Platero y yo, la elegía andaluza de Juan Ramón Jiménez, propone esa intangible y bucólica narrativa entre un hombre solitario y su compañero que brilla sin palabras: burro, mascota, escudero, cabalgadura. Encuentro ancestral y mitológico entre el hombre y la bestia, entre el hombre y el ángel que no lleva huesos, entre la bestia de lo humano de la cual él se refugia y lo humanizado de poder tocar la platería de ese ser posiblemente puro, improbable, también bendito. Fueron las lecturas que nos embelesaron, esas lecturas obligadas en la primaria de un tiempo perdido en la educación pública. Quizás no dejaban de ser las lecturas domesticadas de la España profunda, pueblerina, ancestral, sometida, signo de la otra domesticación, la del burro alter ego del hombre. También la domesticación más sutil de la pretensión del retorno a la fusión con la naturaleza y con las cosas simples de la vida: abolir la dimensión política participativa y transformadora que requieren los momentos colectivos dolorosos. Jiménez, eximio poeta y hombre de su época, tomo parte activa los años venideros en la República Española y entonces dejó salir los embates de la caja de Pandora. Cado uno entiende en un momento de su vida que no alcanza con palabras poéticas y metáforas elaboradas, hay que dar también el paso y soportar el alcance que esas palabras promueven en el corazón de los hombres y de sus desigualdades.
Creo que no ha sido casual que esta lectura, al menos en la experiencia de mi generación, se leyera entre el gobierno de Onganía y en la dictadura militar, y que hay allí una voluntad tal vez propicia al inconsciente colectivo de calmar cualquier intento de producir voces críticas y relaciones con la realidad circundante, con lo actual proliferante. Nada como lo bucólica intemporal ante la violencia de la realidad abrumadora.
¿Somos Platero que muere en estado de inocencia y habita el cielo de Moguer, la aldea natal del autor? ¿Somos Jiménez que vive en un silencio que es también su diáspora? ¿Somos el loco, estigmatizado, cuando se acerca al pueblo, acuñado y atacado por las voces de los niños? ¿Somos los poetas, que escuchan niños en el trino de los pájaros? ¿Somos los rabiosos que ya no queremos recordar ni hablar de ciertas cosas? ¿De qué modo se ha encarnado el dolor que hay en tanta mansedumbre en mi país? ¿De qué modo en esta especie de reconversión a lo familiar tradicional, pero sin familia, hemos retrocedido al siglo XIX? Estamos tan solitos.
¿De qué modo no quedará para nosotros ni el horizonte de la lápida? Aunque no haya cuerpos en el Parque de la Memoria, los nombres existen. Cuando se habla de la batalla cultural siempre habrá en juego un lance con la memoria activa y crítica. No abandonemos las enormes explanadas de ese Parque que nos confunde con los nombres para que no olvidemos que estuvimos y estuvieron vivos.
Alguien tomará la palabra, algunos lo haremos, es nuestra responsabilidad tomar calles y palabras, desplegar las banderas, sumarnos a la plaza y también hacer de las catacumbas una impregnación de la vida en comunidad y de la rebelión en ciernes. No nos entreguemos sólo a las catacumbas, son buen refugio y allí se piensa y elabora, pero falta el aire.
Pensamos que lo deshumanizante solo habitaba en el cuerpo de esta era tecnológica. No es más que una entre otras de las tantas restauraciones conservadoras. No es más que una entre otras indecisiones en nuestra piel exaltada y escaldada. No es más que una entre otras diásporas y dispersiones. ¿Dónde y cómo habremos de reagruparnos? Para parafrasear a Gabriela Borrelli en la apertura a su libro Aquí, Argentina, “La crueldad siempre estuvo de moda” --y el “siempre” es el epíteto que hace la grandísima diferencia con cualquier inflexión de la moda--, lo deshumanizante de estas restauraciones siempre estuvo de moda en mi país, y en el tuyo también, ¿viviremos en el mismo país?
