No llegó. La primera noche pensaron que se había perdido por ahí. De borracho nomás. Aunque Norma, su mujer, nunca desconfió. Le gustaba el vino a Luis. No las minas. A Luis le fascinaba una mina, la suya. Tenía una red de amigos del barrio con los que solía juntarse a jugar al fútbol y a tomar algo, sobre todo, los fines de semana. El resto de su vida era el kiosco que estaba en la ventana del frente de su casilla y su familia.
Después de volver de la escuela nocturna, Norma se había sorprendido con la ausencia de su esposo. Aunque fuera tarde, Luis nunca dejaba su puesto de trabajo hasta que llegaba ella y cenaban juntos.
Pasada la desazón inicial por su invisibilidad repentina, Norma se preocupó y salió en su búsqueda. A las doce de la noche de ese frío martes aciago, todas las calles y pasillos de tierra y barro de Isla Maciel ya registraban las huellas de Norma, de ida y de vuelta. Luis no estaba.
Norma no pegó un ojo en toda la noche. Desde el amanecer, con la pava y el mate se sentó a esperar junto a la ventana del kiosco. Pasaron las horas y nada. Estaba por encender la tele cuando golpearon la ventana del kiosco tímidamente. El corazón de Norma inició su galope. Fue directo a la puerta, su cara dibujó una mueca inconfundible de alegría y abrió para abrazar a Luis. Cuando la vio a Diana, la vecina de enfrente, con cara de susto, sintió decepción y, acaso, confusión.
–Tengo que hablar con vos, Norma. –tiró sin siquiera saludar y remató: –Adentro.
–Pasá, Diana. –Dijo Norma, seca, con la cara desfigurada.
Diana había sido novia de Luis en su adolescencia hasta que lo largó. Norma siempre sospechó que Diana no toleró su matrimonio con Luis. Habían sido amigas. De todos modos, nunca lo hablaron. Se sabían, secretamente, rivales. Mientras le cedía el paso sintió un mareo y creyó desfallecer. Aferrada al picaporte se sostuvo e ingresó detrás de Diana. Fue un segundo, no pudo evitar bajar la vista y corroborar que el lomazo de Diana seguía intacto. Una mezcla de envidia y bronca la asaltó. De pronto, lo vio todo prístino. Qué turro. Imposible competir con ese culo, concluyó. Y encima se lo venía a refregar.
–Dale, Diana, largá. –Le espetó, sin aguardar a que se sentara.
–Se lo llevaron, Norma. –Susurró.
–¿Eh? ¿Cómo? ¿A quién? –Preguntó Norma, primero desorientada, avergonzada y con terror.
–Una patota, no sé, Norma. Con escopetas. Usaban anteojos negros aunque era de noche. Que sé yo. Parecían milicos, Norma. Entraron a tu casa y se lo llevaron en un Falcon celeste. Cargaron algunas cosas en el baúl también. Escuché unos gritos, pegué el ojo a la mirilla y vi a Luis doblado con la cabeza adentro de una bolsa de tela oscura. Dos monos lo tiraron en la parte de atrás del auto, se metieron detrás de él. Un tercero cerró el baúl, se fue al volante y arrancó
Norma corrió una silla y se arrojó contra el respaldo. Con los ojos bien abiertos escuchó cada palabra. Cuando Diana finalizó, rompió en llanto. Cuando logró serenarse le dijo a Diana que no entendía nada. Luis no andaba en nada raro. Con la básica del barrio habían ido a buscar a Perón y habían hecho algunas pintadas en esa época. Nada más. No tenía ningún sentido que se lo llevaran. Diana prestó el oído, le dio un abrazo y se fue.
Norma revolvió la casa y se dio cuenta que los cajones de la mesita de luz de Luis estaban vacíos. La agenda de Luis, su cadenita y su reloj no estaban. Corrió, rauda, para la comisaría del puente. Cuando salía notó que el cartel de ofertas del kiosco tampoco estaba.
Lo que siguió fue un peregrinar por diferentes comisarías y regimientos de provincia y capital. En parroquias e iglesias solo recibió plegarias formales y rituales de contención sin sentimiento. Luis no estaba por ninguna parte y nadie podía hacer nada.
Una mañana de lunes, cuando la ausencia se negaba a hacer costumbre, Diana volvió a su puerta con un papelito. Un nombre y un teléfono.
–Una vidente de Quilmes Oeste. Es excelente. Acierta todo. Andá a verla, no perdés nada.
Sin ninguna expectativa decidió hacerle caso. Llevó un calzoncillo y una corbata como le había pedido por teléfono Mónica, la vidente.
Se fue hasta Sarandí y ahí tomó el Roca hasta Quilmes. Se bajó, cruzó las vías y caminó cuatro cuadras por Pellegrini. Allí divisó el cartel de la Inmobiliaria Pinto, tal como le había dicho Mónica, la vidente. Un pasillo se abría tras una breve puerta de reja al costado derecho del local. Entró a la hora pautada y caminó los quince metros que separaban la vereda de la puerta del departamento 2 del PH. Abrió Mónica indudablemente. Haciéndose cargo del estereotipo, Mónica vestía el atuendo, incluyendo bijou, maquillaje y peinado, que cualquiera puede esperar de una pitonisa.
