El caos creativo del estudio de San Juan y Boedo donde Ariel Mlynarzewicz me recibe no se traslada ni a su carácter, ni a su porte, ni a sus ojos. El departamento viejo de techos altos está repleto de obra y es, en sí misma, una obra. Cada espacio de la pared está escrachado, pintado, o cuenta con alguna firma, grande, chica, encriptada o inconfundible. En su desorden hay archivo, como un álbum de fotos que comienza a sus veintidós años, cuando en aquel viejo departamento pintaba pero además vivía. Ahora ya no, solo descansa como un recuerdo vivo de sus más de cuarenta años de trayectoria. Al fondo, se yergue una torre en crecimiento de tachos de pintura vacíos, pinceles inusables, cadáveres de pomos, muy cerca de un retrato de él mismo de perfil, delineado y algo claroscuro, al que acompaña una dedicatoria inmortal: "para Ariel, mi único discípulo reconocido. Carlos Alonso", y la fecha, de hace veinte años.
"Me mató, ¿no? Muy narigón me hizo", observa Mlynarzewicz, divertido y al pasar, esbozando una camaradería que es cierta. Estudió con Alonso en acto, siendo su asistente, de la única forma posible ("a él no le gustaba enseñar"). "En una época yo iba caminando por el centro, donde había muchos artistas, muchas muestras. Y lo primero que me preguntaban era "¿y qué sabés de Alonso?"". Mucho, entonces, no pregunto.
Pero él mismo teoriza que quizás el importante giro que tomó su pintura, de un primer período más intimista, compuesto de escenas familiares y cotidianas, retratos de amigos y personajes célebres de la cultura nacional, hacia los grandes murales, a partir de 2009, tenga que ver con la "tradición alonsista", ya sea para nutrirse o para pelearse. "Me acuerdo que una vez Alonso me dijo "bueno, llegó el momento de que empieces a ver qué te pasa a vos"", dice. Su primera muestra en el Museo de Bellas Artes, en 2005, fue "la última vez que le pedí permiso". "Dejé de pedirle permiso a mi viejo cuando armé mi propia familia, me trajo quilombo, dejé de pedirle permiso a Alonso, me trajo otro quilombo", se ríe. Pero no dice cuál es el quilombo. ¿Encontrarse?
Otras conjeturas: el uso de otro tipo de herramientas, un expresionismo más arriesgado. "Papá, las figuras se mueven", observó su hijo Marco de niño, encandilado por el efecto de la doble curvatura de "La bienvenida", la cúpula del Teatro Reggio que le encargó el director del Complejo Teatral de Buenos Aires, Kive Staiff, y que tardó nueve meses en hacer. Dice que con esa cita "ya está hecho", y no es una pura hipérbole de padre. A veces los críticos de arte son como niños y quizás exista, en esa frase, toda su poética.
Ese primer mural dió lugar a una serie de gigantescas pinturas históricas, que hace unas semanas decantaron en la inauguración de su obra sobre el episodio de la Vuelta de Obligado, que descansa en la Casa de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires. Se lo pidió personalmente el gobernador Axel Kicilof en una llamada telefónica. Trabajó junto al escritor Pacho O'Donnell, que le contó la historia una y otra vez. No fue la primera vez que dibujó un dictado. En 2010, realizó "Revolucionarios", 15 pinturas de gran formato de personajes históricos en ocasión del Bicentenario de la Revolución de Mayo. Trabajó así, en conversación: la historia de Manuel Belgrano se la contó Gabo Ferro. Juana Azurduy, Hebe de Bonafini. Sobre Manuela Sáenz, Bayer. "A él le hice un retrato, era comiquísimo. En un momento yo agarro el óleo y lo empiezo a tirar sobre el lienzo, a hacer líneas. Y me dice, no, Ariel, lo arruinaste. Y se paró como para irse", cuenta.
No disfruta tanto hablando de su pintura como sí lo hace al contar historias de a quienes retrató. "Tiene que ver con la necesidad de pintar a mi entorno, a mis amigos. A gente de la cultura que me interesaba conocer les hice un retrato. El último que hice fue el de Tute. Lo extendí para poder disfrutar, yo lo tenía medio terminado pero lo hacía venir igual", confiesa. Con algo parecido bromea Fabián Casas en su "Diario de un retrato", que escribió cuando Mlynarzewicz lo retrató a él. Convida café en saquitos y unos chocolates con mazapán que le trajo un alumno de Alemania. Da clases en el mismo espacio, territorialmente bautizado "Grupo Boedo". "Acá vivía la amante de Homero Manzi. El marido era dentista, me lo contaron los vecinos del barrio. Se iba el tipo a laburar y venía Homero que vivía a cinco cuadras, para estar con la francesa". Cuenta que a sus clases venía Omar Chabán. "Tengo todavía algunos cuadros que dejó acá. Tengo los ganchos donde ataba". No es cholulismo, sino una especie de afecto por la huella que dejan aquellos que atraviesan y se dejan atravesar por el arte.
