Hubo un tiempo de cierto júbilo en los grupos de psicoanálisis ante la declinación del "Nombre del padre", ese significante que organiza a todos los otros significantes y permite el abrochamiento y el advenimiento de una significación, ese punto de capitón que hace que aun dentro de las lógicas diferencias pueda existir una referencia común que evite la errancia absoluta de la significación, la dispersión y el caos. Sin Nombre del padre no hay lazo social. 

Algo parecido, y concomitante, pasó con lo simbólico. Se puso énfasis en el aspecto perturbador del lenguaje, en los efectos neurotizantes del orden simbólico y se devaluó la función pacificadora de la palabra. Se creyó apresuradamente en una especie de caída del muro de Berlín que convocaría a la responsabilidad ética de cada cual para un mundo menos constreñido y menos opresor del sujeto. La esperanza duró muy poco, como siempre. 

El despliegue de la locura actual, la ausencia de amarras y puntos de sujeción, la disgregación, la caída de los límites en la política, la destrucción ecológica, la apropiación planetaria por parte de unos pocos, el imperativo de ir hacia el goce mortífero y la prevalencia de la pulsión de muerte, no dejan de ser consecuencias de un decontructivismo filosófico que tendió a ver en lo simbólico, y en el significante Nombre del padre, sólo una instancia de control y pérdida de las libertades individuales. La fase actual del capitalismo especulativo financiero es armónica a la caída del significante Nombre del Padre. 

Lo que aparece en el centro de la escena actual es la desaparición de los límites y la creencia de que las cosas pueden encontrar su rumbo por fuera de la ley simbólica, es decir, que la economía, las interacciones sociales, la ecología, el acontecer del mundo se acomodarían por su cuenta sin necesidad de ese punto de referencia universal y del consenso de la lengua que permite la existencia del lazo social. 

La consecuencia de esa anomia, de esa deconstrucción de la ley simbólica, de ese mandato a la desobediencia simbólica que se ha venido pregonando desde hace tiempo tanto por derecha como incautamente por parte de algunas izquierdas a partir de un reduccionismo y una laxitud respecto del concepto de “libertad”, es que el neoliberalismo, la fase actual del discurso capitalista, las grandes empresas de la economía mundial, son quienes han pasado a ocupar el lugar vacante y comienzan hoy a erigirse como la medida universal de todas las cosas que rige el acontecer del mundo. Paradójicamente, esa vacancia, esa retirada de la ley simbólica, lejos de generar la expansión de las libertades y una menor constricción civilizatoria, como es la promesa neoliberal (y el sueño de algunas izquierdas), ha facilitado, por el contrario, el establecimiento de una nueva dimensión de opresión universal, instalada en lo real por medio del estricto control que se ejerce a través de la tecnología. 

Nuevos esclavos tecnológicos que esperan al pie de las murallas, los restos y las sobras que puedan ocasionalmente arrojar los señores feudales de este tiempo. Un nuevo dios caprichoso se erige sobre las cabezas humanas. Un dios impredecible al servicio de los dueños del planeta. En síntesis, el decontructivismo filosófico barrió involuntariamente la cancha para la instalación de la actual “ley universal”, ya no simbólica sino dictatorial y antidemocrática. La fase actual del discurso capitalista ha terminado ocupando el lugar del significante Nombre del Padre.

*Escritor y psicoanalista.