¿Desde dónde hablaremos, cómo tomaremos las múltiples pastillas que hacen despertar para transformarlas en voz profunda y transmisión?
Aunque tengamos que hablar solos, aunque nos quedemos hablando solos, no significa que no hablemos para alguien, para algunos, para lo porvenir, para lo que tendrá necesariamente que transformarse. Papá decía que algunos tenían un toscano en la oreja. Alguien seguramente escucha en el desierto, aunque sea un eco imperfecto. El desaliento, que es un modo de letargo inerte que nos quita hasta el aire último de la respiración, aunque le contrapongamos cierto desenfado, asfixia malamente. Hablemos desde el llano y encontremos las flores que habitan los desiertos. Que sea provocación y no púlpito, me lo digo a mí mismo.
Pasemos la voz como en las mejores contiendas y en las esbeltas pasiones de la vida. Pasemos la voz con sabiduría y también en la gran censura de las mesas, de eso se habla, pasemos la voz en la intimidad casi sagrada de las camas y sus amores. Pasemos la voz dando la cara. Pasemos la voz para que se escuche, para que retorne, para que resuelva, revuelva, para que fluya. Pasemos la voz para que nos haga tropezar.
Amigos oligarcas, también quiero contarles a vosotros que la mansedumbre extrema es peligrosa. Si no, ahí tienen la rúbrica explosiva y las muestras nunca gratis de la historia argentina. Me despedí del Colegio investigando la Semana Trágica del 19. A vosotros, los que usan tupé y lloran el pasado, los jóvenes de ayer --porque joven se es sólo en presente--, sólo les recuerdo el final de Los santos inocentes de Camus, película estética, inteligente, brutal, divina apertura posfranquista. Hay un “aún peor” en la mansedumbre, en ese error de cálculo que se entiende como debilidad de espíritu, la supuesta debilidad que proviene de hincarse de rodillas y resignarse ante el oscurantismo, con el que inundan, con el que intentan inundar cada instante de respiración. Cuánto nos hostigan, ¿no es cierto?, vosotros, señores melancólicos de la restauración conservadora. A vosotros os digo, cuidado con las peores pesadillas de los mansos, algunas implosionan, otras explotan y abrojan en el pastizal despabilado.
Una ilusión, por qué no, una explosión de flores en este despertar, tal vez se mofen los oligarcas y los vendedores de patrias a domicilio, los vendedores ambulantes que andan tocando los timbres de las casas suntuosas y extranjeras. Era más divertido el rin raje. No se mofen tanto del espíritu romántico, que es lo que en verdad sostiene cualquier bucólica, porque detrás de eso, para el que sabe leer, para el que sabe retomar, siempre hay una reivindicación y una repulsa. Siempre habrá un Oscar Wilde transfigurado en el borde de esa extravagancia y también hay una revolución, hay una bastilla, un continuará después de que se diga basta. Recuerdo una viñeta de Mafalda, la maestra pregunta en clase si alguien no entendió algo de esa lección en particular y Manolito se para y dice “yo no entendí, desde principio de año hasta ahora”, y a mí me encantó, porque me duele ser un poco Manolito y me da vergüenza y no tengo las agallas para preguntar y decir: no entendí, nada, o casi nada, que no es lo mismo, pero es igual. ¿Habremos entendido los que creemos que entendemos?
¿Quién es Platero? ¿Quién soy yo? ¿Quién es el poeta? ¿Quién es la bestia en esta historia? ¿Quiénes los santos inocentes que alcanzan el cielo ciego? ¿Quiénes los humanos que sostienen y soportan hoy mismo los embates de este tocador sádico, lleno de violaciones en technicolor? ¿Quiénes seremos en esta historia? No lo sé, ni siquiera sé si estaré con vida, porque hay días que necesito y deseo morir, pero otros seguro que sí estarán. ¿Será una obra en clave de drama o de tragedia? Nadie lo sabe todavía, quienes despertarán a viva voz de la pesadilla para poder decir y realizar.