El rostro con mucha base, disimulando acertadamente sus arrugas. Peinado batido en tintura luchando por ser caoba. Blusa de poliéster colorida dejando ver una naciente con pechos exuberantes. Cinturón negro, ancho, con hebilla dorada redonda, partiendo en dos el matambre de su cuerpo redondo. Calzas de lycra negra marcando sus piernas rolludas y su culo rotundo. Zapatos de cuerina plateada con taco alto. Collares con santos exorbitantes y anillos de alpaca.
Al ingresar le pidió que se descalzara y le entregara los elementos. Así dijo. Elementos. De su cartera, Norma extrajo el calzoncillo y la corbata. La sentó detrás de un escritorio forrado en felpa roja, sobre el que sólo se posaba un mazo de naipes. Mónica mezcló las cartas y pidió a Norma que extrajera una carta y la diera vuelta. Salió una persona con túnica roja, enlazada con una tela blanca alrededor del cuerpo y una venda blanca en los ojos. Ocho espadas de punta contra la tierra la rodeaban. Por detrás, aparecía un fuerte.
–Mmm. Ajá. Buenas noticias. Está vivo. –Mónica después de analizar la carta no tuvo dudas. Aunque Norma se había mostrado incrédula no pudo evitar pegar un saltito sobre la silla y dibujar una sonrisa sincera en su rostro. –Atrapado. Preso. Algo así. En un fuerte. Tal vez un regimiento. Sacá otra.
Norma dio vuelta su segunda carta. La definitiva. Dos caballos a los costados de un camino ancho, mirando un fuerte. Dos carrozas acercándose. Un cielo celeste con muchos detalles dorados, como monedas, unos árboles y un río. La otra carta era más literal. Esta no la entendió. Aunque se dio cuenta que volvía a aparecer el fuerte.
–Mmm. Ajá. Te lo dije. Ahí está. ¿Lo ves? –La miró y le preguntó lo que parecía una obviedad. Norma no atinó a responder. –El fuerte querida. Está ahí. La avenida y la arboleda. Está cerca de una avenida ancha y transitada. Es un fuerte lindo, con mucho parque. Hay caballos. Y está el río. Es evidente. No saques más.
De pronto tomó el calzoncillo y de lo puso en la cabeza, como de sombrero. La parte trasera en la nuca. Estiró la parte delantera hasta que le tapara los ojos y la nariz.
–Sí querida, clarísimo. –Dijo Mónica, súbitamente, mientras redondeaba la escena haciendo un bollo con la corbata y la batía entre sus manos. –Tu marido está vivo en un regimiento de caballería. Muy probablemente, en el Regimiento de los Patricios. Lo ves ¿no? El río, de la plata, el regimiento, los árboles y la caballeriza –dijo y señaló el agua, las monedas, el fuerte, los árboles y los caballos.
Era la primera vez que tenía al menos un rumor, aunque Mónica no tenía dudas de que se trataba de un dato. A esa certeza se encomendó Norma. Volvió a la isla se pegó una ducha rápida y lo resolvió. Cruzó el puente y se tomó el sesenta y cuatro. Bajó en Pacífico y caminó. Llegó hasta el portón de chapa verde en dos hojas sobre la avenida.
Norma encaró al soldado de guardia y pidió hablar con su superior. El soldado se negó y terminó ingresando a la garita ante la insistencia. Al cabo de unos minutos salió junto a un camarada con gorro y ropa más formal. Un oficial tal vez. El militar volvió a negar la presencia de Luis en el regimiento y ordenó que se fuera. Inclusive amenazó con meterla presa. Entonces se corrió unos metros y espió entre las dos hojas del portón sin expectativas. A lo lejos, sin embargo, divisó algo que le pareció familiar. El cartel de ofertas del kiosco. Estaba allí en el estacionamiento junto con otros muebles.
Se coló por el espacio que había entre la chapa y la garita y se aferró al cartel hasta que Luis apareciera. Luego de órdenes desacatadas y algunos forcejeos, el personal militar resolvió retirarse y Norma se sentó junto al cartel. Pasó una hora.
Cabildeando qué hacer estaba cuando, a lo lejos, divisó a un tipo con aspecto de croto. Era una presencia fuera de contexto. De pronto se dio cuenta lo evidente. Se incorporó con velocidad y emprendió la carrera. Sí, era él.
Lo abrazó con una fuerza que casi lo rompe. Se miraron y rieron. Le faltaban dos dientes. Pero estaba vivo. Lo tomó por los hombros y apuró la marcha. Salieron. Llegando a la esquina, Norma se soltó de repente y volvió sobre sus pasos en un trote. Luis no entendió hasta que la volvió a ver al cabo de dos minutos. Traía bajo el brazo izquierdo el cartel de las ofertas.