En los cuentos de La Santita (Consonni), debut ficcional de la escritora ecuatoriana Mafe Moscoso, ronda la muerte. Pero la muerte es vida, crucifixión, entierro, resurrección, destierro, invocación, reencarnación, identidad, memoria y olvido (quizás la verdadera muerte, la más radical). En Latinoamérica los vínculos con este fenómeno son muy diversos dependiendo de las cosmovisiones de cada región. Esa relación entre vivos y muertos es uno de los ejes centrales, además de las cuestiones de raza, clase y género que la autora explora en este libro.

Mafe es Doctora en Antropología. Hace veinte años reside en Barcelona –donde investiga y da clases– pero en 2024 fue elegida como becaria por el Centro de Estudios Apocalípticos y Post-Apocalípticos Käte Hamburger en la Universidad de Heidelberg, Alemania. Desde allí se comunicó con Página/12 para hablar sobre este lanzamiento. Moscoso se define como una "antropóloga disidente" y, sobre esa categoría, amplía: "Me refiero a que hago una anti-antropología. Me interesa muchísimo más la etnografía que la antropología, ya casi no trabajo con antropólogxs, estoy en una facultad de artes así que tengo otros diálogos y mis prácticas están enfocadas hacia disciplinas que, desde mi perspectiva, son mucho menos rígidas".

Ese dato sobre su práctica profesional tiene bastante que ver con La Santita porque –tal como señala Gabriela Wiener en un notable artículo– este libro puede pensarse como una "operación alucinante de restitución" de ciertos vaciamientos que a menudo suceden en la cultura, "una poética política de la re-encarnación". ¿Qué pasa cuando a las expresiones populares se les amputa su espíritu y se esteriliza su belleza, cuando el pueblo que las creó queda completamente borrado? En sus textos Mafe es cuidadosa de esa voz para no apropiarse de algo que no le pertenece.

La Santita es parte de un puente que la autora tiende entre ficción y etnografía, que según ella funcionan como "modos de conectar con aquello que es invisible". Moscoso asegura que el libro es "muchos mundos en un mundo" pero sobre todo habla de "los vivos, las vivas, los muertos y las muertas". Ese abordaje, dice, es desde la cultura andina porque es la que mejor conoce: "Yo vengo de Quito, una ciudad entre montañas. Mi familia viene de las provincias, de zonas volcánicas, entonces esa es la cosmovisión que me aompaña, que intento reconstruir pero que también reinvento".

–Tu libro se resiste a los binarismos en varios sentidos. Por un lado, las fronteras entre géneros son bastante difusas desde lo formal; por otro, hay un tratamiento de lo queer desde la narrativa que es muy interesante. ¿Cómo fue ese trabajo?

–Hay una intención de deshacer ciertos binarismos marcadamente occidentales, blancos, patriarcales y coloniales: masculino/femenino, vida/muerte, ciencia/magia, objetivo/subjetivo, naturaleza/cultura. Hay un tejido minucioso y artesanal de las relaciones en las que todo está conectado y se produce una desintegración del hechizo colonial. Al menos esa es la búsqueda. Hay un trabajo de experimentación con el lenguaje que busca deshacer esos binarismos. En Ecuador hay un movimiento que propone definir lo cuir cuy(r), que son estos animalitos que tienen una presencia muy importante en nuestra región, justamente para tomar distancia del término gringo que tiende a homogeneizar el lugar de las disidencias. Varios pensadores y activistas como Diego Falconí están repensando lo cuir desde lo andino.

Antes de la colonia, en muchos zonas del continente no existían géneros binarios ni prácticas estrictamente heterosexuales. La autora cuenta que en la región de Manabí (que inspiró "Soap opera enchaquirada") se convive con "un tercer género, lxs enchaquiradxs, que se asumen como herederxs de estas prácticas precoloniales de resistencia frente a la imposición colonial de heterosexualidad obligatoria donde la sodomía era castigada". La escritora intentó alejarse de las intenciones puristas o realistas para crear otra cosa, algo que mixture lo ancestral y lo moderno porque, en definitiva, eso es América Latina: puro mestizaje. En sus textos conviven Obi-Wan Kenobi, Chayanne, Kitty, Cristal, Gilda y Julio Jaramillo. "Si hay un lugar desde el cual yo hablo, es desde el mestizaje profundo: el mestizaje andino, el mestizaje cuir, el lugar del entremedio. Esa es mi voz", destaca.