"Puede ser que los murales me hayan ayudado a soltarme, pero en realidad nunca tuve tanta dificultad para eso. Los murales me ayudaron a conocer nuevas herramientas, más que nada. Para el de Exactas utilicé mucho las mopas con las que limpian el piso del edificio, se me ocurrió cuando fui a tomar medidas. La gente que limpiaba opinaba mientras estaba pintando. Yo no solo usé las herramientas que usaban ellos, o sea, les pedí prestado la herramienta, pero también escuchaba sus opiniones. Por ejemplo, en un momento la figura del centro, que era una pionera, una mujer, me decían que se parecía a Charly García. Me decían ¿ves que parece que tiene un bigote de un color de un lado de otro? Estoy abierto a que la gente opine, a dejar que la obra se modifique con aquello que está a su alrededor", dice. Se refiere a la obra "Pioneras", que descansa en el Edificio Cero+Infinito de la Facultad de Exactas de la UBA, en homenaje a las primeras doce egresadas de la universidad. En todos sus murales pareciera que los materiales no convencionales aparecen en su vida como por arte de magia.
Después de pintar la cúpula del Reggio terminó con llagas en la boca. Los vapores quedaban arriba y recién a los seis meses su esposa le compró una máscara. Sufrió vértigo los primeros dos días de Pioneras. Después se le pasó. Trabaja solo, sin asistentes ("no soy poliamoroso"). Y no copia, estudia meses antes de pasarlo al lienzo, pero la obra puede cambiar en cualquier momento por las influencias del entorno. En sus estudios a acuarela y birome de La Vuelta de Obligado, los detalles parecen ser muchos más: los personajes tienen caras y van cambiando sus estilos, aunque nunca son realistas. Tienen expresiones conocidas (son decanos de universidades, amigos) o no son nadie. Los soldados tienen uniformes y después dejan de tener. "Pacho O'Donnell me dijo que no llevaban uniforme, que estaban casi desnudos. Era una pueblada", dice. Todas sus obras que son encargos públicos, murales, las dona. Suficiente con formar parte de la historia nacional.
No muestra sus retratos sin contar. El de Fabián Casas, con quien supieron ser muy amigos, el de Jorge Coscia, cineasta, el de Alonso, claro, y el de su hermano gemelo, que falleció a los 47. Lleva por título "Retrato de mi hermano Diego. La espalda que no me veo". "Me costó mucho porque lo pintaba él y me salía yo. Y había una diferencia. Lo volví loco, hasta que terminé sacándole una foto porque cada cosa que no me salía le echaba la culpa a él. Una de las cosas que tenemos los pintores es que cuando no te sale bien un retrato la culpa siempre la tiene el modelo", sostiene. "Este lo tiene Caparrós. No sé si colgado. Yo había fundido el auto y justo se decidió en comprarme este. Con eso pude arreglarlo", recuerda. Ilustró el ambicioso libro de su amigo Martín Caparrós "La Historia", una novela de más de mil páginas. "En el 96 me llamó Martín, nos habíamos conocido en Página 12. Me acuerdo que me preparó unos churrascos en su casa y me esperaba con un manuscrito de fotocopias anillado. Y me dijo "esto nunca lo van a querer editar". Pero finalmente salió por Norma. Yo estuve tres años para ilustrarlo, él diez para escribirlo. Era un libro inmenso, imaginativo, como de otra época", dice.
Ahora mismo, trabaja en "Manual sobre la violencia", una obra también de gran tamaño que incluirá la performance de ser terminada en vivo junto a un grupo de bailarines. Pero afirma que le encantaría hacer una exposición de sus estudios, porque conserva bocetos, dibujos y borradores de todos los murales que realizó. Da a entender que su archivo de bocetos es grande, como si le interesara, en algún punto, permanecer en los bocetos, y no conseguir formas finales de las cosas. Quizás su obra toda emule, con su expresionismo, el movimiento que su hijo notó en la cúpula del Teatro Reggio.