El cuento por su autor
Nunca elegí amigos que se sintieran del todo confortables en este mundo. Cierto grado de incomodidad me resulta sensato y necesario. El mundo es un lugar muy raro, donde cada uno se las arregla como puede. Los personajes de este cuento, por cierto, se las arreglan bastante mal. Como suele suceder, todo partió de una historia de la vida real. Una amiga estaba en una situación parecida a la chica de mi cuento, su adicción a las anfetaminas había excedido los límites del placer. Un día le llevé a la casa un plato de ñoquis con jamón a la crema y me la encontré diciendo disparates en pleno ataque de paranoia. No sabía qué hacer para tranquilizarla, la lógica no horada la caparazón de la psicosis. ¿Cómo ayudarla? Después supe que esa misma noche, en un rapto de lucidez, mi amiga se había internado para desintoxicarse. Siempre pensé que alguna vez tendría que escribir esa historia. Pero para mi cuento la relación entre dos amigas no era lo suficientemente dramática. Necesitaba los componentes de culpa, de angustia, de desesperación, de odio y amor. ¿Hija y madre? ¿Hija y padre? ¿O mejor optar por un hijo varón? Y, en todo caso, ¿cuál de los dos sería el adicto? Tendrán que leer el cuento para saber cuál fue mi salomónica decisión.
Gaviotas en el bosque
Es un hombre alto y delgado, con cara de pájaro, pelo entrecano y la expresión de un ave levemente desconcertada, como una gaviota en medio del bosque. Lleva colgada del brazo, en una posición incómoda, una bolsa de plástico que contiene algo pesado, y en la otra mano una fuente de horno chica tapada con papel de aluminio. Ahora sostiene todo con una sola mano para tocar el timbre. Nadie abre la puerta. Golpea, entonces, con bastante fuerza hasta que se decide a dejar la fuente en el suelo y usar la llave. Adentro del departamento todo está muy sucio y desordenado. Al mismo tiempo se nota que se ha hecho un esfuerzo desesperado por disimularlo. Una sábana tapa un amontonamiento misterioso, tal vez ropa, sobre un sofá. Hay pilas de libros en el suelo apoyadas con prolijidad contra la pared. En un rincón está el escobillón junto a la basura que alguien barrió pero no llegó a recoger con la pala. El hombre entra en la cocina, deja la bolsa sobre la mesa y la fuente adentro del horno, tratando de no mirar los pegotes sobre la mesada, los platos sucios en la pileta. Por suerte es de día y las cucarachas tienen todavía algún respeto por la luz. Saca de la bolsa de plástico una botella de whisky, lava un vaso y se sirve una medida moderada.
En el dormitorio hay un fuerte olor a encierro y a medias sucias. Un bulto en la cama, tapado con una colcha, se mueve en forma casi imperceptible, como si intentara contener la respiración.
- Soy yo –dice el hombre – Te traje ñoquis a la crema con jamón.
- No me gusta el jamón – dice el bulto.
El hombre suspira aliviado y toma un sorbo de whisky.
- El jamón no está picado chico. Está cortado en pedazos grandes, se lo podemos sacar.
- Pero le queda el gusto.
La chica saca la cabeza de abajo de la colcha. Es una cabeza armoniosa, ella tiene la barbilla que al hombre le falta. La cara podría ser bonita si no fuera por la expresión y por el pelo engrasado, que no parece haber sido lavado en varios días. Sale de la cama. Está vestida y tiene puestas las zapatillas.
- ¿Fuiste a ver al doctor Weingort?
- Sí –dice la chica-. No sirve. No me sirve para nada. Esas pastillas que me dio son una porquería.
- ¿Por qué decís eso?
- Porque necesito muchas para sentirme bien.
- ¿Cuántas tenés que tomar por día?
- Si fuera por él, dos. Una a la mañana y una a la noche. Ridículo.
- ¿Me dejás ver el envase?
La chica abre el cajón de la mesa de la luz, toma una caja de medicación y se la tira. El hombre no alcanza a atajarla y tiene que agacharse para levantarla del suelo. Es un antidepresivo que combina varias drogas.
- ¿Pero qué es esto? ¿Esto te dio? ¿Pero ese tipo es imbécil?
- Obvio. Es imbécil, yo te lo dije.
