Nacido en Santa Fe, periodista y docente, Leonardo Pez reúne en Bicho sin dueño (Lubieta) -su cuarto libro- treinta poemas, cuya publicación fue posible gracias a Espacio Santafesino, el programa de incentivos del Ministerio de Cultura de Santa Fe. Impresiones vívidas, que miran detalles de la vida cotidiana y cruzan recuerdos, acompañan la lectura de Bicho sin dueño, cuyo marco contenedor lo ofrecen el arte de tapa e ilustraciones de Virginia Abrigo: bichos que ofician como un muestrario de las sensaciones que destila la poesía de Pez.
“La escritura de Bicho sin dueño fue un proceso largo, el más extenso que me ha tocado vivir, por eso me cuesta ubicar el origen. Me acuerdo que en 2014 había escrito Bursinia (Corteza), fue como una despedida de cierto estilo más simbólico. Cada vez que leía esos poemas no me hallaba, no encontraba la voz. Iba a festivales donde pibes y pibas usaban palabras más cercanas y le hablaban a su entorno. Un año después participé en la clínica de obra que dio José Villa, en el marco del Festival Internacional de Poesía 2015, y trabajamos tres poemas míos. Esa vez me acuerdo que me crucé a Cucurto en el ascensor de la sala Lavardén. Con esto quiero decir: respiraba poesía. Ahí me compré la edición de Eloísa Cartonera de Boedo, leí a Casas, a Aguirre (El campo) y a Callero. La procesión iba por dentro”, comenta Leonardo Pez a Rosario/12.
“En pandemia le propuse a José trabajar en una serie. A partir de entonces, fueron cayendo poemas a un documento de Google cada vez más pesado. Traía -o llevaba- textos viejos, fragmentos, frases que escuchaba por ahí y garabateaba o grababa en mi celular. Estaba con la antena alerta. No sé cuánto duró ese estado pero sentía que lo que dijeran familiares, amigos, amigas, y hasta desconocidos en la calle o en el colectivo, me servía, tenía potencial poético. Había que saber dónde ubicar cada registro. Como un coro. También operó un ablandamiento de mi escritura, a partir del ejercicio diario en prensa gráfica. Me fui entrenando, tal vez sin saber, en la escucha y la decodificación de la oralidad. Y los recuerdos y las escenas de la infancia encontraron dónde anidar”, continúa.
-Sentí una respiración cercana a la duermevela, al clima húmedo, al sol que cae o el Paraná dormido; pero con matices que de algún modo muestran que no todo es “hermoso”: hay suciedad, desechos, excremento, etc.
-Cuando le mandé los textos a Virginia (Abrigo), me dijo que le dio “sensación de noches de verano en Santa Fe”. O sea, playa y río. El río visto por quienes habitamos el Litoral tiene esa doble cara de lo cotidiano y lo terrible. Naturaleza a flor de piel, refugio ante tanto asfalto, memoria de la inundación. ¿Qué esconde el río? ¿Qué hará con lo que hemos hecho de él? Es algo que me pregunto sin pretender darle una cuota de “protesta” al poema. En todo caso, el material lingüístico de la poesía me permite enunciar la preocupación desde una mirada concentrada. Escribir termina siendo parecido a construirme un GPS. Una Guía Poética Sensible para entender mejor algo que me obsesiona, para ubicarme en el entramado social y hasta para conocer en profundidad mi ciudad. Como un verdadero GPS.
-El “bicho sin dueño” bien podría ser esa mirada que se pasea por lo que le rodea, y caprichosamente (o no) elige dónde detenerse.