La Santita aloja siete historias y un universo: los mundos invisibles y los personajes de cada relato se conectan entre sí; a todos los une un mismo ritmo, una misma música, como un conjuro. Mafe dice que "hay algo de ritual" y agrega: "Hay un trabajo artesanal con el lenguaje. En el proceso muchas veces eso ha tenido más lugar que la propia historia. Se trabajó con varias capas y una de ellas es la música. No sólo las canciones que aparecen (el libro incluye una playlist) sino la musicalidad y el ritmo de escritura. No se trata de una banda sonora súper sofisticada, en absoluto. Son los referentes con los que crecí, es la banda sonora de donde vengo".

El último cuento narra la complicidad de un grupo de abuelas y nietas para restituir la memoria de un pueblo que ha olvidado cómo morir (y vivir). "Sabía que se había abierto para ella una puerta a otro lugar que era tan real como este mundo", escribe Mafe. Los lectores de Argentina quizás encuentren resonancias con los terrores de la última dictadura cívico-militar; ella cuenta que se inspiró en un trabajo de Carolina Meloni, filósofa argentina muy amiga suya. "Ella es de Tucumán, tiene un tío desaparecido y escribió un artículo sobre los espíritus de los desaparecidos que claman por ser encontrados. Ese cuento está basado en algunos de los documentos que ella utilizó para ese ensayo".

Otro elemento interesante en su narrativa es el punto de vista. En varios casos la perspectiva es la de niñxs y entonces la escucha –una herramienta muy útil en la etnografía– se vuelve fundamental. "Yo trabajé durante muchísimos años con la memoria de niñxs. A veces se asume que no la tienen y te aseguro que yo a los 8 años ya tenía una biografía, un pasado bien pesado, una memoria y una historia. Ya me habían ocurrido cosas, mi cuerpo y mi vida ya estaban marcados. Sin embargo, desde el adultocentrismo que es muy violento se tiende a borrar la subjetividad, a verlos solo como seres del futuro y no como seres con pasado, se los infatiliza. Pero si hay alguien que transmite una verdad radical son los niños. Los mundos infantiles son mundos serios y muy verosímiles".

–En "La Santita" hay una enumeración extensa que decanta en una frase que hoy impacta mucho: "Todos la mataron". ¿Cómo ves este renacer de los discursos de odio y los actos de discriminación hacia lo diferente a nivel global?

–Por un lado, parecería que hay una sensibilización o cierta conciencia; por otro, hay un movimiento reaccionario que exacerba esos binarismos. Es un terreno muy fértil para que crezcan los fascismos que ya están. Esto me recuerda un episodio que acaba de ocurrir en Guayaquil: cuatro niños fueron desaparecidos por militares y el 31 de diciembre recibimos la devastadora noticia de que habían sido torturados, desaparecidos e incinerados por el Estado ecuatoriano, que es fascista y racista. Verónica Yuquilema, una gran amiga mía, escribió algo así como "todos los mataron" y es así. Esos crímenes de Estado nos competen a todos.

Moscoso subraya que intenta escapar de la exotización o folklorización de lo andino: "Huyo de cualquier voz que se enuncie como representativa de una voz que no es la mía. Por ejemplo, lo indígena. Cuando se escribe en contextos europeos, a veces se cae en la trampa de querer satisfacer la visión que los europeos tienen sobre los pueblos del mundo andino y Latinoamérica. Muchas veces se inventa algo que no existe y no tiene nada que ver con los mundos indígenas que son tan cambiantes, heterogéneos, complejos e inabarcables".