El cuento por su autor

Los destellos, las pequeñas iluminaciones que me despiertan una emoción duradera, suelen tener como destino un cuento. No importa lo malogrado que pueda resultar, lo que importa es el instante que lo provoca. Las mariposas están entre mis preferidas: su vida breve, el vuelo lento, la inquietud que provoca su visión o su sombra, el aleteo, todo tiende a la demora. Así borroneo una historia, al compás de los resplandores. Una mañana caminaba entre árboles altísimos en compañía de tres personas que recién conocía. Llevaban un perro. Me mantenía alejada porque les tengo miedo a los perros y éste parecía bravo. En un recodo me sorprendió una iridiscencia azul entre unos arbustos bajos que resultaron espinosos. Me acerqué; se alejó. De las mariposas azules se dicen muchas cosas: que son espíritus, que tienen oscuras significaciones, que son un buen augurio. Seguí ese brillo azul entre las plantas hasta que lo perdí de vista y me perdí entre los árboles. Desorientada, llamé a mis compañeros ocasionales que ya estarían lejos. Uno de ellos me contestó. Iba a gritar otra vez, pero escuché sonidos de animales que no conocía. Me quedé callada y sigilosa hasta que todo alrededor estuvo en silencio. Grité. Uno de ellos me contestó. Por suerte, las voces parecían propagarse sin obstáculos, pero no lograba entender las palabras que traía el viento. En el monte todo se confunde. Escuché un ladrido. La familiaridad me tranquilizó. Los ladridos siguieron hasta que encontré el camino y las personas vinieron a mi encuentro. Acaricié al perro que movió la cola y apoyó el lomo en mis piernas. Ellos tres siguieron andando, internándose en el monte. Los vi alejarse. Volví al hotel; el perro vino conmigo.

La mariposa azul

Mi hermano no mira para atrás. La espalda ancha y el sombrero de paja, que es lo que veo de él, se alejan perdiéndose entre las matas bajas y la sombra de los árboles altos. Cada tanto da un machetazo a los matorrales que nos cortan el camino. Tiene los brazos bronceados y el cuello nudoso. No lo recordaba así. Cuando nos despedimos, él era distinto. Esa mañana llovía y creo que siguió lloviendo durante varios días; estábamos en mi casa, él había venido a despedirse. Le pregunté por qué se iba. Tardó en contestar. Necesito alejarme un poco, dijo. Se quedó mirando los libros de la biblioteca. Me acuerdo que le dije que se llevara los que quisiera, pero no se llevó ninguno. Puse en un bolsillo de su mochila el botiquín de primeros auxilios que le había improvisado, una libreta y unos lápices. Para que me escribas, dije. Le pregunté cuando volvería. Se encogió de hombros. Cuando me encuentre, dijo. Nos abrazamos. Saqué del portarretratos una foto de cuando éramos chicos y se la di. Para que no me olvides, dije.

–Me la das cuando vuelva. Vos sos más cuidadosa.

Guardé la fotografía, pero mi hermano no volvió. Pasaron cinco años y me envió, en total, cuatro cartas de pocas líneas en las que me contaba cada vez, dónde vivía en ese momento. Eran lugares distintos, siempre alejados de las ciudades y de lo que él llama progreso. En la última carta decía que estaba viviendo en el corazón de la selva. Entendí que ahí se iba a quedar. Se habría encontrado ¿Sería feliz? ¿Pensaba volver? No lo decía en las cartas ni me invitaba a su casa. Yo lo extrañaba, por eso le avisé que iría. Busqué el lugar en el mapa, cuando lo encontré tuve que viajar por aire, por tierra y cruzar un río hasta que por fin llegué a su casa, donde duermo sobre una cama de madera dura, me lavo la cara con agua del río y por las mañanas tomo una taza de café sentada en el suelo, a la sombra de un árbol de castañas. En este lugar no hay canillas. Se almacena el agua de lluvia o se la va a buscar al río, barranca abajo. Es un río ancho y colorado, con árboles en sus orillas. No hay luz eléctrica. El cielo está limpio de cables. Uso una linterna sobre la cabeza como hacen los mineros, regalo de una chica española que conocí cuando llegué. Esa noche me vio tanteando para encontrar mi habitación. Mi hermano se maneja en la oscuridad como un gato. En estos días que estamos juntos otra vez recordé que él supo ser alegre, que le gustaba ir al cine o conversar en los bares, mirar por la ventana cómo se hacía de noche, encender una lámpara y sentarse a leer. Eso hacía antes. Traje la fotografía, pero aún no se la di. Yo tendría cinco o seis años, él, diez u once. Los dos tenemos gorros y bufandas de lana. Él me agarra la mano. Ninguno mira a la cámara. Estamos en el jardín de la casa de la calle Francia y no me acuerdo quien sacó la foto.

Esta madrugada mi hermano entró a buscar un machete que guarda debajo de la cama donde duermo. La claridad de la luna entraba por la ventana. Yo estaba despierta. Dijo que siguiera durmiendo, que todavía era de noche. Me senté en la cama y le pregunté a dónde iba tan temprano.

–Al aguajal –dijo.

Yo había escuchado que las palmeras aguajes estaban lejos, pero le dije que quería ir con él.

–Es un pantano –dijo– hay peligros, a la vuelta hablamos.

No quería que se fuera, entonces corrí el tul mosquitero que envolvía mi cama y señalé la fotografía que había pegado con cinta en las tablas de la pared. Él dio vuelta la cabeza y la miró. Éramos unos niños, dijo. Me alegré porque así se llama un libro que me gusta y él se había acordado. La despegó y se acercó a la ventana. Iba a preguntar si sabía quién nos había sacado la foto cuando estiró el brazo y dijo:

–Te dije que la tengas vos.

