Azucena está sentada de espaldas a la puerta del rancho, en una silla de madera, una de esas bajitas con asiento y respaldar de paja. Se rasca la espalda, sus manos son grandes y fuertes con uñas largas y curvas.
Una brisa suave le roza la nuca, inmediatamente sacude la cabeza, siente un escalofrío placentero. Es enana, las piernas chuecas apenas tocan el piso. Tiene la cara, angulosa, con nariz aguileña, labios gruesos y muchas marcas de viruela. Sus hombros son estrechos y el pecho hundido. Suspira y con su joroba del costado izquierdo de la espalda sigue el ritmo de una música imaginaria.
Mira hacia atrás, un gato barcino salta de un árbol y se echa junto a otros al sol, entre las macetas. A unos pocos pasos, Jacinta, la patrona, descansa en un catre ubicado debajo de la ventana. Se duerme por momentos y comienza a escucharse su ronquido acompasado.
Viven en una tapera rodeada por un monte de arbustos y espinillos, en medio de un campo de cardos donde tienen instalados panales de abejas, que atiende la muchacha. Pocos metros por fuera del monte supo haber un arroyo de agua salada que se secó hace rato y dejó de recuerdo una salina. El viento que remolinea trae ese sabor. Allí la vida no es dulce, Azucena tiene la piel, la sangre y el alma en salmuera. A un par de kilómetros hay un pueblito minúsculo, perdido en medio del desierto.
La vieja Jacinta no es su madre ni su abuela, la escuchó llorar una mañana entre los pastos altos de la cañada, Azucena era un bebé de pocos meses. La salvó de las fauces de los animales salvajes y la crió sin ningún cariño, cobrándole con creces una deuda impagable: la vida.
La muchacha apoya la pava a un costado del calentador a alcohol, la aleja del fuego la distancia justa, para que el agua no hierva y se mantenga caliente. Con cuidado mete la cucharita en la azucarera y colmada la vierte dentro del mate de calabaza, luego se lo alcanza a la Jacinta, que lo chupa con su boca fruncida de arrugas.
La vieja traga, se ahoga, y escupe flema hacia el costado. Un gato negro ronronea y se frota en las piernas de la chica. Jacinta tose y el pecho suena como un fuelle. Babeando y furiosa tira el mate contra el animal sin alcanzarlo.
Azucena se levanta de la silla, su cabeza de trenzas rojas supera apenas el respaldar, mansa se inclina sobre el mate estrellado contra el piso, mientras espanta una mosca que pulula alrededor del azúcar. En esa posición parece un dromedario enano de una sola joroba. Vuelve a poner la yerba, los yuyos y las cáscaras de naranja dentro del mate, esta vez lo ceba más dulce, con dos cucharadas de azúcar, luego se lo alcanza a la patrona.
La muchacha soporta sin quejas el frío de las noches y el calor insoportable del día. No conoce el amor de las personas. Fue creciendo, mezclada con los perros y gatos vagabundos de los alrededores del rancho. De ellos ha aprendido a observar y acechar, a desconfiar y esconderse, a atacar cuando es necesario.
Nunca empezó a hablar, aunque no es sorda. Fue muy precoz para caminar y trepó desde chiquita con destreza. Tiene ahora unos quince años y la vieja Jacinta, ha pasado, sin mayores cambios, de la maldad a la demencia. La muchacha es dura y resistente como el clima. Soporta el maltrato y el trabajo duro, vive al límite mismo de la condición humana.
Hace unos días encontró a dos de sus gatos quemados. Aunque no la vio, está segura que fue la vieja quien los roció con kerosene y les prendió fuego. Ella estaba en el lecho del arroyo juntando sal, el monte no le permitía ver, escuchó terribles maullidos a lo lejos, y vio la luminosidad de las llamas.
Desde ese momento está en guardia, ceba mates y observa a Jacinta con una mirada imperturbable e intensa de felino en asecho.
Todas las tardes, casi en el mismo horario Azucena le ceba mates a su patrona. Hoy, antes de empezar, ha llenado la azucarera, lo hizo de espaldas a Jacinta que dormitaba en el catre, con cuidado, volviéndose a observarla cada tanto. Con determinación y cuidado mezcló en el azúcar una cantidad importante de veneno para ratas. Y allí está, llena una y otra vez el mate de calabaza y se lo alcanza a la vieja, como le gustan, bien dulces y espumosos.
La noche ha caído en el rancho, Azucena tira la azucarera y el mate en el pozo ciego del baño precario que hay en el patio.
Jacinta, empapada en sudor se retuerce en el catre.