-Es una interpretación que me gusta: la del bicho como flâneur. De hecho, esa fue mi actitud en la caza y pesca de muchos insumos poéticos. En honor a la verdad, la frase que titula el libro siempre estuvo donde está: al final de un poema. Antes de convertirse en “El Chaparral no es lo que se dice una canchita”, el poema tuvo otros nombres y otra estructura. Fue en la clínica de obra dictada por José en el marco del FIPR 2015 que una chica me sugirió, para anular el doble remate, usar el final como título. Decía: “La nostalgia es un bicho sin dueño”. Años después, en las clínicas virtuales con José, repusimos el “bicho sin dueño” al poema, que ya había cambiado bastante. Todos los títulos que barajamos hablaban de un mid-tempo, de un atardecer, de un apagón sentimental. “Bicho sin dueño” terminó ganando terreno por varias razones. Me atrae pensar que es una buena forma de describirme, desde la libertad y el capricho, sin descuidar lo importante de negociar con las necesidades del poema. Un bicho sin dueño, en el poema referido, es como un perro sin correa que hace lo que quiere, como una pelota de fútbol. También hay algo que sucedió y sobre lo cual no tuve control. En torno al poemario se fueron creando una flora y una fauna; los insectos y peces tienen un rol, no diría protagónico, pero sí expectante. Vivos o muertos, están ahí. Sostienen, dejan su huella.
-¿Cómo llegás a la forma final del libro?
-El primer encuentro virtual con José fue en 2020. Desde ahí le planteé que quería trabajar en un libro, y le presenté un puñado de poemas breves. “Son como postales”, recuerdo haberle dicho. Le conté que quería experimentar la escritura de poemas largos -como los de la segunda parte del libro-, pero que no me salía. A mediados de 2022, luego de dos años y seis meses, me cayó la ficha: emprolijamos cada una de las 30 piezas poéticas con afán de artesano. Nos detuvimos en cuestiones técnicas y expresivas, sin dejar de lado la obra como concepto. Cuando los poemas finales desplegaron sus posibilidades, entendimos que sería conveniente dividir el poemario en dos momentos. Al día de hoy, con el libro impreso, siguen sorprendiéndome las conexiones entre poema y poema. Es como si se dieran el pase. En ese sentido, Bicho sin dueño fue diseñado y tramado como una novela.
-Se me ocurre pensar que en tus poemas hay algo de “generación bisagra”, como si estuvieras en medio de dos situaciones; en algún momento hablás del rock, una música que ya no es la marca de esta época.
-Soy parte de una generación que quedó a mitad de camino. Ni analógico ni digital. Entre los mandatos patriarcales arcaicos y la ola feminista. Internet me cambió la vida del mismo modo que lo hizo el saber que no estaba mal ser un varón sensible. Definitivamente somos una generación bisagra; igual, supongo que todas las generaciones nos sentimos un poco así. El rock es lo que no existe más. O, en todo caso, existe en el under o como objeto de museo recreado por libros, series y películas. Y, de un modo ciertamente interesante, renace en emergentes como Dillom, Wos o Trueno. En el poemario es una fantasmagoría, un refugio, una identidad y, por qué no, la renuncia a envejecer. También la estética, ciertos consumos. “Continuado” nace desde ahí, con la angustia y el hartazgo por la muerte en fila de Pau Donés, Rosario Bléfari y Gabo Ferro, entre otros. La actitud rockera la encuentro en ciertos personajes que atraviesan el libro. En el Castrilli del barrio. En el vendedor ambulante que, al mejor estilo Miguel Abuelo, “te roba una sonrisa”. En el Fer Callero, que transforma un festival de poesía en uno de rock. Después de todo, son fenómenos no tan distintos, ¿no?
-¿Por qué la división en dos partes: “Una velocidad distinta” / “No te mueras con tus muertos”?
-Me lo pidieron los poemas. Los últimos dos (“Reconquista” y “Todo bien, Pez?) quedaban, en cierto sentido, fuera de registro. “Una velocidad distinta” condensa textos breves, urbanos -con algunas licencias rurales- enfocados generalmente en el presente. En esta primera parte, mis ojos y mis oídos son los que narran. Santa Fe -del mismo modo que Paraná, Santo Tomé, Colastiné, Arroyo Leyes y Sauce Viejo- son un personaje clave. Tomo prestada la voz de mi ciudad, pesco frases y secuencias mientras camino por la calle o ando por la costa. Miro, escucho, grabo o escribo. Después, ordeno. Desordeno y vuelvo a ordenar. “No te mueras con tus muertos”, en cambio, aloja un par de poemas extensos que tratan de descifrar mi genealogía. Me gusta imaginar que funciona como una precuela. De alguna manera, sienta las bases del pibe de la primera parte, un pibe-sombra que recuerda algunos pasajes de su infancia, pero al que parece que no le pasa nada. Solamente observa.