- Pero esto tiene anfetamina… ¿No sabe que no tiene que dar anfetamina? ¿Para eso le pagamos, para que te recete esta mierda?
- Si me vas a echar en cara lo que te cuesto, te podés ir con tus ñoquis a la crema. ¡Con jamón! Tiene muy poquito de anfeta.
- Sí, bueno, pero a vos no te tenía que dar nada. – El hombre bebe otro sorbo de su vaso.
- Muy poquito. No me alcanza. Necesito muchas más pastis por día para sentirme bien.
- ¿Cuántas?
- No te importa. Papá, estoy muy asustada.
- Ya me di cuenta.
- Tengo miedo de que vengan a buscarme, de que me allanen el departamento.
- ¿Qué venga a buscarte quién?
La chica entra al baño. Tarda mucho. Después de un rato se escucha el sonido del tanque de agua. A continuación, el agua que corre en la ducha. El padre golpea la puerta y como no hay respuesta trata de abrirla, luchando contra el picaporte, pero está cerrada por dentro con un pasador. Se bebe de un trago el resto del whisky y tomando impulso se lanza contra la puerta con el hombro, pero solo consigue lastimarse. Frotándose el hombro golpeado, comienza a buscar algo con desesperación, alguna herramienta. Levanta papeles, ropa, busca en el suelo, debajo de los muebles. No encuentra nada que le sirva. Revisa los cajones de la cocina, desecha un par de cuchillos de punta roma y un sacacorchos. Se oye por fin la voz de la chica.
- ¿Qué estás haciendo? Dejá de revolver mis cosas. No te oía, pa, por el ruido del agua. ¿Será posible que no pueda darme una ducha en paz? Ya está, ya cumpliste, me trajiste los ñoquis. Con jamón. Cumpliste con tu función de padre, ahora podés irte con la conciencia tranquila.
- Pensé que podíamos comer juntos.
La chica sale del baño. Ha vuelto a ponerse la misma ropa. Tiene el pelo mojado. De pronto lo abraza.
- Pa, te quiero mucho. ¿Te acordás cómo te decía cuando era chiquita?
- Me decías muchas cosas.
- Dale, prendé el horno, que a mí me da trabajo. Es por la maldita válvula de seguridad. Te decía “mi zapallito relleno”.
- ¡Jaja, no me acordaba, qué lindo!
- Ayudame a sacar las cosas de la mesa.
Sobre la mesa hay una cantidad de objetos aleatorios. Libros y papeles, pero también una caja de fósforos, una remera arrugada, un cepillo con pelos, un blíster de antiácidos vacío, una goma de borrar, un cartón de leche larga vida que huele mal, una engrapadora, una caja de edulcorante en sobres, un control remoto. El hombre levanta varios objetos pero no sabe dónde ponerlos. La chica se los saca de la mano y los apoya en los estantes de la biblioteca. Él se queda con la goma de borrar en la mano, mirándola con curiosidad.
- No sabía que todavía existían las gomas de borrar…
- Estoy empezando a dibujar otra vez. A veces con lápiz y también con carbonilla –dice ella- Dale, prendeme el horno.
- ¡A dibujar! ¡Eso es buenísimo! Quiero ver lo que estás haciendo.
- Me vas a decir que todo es genial y yo no te voy a creer.
El horno es difícil de verdad. En cuanto se suelta la válvula de seguridad, se apaga, por más delicadeza que se invierta en la operación.
- Tenés que contar hasta cien, papá.
- Te voy a mandar a alguien que te anule esa válvula, no sirve para nada, así no se puede.
- No me mandes a nadie porque igual no lo voy a dejar entrar.
El horno, por fin, queda prendido. El hombre mete adentro la fuente de ñoquis. Después abre la heladera, donde encuentra medio limón y una jarra de agua.
- ¿No tenés hielo?
- No sé. Me parece que no. ¿Lo necesitás mucho?
- Da igual. Podemos tomar así.
- No tomo alcohol. Tomo agua con limón. ¿Vas a almorzar con whisky?
- Vos también tendrías que tomar un poco. Te ayudaría más que esas pastillas.
- Ahora me vas a decir que es más natural.
- Es más natural. Mirá esto. No es cualquier cosa. Es un whisky de una sola malta. Y se sabe de qué está hecho. Cereales. Cebada, centeno, esas cosas. No es una porquería de laboratorio. Hay controles.
