“Yo no sé dibujar” es de las primeras cosas que suelta, pícaro, Juan Lázaro, artista visual y escenógrafo ensenadense que hizo casi toda su carrera en París, Francia. No parece ser muy amigo de las videollamadas o de Whatsapp, a él le gusta hablar por teléfono. Se dice que pasaba horas caminando en su departamento de París con el auricular en la mano, descalzo, charlando con amigos y artistas de Argentina y de Francia.
Casi no se encuentran fotos suyas en internet: la carrera de Juan se erigió en otra época. Empezó a hacer artesanías en los sesenta, se mudó a París en el setenta y desde ese entonces trabajó como diseñador de interiores y de escenografías para casas como Louis Vuitton o Dior, y hasta le paseó el perrito a Marguerite Yourcenar.
Su inspiración para iniciarse en el camino del arte fue su papá, que construyó con sus propias manos la casa en la que Juan creció en Ensenada. La casa tenía el típico estilo de las viviendas de la zona, de chapa y madera, pero con algunas diferencias. “Era muy moderna, tenía puertas corredizas, unas bibliotecas encima de las ventanas. Instaló una biblioteca suspendida del techo, le armó un barcito. Él era el moderno”, cuenta Juan.
Pasó por varios colegios, en la primaria conoció a Daniel Beilinson, de quien se hizo muy amigo, y se hizo íntimo de “los Beilinson”, como él llama a la familia de Skay. Empezó la secundaria en el Liceo Víctor Mercante, uno de los colegios de la Universidad, y allí tuvo como profesora de arte a Chicha Mariani, que fue quien lo impulsó a cambiarse al Bachillerato de Bellas Artes, para dedicarse de lleno a ser artista.
“Había una pretensión de los profesores de que yo fuera moderno, nunca entendí por qué, pero me salía eso de ser ‘moderno’. La formación del bachi me sirvió muchísimo cuando me fui a trabajar a Europa”, dice.
Su golpe de suerte llegó cuando tenía unos diecisiete años. En esa época trabajaba por pedido y hacía muchas artesanías para la Galería del Este, en Buenos Aires, uno de los lugares de vanguardia del momento. Juan había empezado a diseñar vestidos con telas de trapos de piso y cuero. Le hacía polleras a su tía Luján, que un día le pidió que le cosiera una con un buen tajo, y que en el tajo añadiera parte de una piel de zorro que ella tenía. Juan lo hizo, y finalizó con detalles en seda. “Quedaba finoli”, recuerda. La pollera se expuso en la Galería del Este, y allí la compró nada más y nada menos que la actriz alemana Marlene Dietrich, que estaba de visita por Buenos Aires.
Durante ese período, de muchos encargos y trabajos, escribió un artículo sobre pintores argentinos para la revista Siete Días. Podía hacerlo porque, sorprendentemente, conocía a muchos de los pintores nacionales de renombre. Durante su adolescencia lo apadrinó Emilio Pettoruti, el famoso platense, que le presentó a artistas como Josefina Robirosa o Antonio Berni.
La idea de viajar a París surgió naturalmente. Muchos de sus colegas estaban experimentando en el exterior y París, en esos años, con el Mayo Francés todavía muy cerca, era la capital de lo “moderno”. Juan tomó sus ahorros y se compró un boleto de barco al viejo continente.
“Yo iba de chico a la casa de Emilio (Pettoruti) y él me decía ‘Dibujá, nene, dibujá’. Fue un privilegio. Me presentó gente y me consiguió exposiciones, cuando llegué a Francia tenía contactos con los que trabajar”, reflexiona. Trabajó haciendo artesanías y también como “modelo exótico” para revistas como Vogue. Más tarde, empezó a incursionar en el mundo de la arquitectura y la decoración de interiores, y ahí conoció a Andrée Putman, una aclamada diseñadora de interiores con la que generó un vínculo de amistad.
“Con la Putman nos hicimos muy amigos. Yo iba a trabajar a su departamento, pero ella salía hasta tarde y entonces volvía tarde. Como yo llegaba temprano, empecé a sacarle a pasear el perrito a la señora que vivía en el piso de arriba. El perrito tenía locura conmigo, ella era muy agradable, yo paseaba al perro y después tomábamos café. Así hasta que un día Andrée llegó más temprano y nos vio juntos, y por cómo la trató me di cuenta de que la señora era una persona muy importante”. Juan habla de cuando, por casualidad (y tal vez por carisma latinoamericano), conoció a Marguerite Yourcenar, en uno de los tantos viajes de la escritora a París.
Con los años, compró un terreno en Normandía. Allí, edificó una casona que, claro, no era como cualquier otra casona francesa. Estaba hecha al modo de las de Ensenada: de madera y chapa. “Andrée quedó fascinada, le encantaba”, cuenta Juan. La casa, además, contaba con una habitación llamada “El cuarto africano” dedicada a su colección de arte, en donde reunió piezas de artistas como Duchamp o Picasso.
De su amistad con “la Putman” nacieron varias exposiciones, pero posiblemente la crucial para Juan fue “la del pollito”, en la galería Yvon Lambert. Se trataba de una instalación sonora y visual en una pecera, en la que él había colocado un libro cosido a mano y, sobre el libro, un pollito. “El pollito” salió en los diarios, y a Juan se le abrieron las puertas de la maison Vuitton.
“Para Louis Vuitton hice una boutique en Champs Élysées. Nos pidieron que lleváramos muchos artistas. Afuera pusimos dos esculturas grandes en plástico y oro, sobre arena. En las vitrinas también había arena y, como la iluminé con luz dorada, parecía polvo de oro. En un patio interno se armó toda una ciudad en miniatura, con pequeñas lucecitas. Había artistas de distintos países. Estaba Yayoi Kusama, joven, todos éramos jóvenes”, explica.
Le pido que me cuente de su relación con Miquel Barceló, el artista español, de quien Juan es especialmente amigo.
“Con Miquel fuimos a Argentina. Él no manejaba, entonces lo llevé de paseo en auto por la Patagonia y por La Pampa. Cuando hicimos su inauguración vinieron tres mil personas. Estuvimos en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, y él estaba loco con que quería comprarse un gliptodonte. En París también manejaba yo, lo llevaba al Louvre. A la noche lo abrían para nosotros y nos quedábamos dibujando, tomando vino, pintando”.
También, recuerda la vez que fueron a visitar a Picasso en Saint Tropez: “fuimos hasta allá y no nos abrió la puerta”, ríe.
Actualmente, Juan reside en la montaña, cerca de la frontera con España. Trabaja en un “cubismo sintético”, pero con más tranquilidad que antes. Todavía camina descalzo por su casa, y todavía habla por teléfono durante horas con sus amigos del bachi de Bellas Artes.