El desierto de Atacama es uno de los mejores lugares de la Tierra desde donde mirar el espacio, y cuenta con los observatorios más poderosos del mundo. Además de astrónomos, asiste a los cielos cristalinos gente común, en sus carpas, desafiando las condiciones complicadas de una estadía en la aridez, para ver eclipses y constelaciones. Además, el desierto florece y se colorea de magenta y amarillo. Hay pocas visiones de la naturaleza más extrañas que los Penitentes, en especial bajo la luna. Lo recorren vicuñas y flamencos, que beben de las lagunas y pasean por los salares.
Como muchas maravillas de planeta, también tiene su “algo que se ve desde el Espacio”. Es una especie de subgénero del periodismo de curiosidades, resaltar las fotos de aquello que es tan enorme en la superficie que lo ve el Cielo. No son tantos los ejemplos, y en muchos casos son aburridos. La Gran Muralla China, por ejemplo, no se ve desde el Espacio. Es una leyenda urbana. ¿Por qué se popularizó? Lo hizo un escritor, Richard Halliburton, en un libro sobre las maravillas de Oriente publicado en 1938. Fue desmentido miles de veces, pero el arraigo en la cultura popular ya lleva décadas y es parte de una especie de “enciclopedismo común”. Qué se ve y qué no se ve desde el Espacio es una convención: no podría explicarla aquí porque no la entiendo, pero la información es fácil de interpretar: existe una línea que se llama de Kármán que se toma como la frontera entre la atmósfera terrestre y el espacio exterior. Por ejemplo, y mucho menos poética que la Gran Muralla, una de las estructuras humanas que sí se ven es un complejo de invernaderos en Almería, España.
Desde 2023, circula la historia sobre algo que puede verse desde el Espacio en Atacama. Lo que se tomó, en realidad, es una imagen satelital que, por la escala, permite ver la magnitud del problema. Se habla de esto, pero no tanto como se podría, teniendo en cuenta lo sencillo de explicar y lo terrible de la situación. Es un basural de ropa monumental. Desde hace años, una zona del desierto se ha convertido en un área de sacrificio global de ropa usada. Cada año, Chile recibe 60.000 toneladas de ropa desechada. Es el cuarto importador de textiles de segunda mano del mundo. Alguna de esta ropa se revende, pero al menos 40.000 toneladas se tiran ilegalmente en el desierto. El vertedero queda cerca del municipio de Alto Hospicio: hay pilas en un basural al aire libre, pero además, parte se entierra y otra se incinera. Mucha gente dirá, bueno, es solo ropa. Por algún motivo, no tenemos tan claro que la industria de la moda es una de las más sucias del mundo: es responsable del 20% del gasto de agua del planeta y el 10% de las emisiones de gas invernadero. Y la mayor responsable es la moda rápida: ropa barata que se compra y se deja de lado cuando cambian las modas. Según varios organismos que investigan el consumo, algunas de las marcas que, en general, producen para el desecho, es decir, para un solo uso y con mala calidad son Bershka, C&A, Forever 21, Gap, H&M, Shein, Urban Outfitters, Victoria’s Secret, Zara… Muchas de ellas son consideradas deseables e incluso en Argentina se venden muy caras respecto al precio de Europa.
En el Norte y los países desarrollados, una forma popular de desechar la ropa es en locales de segunda mano o caridad, que no pueden compararse con los nuestros: hay muchísimos incluso en ciudades pequeñas y no se los considera vintage, hablamos aquí del Ejército de Salvación y la Cruz Roja, por ejemplo. Muchas de estas donaciones terminan en países del sur global, o sea, justamente donde los estados no pueden hacerse cargo de estos residuos, ni por consumo ni por tecnología. Se arrojan a basurales. Las imágenes de Chile –también hay enormes mercados a cielo abierto de ropa, como La Quebradilla---- se hicieron virales el año pasado, pero no es único lugar con un drama semejante. En Accra, la capital de Ghana, hay montañas de ropa por todas partes. Ghana es el importador de ropa usada número uno del mundo: llegan casi 15 millones de toneladas por semana, y se conoce a estas prendas como obroni wawu, que quiere decir “ropa de blancos muertos”. El mercado de ropa de Accra se llama Kantamanto. Mucha gente trabaja ahí, pero la mayoría está descontenta. En documentales como Textile Mountain, de 2020 –uno de las decenas que se pueden conseguir-- hay muchos vendedores furiosos porque la ropa que les llega es basura: está rota, o manchada o en pésimas condiciones. Algo en su enojo demuestra dignidad: muchos de ellos visten kente, un hermoso y limpio tejido de seda y algodón. Bueno: quizá eso sea idealizar y lo que vistan también sea polyéster, pero los colores y el diseño son los tradicionales, y son bellos. Lo que queda claro es que se piensa que África es tan pobre y sin estilo que se les puede arrojar basura y la usarán. Lo que habla de una profunda ignorancia.
Una manera de exportar ellos mismos estas ropas es convertirlas en otros ítems –un upcycling utilitario-- y o también se reutilizan como indumentaria para trabajadores. Pero no alcanza. Así como tampoco alcanza que quienes usan y compran ropa a una velocidad que se duplicó en treinta años, recurran cada vez más a productores locales o al vintage, que afortunadamente está de moda. Por un lado, la ropa que se produce de forma local es más cara. Por otro, el volumen es tan importante que el esfuerzo local no basta. Es necesario y bienvenido, pero no es suficiente porque se trata de hábitos de consumo globales e instalados. Miremos de qué está hecha nuestra ropa y veremos que usa abrumadoramente polyéster, que con otros textiles sintéticos libera partículas de plástico que constituyen entre el 16 y el 35% de los microplásticos globales que llegan a los océanos. No hay metro del planeta ni conducta que esté excluida del impacto ambiental.
En Accra, la laguna más contaminada por ropa y otros desechos se llama Korle. Tiene salida al mar, y los desechos acaban en las playas de Accra: los cronistas cuentan que no se puede entrar al mar sin tropezar con pilas de ropa y plástico. En el este de Africa, al otro lado de Ghana, en Kenya, la ropa desechada se llama mitumba, e ingresa por la ciudad de Mombasa. La mayoría viene de Europa. Un hospital de Dandora tiene una unidad especial de enfermedades respiratorias que son resultado del humo tóxico de los basurales de ropa. Kenya tenía una industria textil que empleaba a más de medio millón de personas, pero con la introducción de lo importado no se pudo competir. El modelo se replica porque la obsolescencia programada es el paradigma de producción/destrucción. El panorama es tenebroso. Pero además de necesidad, la ropa es placer y juego --al menos para los privilegiados que pueden usarla así--. Se puede buscar a las y los emprendedores que arreglan la ropa; a quienes usan mano de obra local; a las enormes tiendas de ropa usada y vintage que contienen tesoros. Sirve para cambiar los hábitos pero también para amar la moda, que no puede pensarse sólo como veneno, porque no lo es. Es arte y es belleza y es expresión. Es estilo. Claro, siempre se nos va a colar el plástico y siempre vamos a tirar cosas, pero se puede intentar un equilibrio personal. No es mucho, pero son pequeñas velas encendidas para enfrentar el fin del mundo.