- Las pastis del Dr. Weingort también tienen controles. Del ANMAT. La Administración Nacional de Medicamentos. Es una institución muy seria. Muy respetada. En el ámbito internacional.
- Dale, mostrame algún dibujo.
- Te voy a dibujar algo ahora mismo. Especialmente para vos.
La chica arma y desarma pilas diversas, protestando en voz baja contra el desorden causado por su padre. Por fin encuentra las hojas de dibujo que estaba buscando y una caja con carbonillas.
- Mirá. ¿Viste esos famosos artistas chinos que después de no sé cuántos años podían dibujar algo de un solo trazo? Mirá esto.
Aunque no lo logra en un solo trazo, la chica dibuja dos gaviotas volando sobre un mar encrespado. Dibuja con habilidad, con gracia, y ensuciándose mucho las manos con la carbonilla.
- ¡Pero eso es lindísimo!
- Bueno, qué me vas a decir. Sos mi papá, ¿no?
Como si estuviera agotada por un gran esfuerzo físico, la chica se pasa las manos sucias por la cara. Ahora tiene la cara manchada con trazos negros, parece casi un minero de carbón.
La mente del padre da vueltas en su cabeza, encerrada en su cráneo, recorriendo todos los caminos, buscando ese punto mágico y misterioso en que podrían encontrarse.
- ¿Sabías que ayer nació un rinocerontito en el zoológico?
- El zoológico no existe más.
- Bueno, el Ecoparque. O como se llame ahora. Todavía no lograron librarse de todos los animales. No dejan que la gente se acerque a mirar, pero quedan dos elefantas y había una rinoceronta embarazada.
Ha elegido bien. La cara de la chica se suaviza, de pronto parece interesada en la conversación.
- ¿Y nació con cuerno? Siempre quise saber si los rinocerontes nacen ya con el cuerno puesto. Los elefantitos bebés todavía no tienen colmillos…
- Después miramos en el teléfono, seguro que hay algún parto de rinoceronta. ¿Cuántas pastillas estás tomando por día?
- Sesenta. – dice ella.- Te dije que dos era poquito.
Por su actitud parece que el hombre se hubiera desplomado sobre una silla con la cara entre las manos. Sin embargo no es así, ha logrado dominarse y sigue allí parado, al lado del horno, tratando de encontrar más tema de conversación.
- Sesenta es mucho –dice con suavidad, en lugar de echarse a llorar- No es una dosis de adicta, es una dosis de suicida.
- Eso dice el doctor Weingort. ¿Te dije o no te dije que era un estúpido?
- ¿Y él te hace las recetas? – El hombre se sirve otra medida de whisky. La mide rigurosamente con la tapa de la botella. Apenas dos tapitas. Evita mirar la cara manchada de carbonilla de su hija.
- Obvio que no. Las recetas me las hago yo. ¡Por eso van a venir a buscarme! ¿No te das cuenta?
- ¿Falsificaste recetas?
- Sí. Mandé a imprimir con un imprentero amigo. Le dije que estaba trabajando con el doctor, que era la asistente. Mirá, acá tengo el sello que me hice. Con número de matrícula y todo. La firma puede ser cualquier cosa, nadie se fija.
El hombre le ordena a todo su cuerpo mantener el control. Sesenta, dice su mente. Sesenta, sesenta, sesenta. Sesenta pastillas. Es un disparate sin sentido y también es posible que sea verdad, pero no está seguro. Sabe que enfrentarla sería peor. Busca un rodeo. Siente las rodillas flojas y el corazón le late a alta velocidad. Se sienta para no caerse.
- ¿Ves lo que te digo? Por lo menos el alcohol es legal.
- No me gusta el alcohol. ¡Menos que el jamón! Papá, hablemos en serio: necesito que te lleves cosas de aquí. Para cuando me allanen.
Ahora la chica está muy agitada. En el aire hay un delicioso aroma de ñoquis a la crema (con jamón) pero ninguno de los dos parece notarlo. Ella revisa el montón de ropa que está sobre el sillón, tapado con una sábana, y saca una bolsa grande, de plástico transparente, llena de medicamentos.
El padre abre la bolsa y la revisa con cuidado, mirando envase por envase. Hay antiácidos, una tijerita de uñas, paracetamol, una caja de antibióticos casi terminada, antidiarréicos, polvo pédico, un laxante, fungicida, crema demaquillante, anti inflamatorios, pomada china, quitaesmalte, dentífrico. Se sirve otra medida de whisky, esta vez sin tanto control.
