de corte nacionalista. Pero no me dio oportunidad de decirle nada, porque empezó a exponer punto por punto su plan de recuperación. Esas mujeres tenían que aprender que había un código. No generaban interés en los productos, no insistían lo suficiente y perdían el tiempo hablando de cosas personales. De ahora en más, nada de hora de almuerzo, nada de ausencias por enfermedad ni llegadas tarde con la excusa de los disturbios sociales. La señora alta con la hija anoréxica estaba llegando al clímax de su carrera gerencial. Sudaba. Es más, dijo levantando la voz: nada de fotos de familia, del mar o de gatitos. A partir de mañana, Beatriz y Elizabeth tendrían que hacer sus llamadas mirándose en un espejo que cubriría todo el panel de sus cubículos. Eso les enseñaría a ser productivas. A vigilar que, mientras ofrecían la maravillosa vida de la gente con muebles de jardín, hubiera una sonrisa en sus labios. Todos los manuales de marketing lo aseguraban. La sonrisa telefónica era fundamental para cerrar ventas. Yo, que era una chica capaz, a la que le esperaba un futuro brillante, debía entenderlo y ponerme a trabajar en serio. No bastaba con que las controlara, tenía que entrenarlas en eso, enseñarles a que sonrieran telefónicamente las ocho horas de su jornada laboral.

Quisiera poder decir que le respondí con un discurso que empezaba en el fordismo y terminaba en Deleuze. O, por lo menos, que me fui dando un portazo. Pero no hice nada de eso. Yo, que podía predecir la ocurrencia y la velocidad de los vientos patagónicos, que guardaba datos tan preciosos en mi cerebro como que en una tormenta de dos horas caen aproximadamente dos mil rayos, que había sido moza, librera, vendedora de medias y maestra particular, que había acometido con igual valor esas y muchas otras hazañas en mi corta vida, apenas dije que no, que no era capaz de obligar a esas mujeres a mirarse en el espejo y a sonreír estúpidamente mientras intentaban venderle muebles de jardín a gente que estaba al borde del colapso emocional. Me levanté de la silla, junté rápido mis papeles y agregué que hacía rato que estaba pensando en renunciar para dedicarme a mis estudios y que ese parecía el mejor momento para hacerlo.

En cuanto al futuro, yo ya lo había visto y no tenía nada de brillante: era un grupo de viejos robando paquetes de fideos.

La euforia me duró unas semanas. Me emborraché, fumé hasta no poder respirar, salí a andar en bicicleta, visité a mi hermano menor y a todas las amigas que tenía relegadas por culpa de mis obligaciones laborales. Blas, que siempre había sido un chico sereno y enseñaba ajedrez en una escuela, me recibió con la noticia de que se había comprado un arma. Un revólver.

-Es que por acá también están saqueando casas -me dijo mientras balanceaba una anilla gruesa en la que noté dos llaves nuevas: la de un candado que aseguraba la cadena del portón de entrada y la de un pasador para la puerta de la cocina.

Sin despreciar su noble impulso de defender la mansión familiar -la casa en los suburbios en la que nos habían criado nuestros abuelos-, le señalé que si alguien quería entrar a robar, lo haría por el techo, que se caía a pedazos.

-Para eso tengo el revólver -contestó.

Podría haberme mudado con él, pero la casa estaba demasiado lejos y llena de perros que rescataba de la calle. Mi hermano mayor, un médico exitoso que vio esfumarse los ahorros de toda su vida en cuestión de días, había hecho las valijas y, con la excusa de volver a las raíces familiares, se había ido a las Baleares. Trabajaba para la Cruz Roja y respondía con estoicismo a las preguntas de los lugareños, a los que les importaba un carajo que nuestro abuelo hubiera huido del franquismo, solo querían saber por qué Félix venía a robarles el trabajo a los médicos españoles. Entre todas las respuestas posibles, mi hermano optaba por César Vallejo. Terminaba de vacunar a un paciente y, con la misma emoción con la que nos mostraba cómo usar un juego de química cuando éramos chicos, recitaba entero «España, aparta de mí este cáliz».

Desde mi renuncia, el mundo parecía haberse transformado en un agujero negro. Daba vértigo. Si mi profesor de inglés robaba comestibles, Blas tenía un arma y Félix, que nunca había leído poesía, recitaba a Vallejo en las Baleares, yo podía hacer lo que quisiera. Dejé la facultad, me dediqué a mirar basura por televisión y a leer cuanto cayera en mis manos. Todavía había mendigos, cartoneros y grupos de indignados que se manifestaban de vez en cuando, pero muchos ya se iban reincorporando al mercado de trabajo. Parecía que la sonrisa telefónica estaba triunfando en todas partes. La miseria compartida había durado poco. Ahora solo me quedaba la personal.

Empecé a caer. No como un rayo, ni como una estrella, ni siquiera como la manzana de Newton, que al menos alcanzó inmortalidad científica. Caí como una chica de veinticuatro años: rápido y con todo el cuerpo.