No la agarré ni lo miré.

Mi hermano estaba parado en el medio de la habitación, con el machete en una mano y la foto en la otra. Tenía fruncido el entrecejo. Le pregunté por qué me anduvo esquivando desde que había llegado.

–No te esquivo –dijo y volvió a pegar la foto en la tabla– estuve ocupado. La naturaleza no da respiro. Tampoco permite acumular cosas –se paró frente a la ventana mirando para afuera, todavía estaba oscuro–. Las plantas crecen sin parar –dijo. La luz de la luna lo envolvía. Mi hermano parecía un fantasma–. La lluvia, el calor, el clima de este lugar degrada todo –dijo–. Las telas se arruinan. Los metales se oxidan. La piel se arruga. Los papeles se humedecen –se dio vuelta y me miró–. Y no necesito objetos valiosos.

–Son recuerdos –dije.

–No los necesito –dijo y salió.

***

Me vestí y salí también de la habitación. El aire fresco que venía del río traía olor a barro y a peces y todavía no hacía tanto calor como hace ahora, que es la hora de la siesta. Me acerqué a la cocina. Mi hermano estaba cargando agua en una cantimplora. No levantó la vista y dijo si querés vení pero liviana, sin mochila. Yo estaba enojada y no pensaba hablar con él, pero quería ir. Acordate que hay peligros, dijo. Y ponete unas botas de goma. Un muchacho sueco que la noche anterior había dicho que quería conocer la profundidad del monte, estaba poniéndose repelente para insectos en las piernas. Tiene la piel blanca cubierta de vello rubio y mucho miedo a que lo piquen los zancudos. Apenas hubo un poco más de claridad, dejamos atrás el conjunto de casas de madera que acá llaman comunidad.

Caminamos en dos grupos: mi hermano y el muchacho sueco adelante, yo y una perra chica de patas cortas y pelaje amarillo a la que todos llaman la negrita. Es una perra sigilosa y viene detrás, conmigo. El muchacho sueco trajo su machete y cada tanto da golpes a las ramas sin ton ni son, tal vez quiera espantar a los zancudos. Ellos dos caminan rápido. Intento seguirles el paso. Mi hermano parece conocer por dónde vamos. En una zona hay barro por eso caminamos más lento, entonces me pongo a su lado y decido hablarle porque estoy un poco menos enojada. Señalo un grupo de árboles altos que tienen las raíces con forma de aletas y parecen naves espaciales.

–Ceibas –dice.

El camino se angosta de golpe y no permite el paso. Tal vez un animal pequeño y ágil podría pasar. Es una huella, como una línea entre el enredo de plantas. Le dan unos machetazos y se ensancha. Hablan entre ellos. No entiendo lo que dicen. Llevo una libreta y un lápiz en el bolsillo del pantalón. Este es el lugar que eligió mi hermano para vivir y no quiero olvidarme de nada. Escribo la palabra ceiba. El sol ya está alto. Empiezo a transpirar. Creo que me abrigué, aunque en esta época del año no hace tanto calor. La chica española dijo que no me ponga zoquetes debajo de las botas de goma, que el calor y la humedad son terribles en cierta época del año. Me gustaría ir conversando con mi hermano. Decirle que varias personas preguntaron por él y mandaron saludos. Que presté su bicicleta y que Dani se casó. Que si él se acuerda quién nos había sacado la foto. Que antes de venir pasé por la casa de la calle Francia y el jardín no existe más. Pero vamos caminando callados y distantes uno del otro. ¿Qué hora será? Salimos tan temprano. El sol está alto. No le sigo el paso, él se adelanta cada tanto, y me obliga a correr. El chico sueco también camina rápido. Me sorprende no encontrar animales. Insectos sí, muchos. Pájaros también. Animales grandes, no. Mamíferos, no. O raros. Tal vez en el aguajal. Quisiera preguntarle si por acá hay animales feroces como en los documentales, pero mi hermano y el muchacho sueco van conversando entre ellos. Una sombra cruza a la altura de mis ojos, salió de adentro del matorral. Pensé que era un insecto y lo espanté con la mano pero vuelve, ahora abre las alas: no es un bicho, ni una hoja seca que se desprendió de algún árbol: es una mariposa azul. Las alas en abanico; suelta la iridiscencia y encandila. Escucho el aleteo. Pareciera que la selva detuvo sus sonidos; gira, se escurre entre los árboles; estoy quieta, no quiero espantarla; despacio, doy vuelta la cabeza. Está sobre una rama, plegada se confunde con la madera. Estoy cerca, si estirase el brazo podría tocar sus alas, pero levanta vuelo. Me da la espalda y se va. Eso es todo.

En lo alto las ceibas se juntan. El sol las ilumina. El sombrero de mi hermano se confunde con las ramas; en su espalda se dibujan los claroscuros de la espesura. Lo miro abrirse paso entre las plantas con el machete; quisiera que me de la mano pero él no mira hacia atrás. Me inquieta el vacío que dejó la mariposa azul; entonces me doy vuelta y empiezo a desandar el camino. Algo se mueve entre los yuyos bajos: es la negrita que asoma su hocico rosado. ¿Estuvo cerca todo este tiempo? Levanta la cabeza y mueve el rabo. No ladra. Ella se adelanta y me guía siguiendo su propio rastro.