- Hija, para qué querés que me lleve esto. Aquí no hay nada que esté prohibido, son remedios normales, no pasa nada.
La chica se echa a llorar. El hombre la abraza sintiendo ese cuerpo delgadísimo temblar en sus brazos.
- ¡Por favor, papá, por favor! Necesito que te lo lleves. Cualquier cosa me puede delatar. Y mirá, hay tantas porquerías acá y no tengo ibuprofeno. A veces me dan terribles dolores de cabeza.
- Pero acá tenés paracetamol.
- No me hace nada. Necesito ibu. ¿No me irías a comprar ibu? ¡Por favor!
- Sí, puedo ir, pero no me dan ganas de dejarte sola… ¿Te duele la cabeza?¿Te está doliendo ahora? ¿Por qué no vas vos más tarde?
- Yo no puedo. No puedo entrar en ninguna farmacia.
- ¿Por qué?
- ¡Ya te dije por qué! ¡No me estás escuchando! ¡Estás borracho!
- No estoy borracho –dice el hombre, irguiéndose con dignidad extrema, mientras se sirve un poco más de la botella-. Si me estuvieras acompañando, te darías cuenta. Mirá, no tomé mucho, ¿ves? Cuando llegué estaba llena.
- Falsifiqué recetas, pa. Seguro que se dieron cuenta. Me está buscando la policía. ¡Me están esperando en la farmacia!
- ¿En qué farmacia? ¿En la de la esquina? ¿En las del barrio? ¿Te está esperando la policía en todas las farmacias de la ciudad? ¡Razoná un poco!
- ¡Sí, en todas!! Compré en muchas farmacias distintas. Apenas entre, se me tiran encima. ¡Me llevan a la cárcel! En la cárcel me muero.
El hombre, ahora, parece pensativo. Toma un trago directo de la botella.
- Quién sabe si no te haría bien. Un par de días en la comisaría. Para desintoxicarte.
- ¿Vos querés desintoxicarme a mí? No es solo la policía el problema. Tengo mucho miedo, papá.
- Si aceptás internarte por las tuyas, te prometo que me interno yo también. Que voy a Alcohólicos.
- Como decís siempre.
- Pero esta vez te lo juro. Por lo que más quiero. Te lo juro por mi hija, por la vida de mi hija.
- Ahora empiezo a tener miedo de vos.
- ¿Qué te voy a hacer yo, hijita? ¿Más que volverme loco pensando lo que estás haciendo con tu cuerpo, con tu vida?
- Esa palabra que dijiste. Desintoxicarte. Tengo miedo de que trates de internarme a la fuerza. Quién sabe ya lo armaste todo, ya está preparado. Tengo miedo de que en cualquier momento entren por esa puta puerta dos enfermeros grandotes y me metan un chaleco de fuerza.
Se escucha el ruido del ascensor. La chica da un grito ahogado y corre a encerrarse otra vez en el dormitorio. El hombre alcanza a entrar antes de que ella cierre la puerta y desde el living, por un rato se escucha su voz tranquila, persuasiva, casi sin tropiezos ni repeticiones, casi sin problemas de dicción. Al fin salen los dos del dormitorio. Van juntos hacia la puerta de entrada, él la abre para mostrarle que no hay nadie del otro lado. Ella espera al principio detrás de la puerta, pero después, poco a poco, se atreve a asomarse al pasillo y comprobarlo. No hay nadie.
El olor a comida ahora es olor a quemado. El hombre apaga el horno, ella lo abre y saca la fuente de ñoquis.
- Están quemados por abajo – dice él. – La parte de arriba todavía se puede comer.
- Es este horno, le cuesta prender, pero después se pone salvaje. –dice ella. - ¿Vas a ir a comprarme el ibu?
- Bueno. Comamos lo comible y después voy.
- Pa, si los rinocerontes nacieran con cuerno, no podrían mamar.
- Vamos a ver.
El hombre saca su teléfono. En seguida encuentra en el buscador un parto de rinoceronte. Se ve a simple vista que el bebé no tiene un gran cuerno, pero es difícil decidir si es o no es un cuernito incipiente esa protuberancia que asoma apenas sobre la nariz.