Primero me acosté con un ex novio que estaba casado y tenía dos hijos. No se parecía en nada al rugbier de dieciséis años con el que yo había compartido salidas y recitales. Estaba gordo, pelado, exhausto. Hacía poco lo habían metido preso por tomar alcohol en la vía pública (los policías disfrutaban de obligarnos a atravesar la crisis sin ninguna sustancia paliativa, se ocupaban de que sufriéramos en absoluta sobriedad). En dos semanas de sexo más bien convencional, destruí los pocos recuerdos buenos que tenía de mi adolescencia. Lo disfruté. Me sentí salvaje, alternativa, profética. No me estaba evadiendo. Me estaba reinventando, solo que había elegido empezar por mi pasado y no por mi futuro. Una vez, él llegó tarde, borracho y con un bolso. No lo dejé ni hablar. Llamé a un taxi y lo devolví a su casa. Esa misma noche, me acosté con un hombre que conocí en la barra de un bar. Lo hicimos en el baño de hombres. Después hubo otros, pero me acuerdo de este porque cuando se despidió, me dio un librito azul oscuro. Era una Biblia, versión evangelista. Le faltaban varias hojas, que habían sido cortadas con suma prolijidad (supuse que las usaba para armar cigarrillos). “Es lo único que tengo”, se disculpó. Se la acepté.

Unos días después, noté que me dolía el pecho al respirar. Además, el sol me molestaba. Puse frazadas en las ventanas y desconecté el teléfono. El televisor estaba siempre encendido. Se había puesto de moda un reality en el que doce extraños convivían en una casa. Los veías bañarse, comer, dormir, pelar una naranja. Todas las cosas que yo había dejado de hacer.

A Blas, que no podía dejar solos a los perros por mucho tiempo, lo visitaba muy de vez en cuando. Le hablaba de cualquier otra cosa. De las lunas de Marte, que en realidad son asteroides, de mi destino fallido, que podría haber rivalizado con el de Juan, el primer y único astronauta de nuestro país, un mono capuchino que solo llegó hasta la mesosfera. Nos reíamos. Él me contaba del ajedrecista soviético que iba a los torneos acompañado por un telépata. Era un parapsicólogo que se sentaba entre el público y distraía al oponente enviándole pensamientos sobre cómo había traicionado a su país exiliándose en el extranjero. “Abandone el torneo”, le repetía con su mente una y otra vez. También nos reíamos de eso. Del destino de Blas, del de Korchnói y del de toda la Unión Soviética. Salíamos a la noche, con los perros, y nos tirábamos en el pasto. El cielo de los suburbios se veía más puro, de un negro casi cristal.

Pasaron los días. No adelgacé, ni me enfermé ni vino el cuerpo a avisarme que la vida que llevaba no era ni más feliz ni más sana que la de una oficinista. Me avisaron mis vecinos. Alguien se quejó de mí al consorcio del edificio. Deslizaron una nota por debajo de mi puerta que hablaba de “extraños que iban y venían a altas horas de la noche”, de “ruidos molestos” y de “poner en peligro la seguridad de todos”. Además, debía tres meses de expensas.

Ni siquiera me enojé. Desconecté el timbre y coloqué una toalla enrollada en el piso, frente a la puerta. Puse el Álbum blanco bien bajito, encendí un cigarrillo y me tiré en la alfombra a mirar el techo.

Cuando una lleva días sin salir de la casa, empieza a ver cosas que antes no veía. Es parecido a volver de un coma. No ves la luz al final del túnel, pero tu vida aparece con otra nitidez. Esa tarde, tirada en la alfombra de mi departamento, vi: un grupo de hormigas rojas intentando levantar los restos de una manzana que había debajo del sillón, un corpiño que había quedado atrapado entre dos almohadones, unas hojas con ejercicios de cálculo manchadas de vino tinto, uno de los catálogos de muebles de jardín abierto en una página con un balcón diminuto que decía: «¡Solo falta el sol!», tres tazas sucias, un bol con fideos pegoteados, decenas de colillas de cigarrillos en distintos recipientes. Volví los ojos hacia el cielorraso y descubrí dos rajaduras. Hundí mejor la cabeza en los almohadones y crucé una pierna sobre la otra. Cerré los ojos y los volví a abrir. Vi mis dedos amarillos de nicotina sosteniendo un cigarrillo que parecía no consumirse nunca.

Afuera se escuchaban niños que jugaban a la pelota y vecinos que se saludaban. Decían cosas de lo más extraordinarias, como “mañana nos vemos”, “es lo que hay” o “siempre que llovió, paró”.

Fumé una pitada y retuve el humo en mi pecho todo lo que pude. Estiré una mano y subí al máximo el volumen del disco. Una de las frazadas en la ventana se soltó y un rayo de luz reveló el polvo suspendido que había en la habitación. Las cosas a mi alrededor alcanzaron su punto máximo de nitidez. Sentí que flotaba como un globo dentro de mí misma.

Alguien empezó a golpear la puerta de mi departamento. Primero con suavidad, después con algo que parecía un pedazo de madera, tal vez una escoba o un bastón. Respiré hondo, apagué el cigarrillo en una taza con restos de café, rodé por la alfombra hasta quedar de cara al piso y, con el disco de Los Beatles todavía sonando a todo volumen, me puse a seguir con el dedo el ejército de hormigas que había debajo del sillón.