El cuento por su autor
El origen de este relato es un texto que escribí para un libro extraordinario de Eduardo Berti, Un hijo extranjero. Lo que me había atrapado de la pequeña novela de Berti era la sensación de inicio constante, de que todas sus experiencias en un pueblo de Rumania, adonde había ido a conocer la casa natal de su padre, estaban en un maravilloso estado de inminencia. En ese sentido, creo que el modo umbral atesora una intensidad que solemos olvidar cuando traspasamos la puerta. Cuando se apagan las luces del cine, o las del estadio porque la banda está por salir; el acto de oler el libro que nos aprestamos a leer; la carne cociéndose en una parrilla de amigos. Si hubiera que reducirlo a un grafiti escribiría: Si una noche de invierno un viajero. Así, el inicio de Peter Pan, el de Pinocho: un cuarto iluminado en medio de la niebla y de la noche donde algo está por suceder. Creo que así se transita la infancia: siempre en el borde de una revelación. Luego caemos en el tiempo, en el capital, el hábito monocorde. Concluida la adolescencia (si es que de veras se concluye) nos aguarda el camino de regreso. Entre otras cosas, para eso sirve el arte.
El Cielo de Peter Pan
Cuando tenía doce años leí un cuento que la editorial Bruguera de España había publicado en una de sus clásicas antologías -esas donde los autores anglosajones, mayormente ignotos para el lector, ocupaban la totalidad del índice-. Ya de grande advertí que el relato podía leerse sin mucho esfuerzo como una versión alternativa y para adultos de Peter Pan. Claro que, cuando en su momento tuve el libro en mis manos, era incapaz de establecer esa clase de analogías, entre otras razones porque la versión del libro del niño de las calzas verdes, a la que todos habíamos accedido por aquel entonces, era la que reducía a unas pocas páginas la película adaptada por Disney y no la original, cuya primera línea constituye uno de los mejores comienzos de la literatura: Todos los niños crecen, menos uno. Esa primera y reveladora oración no figuraba ni en el librito de Disney, ni en la película, claro. Fíjense, por ejemplo, la madre de Wendy, al recibir una flor que su hijita le obsequia con una naturalidad irresistible, suspira y murmura: Por qué no podrás quedarte así para siempre. Vuelvo al cuento de Bruguera. En una noche de dones concedidos una pareja había deseado que su hijito de tres años, tan encantador y adorable, tan gracioso, no creciera ya más. No sé si el comienzo del relato era así de abrupto. Lo fue, acaso, el arrepentimiento: sucedió al año nomás, cuando la pareja se percató, ante la presencia de otros niños, que naturalmente crecían, de que el deseo se había cumplido. No recuerdo si con el tiempo tuvieron que alegar una enfermedad para justificar la situación del pequeño, que seguía tan alegre y feliz como siempre había estado. Quienes caían por la casa ya no encontraban tan adorable a esa criatura y los hijos de esas visitas ya no querían jugar con él porque, claro, se aburrían. No hubo peleas en el matrimonio, ni crisis o noches de alcohol, hasta donde recuerdo: el cuento no fue hacia ese lado sino hacia otro, más asordinado, donde la luz que el niño había sido y aún era fue oscureciendo el ánimo de sus padres hasta cubrirlos de una tristeza y una culpa que los llevó a fingir un accidente; no recuerdo cómo mataron a un chico que, hasta último momento, sonreía de pura felicidad.
Cuando el sol ya se había puesto y de la noche llegaban las primeras noticias, mi madre se asomaba al patio desde la cocina y nos decía de entrar; ya estaba muy oscuro y era mejor jugar dentro de la casa. Con mis hermanos obedecíamos a la tercera vez, cuando el tono de voz cambiana levemente. Pero antes de que eso ocurriera uno de nosotros podía entrar a buscar algo o a ir al baño. Al volver al patio entendía con claridad la insistencia de la madre. Con las pupilas contraídas por la luz del interior no era tan sencillo acoplarse de nuevo al juego de quienes aún recortaban figura de fondo sin mucho inconveniente. En la playa era distinto. El sol se ponía en el mar, las sombras se alargaban buscándose unas a otras hasta replicar en la arena un cielo sin estrellas. Solo cuando ya estaba de veras oscuro levantábamos campamento. Pero cada vez que el sol estaba a punto de besar el horizonte nuestros padres nos decían de mirar el atardecer. Por lo visto se trataba de algo ciertamente hermoso. Mirábamos de soslayo, como un absurdo acto de obediencia, para no desairar la incomprensible invitación a observar lo que de todas formas iba a repetirse al otro día. Éramos unos cuantos primos que siempre nos encontrábamos en los veranos. Pero el año en que debí haber leído el cuento de Bruguera, mi prima, un año mayor, estaba mal porque al chico que a ella le gustaba al parecer gustaba de otra o algo así. Lo supe por mi hermana. Claro que, en la playa, el asunto pasó al olvido. Nos habremos bañado, jugado a la pelota y hablado de alguna serie de televisión. En un momento advertí que mi prima se había puesto de pie y contemplaba en silencio la puesta del sol. Miré hacia el horizonte, solo noté que unos chicos jugaban una carrera hacia el mar.
Y el sol ya se ha puesto en Londres cuando empieza la versión Disney de Peter Pan. Sobrevuela una niebla dispersa y lenta que da la impresión de constatar que todo guarde el orden consignado. El misterio de este niño al que la sombra le desobedece se diluye al momento mismo de comenzar sus aventuras. Es allí donde el libro, la película, encuentra a sus lectores definitivos. Piratas, indios, un alegórico cocodrilo con un despertador en el estómago, conforman una amalgama tan heterogénea e incómoda como la fauna excesiva de las Crónicas de Narnia. Antes de la última página, el libro se olvida de sus pequeños lectores: el padre de Wendy cree distinguir en una nube que pasa delante de la luna la barca de su antiguo amigo de la infancia, Peter Pan. Entonces ese tiempo donde todo era posible y para siempre levanta su telón por un instante para dejarnos ver la verdadera naturaleza de las cosas: el mundo lunar y el mundo sublunar no se encuentran tan separados como creemos. Los entes transmigran de un lado a otro sin pasar por la aduana del buen sentido, sus líneas se adhieren dando lugar a formas nuevas, fugaces. La visión dura un instante; el viento de la noche arria las velas de la nave de Peter Pan hasta convertirla en una lánguida nube que se pierde entre las estrellas. Se apaga la luz del cuarto; mañana los recuerdos comenzarán a tejer el pullover que nos abrigue cuando el invierno de nuestro descontento nos haga saber de su nieve.
Vayamos a otra noche de dones derramados. En este caso, al cuarto de un viejo carpintero de la Toscana. O, mejor aún, detengámonos antes de sus sentidas plegarias: en los dos primeros compases de una canción capaz de encender una vela en medio de una tormenta. Más allá de esa melodía, la película Pinocho es claramente para los niños. Pero lo que ellos no saben es que la estrella azul cumple el deseo soñado en el momento mismo de su enunciación. Allí la palabra es mágica en serio. Mientras dure la oración, el fervor con que se pide hace presente lo anhelado. Ya de grandes, cuando cerramos la ventana del cuarto porque de la nave de Peter Pan ni las migas quedan, hemos aprendido a distinguir al deseo de la quimera. Y el mundo de lo posible se reduce entonces no al brillo de lo codiciado sino al algoritmo que nos permita su obtención.
A la edad en que leí el cuento de Bruguera, el mundo era lo dado y ciertas preguntas no cabían entonces: cómo llegan los libros a la casa, quién los compra, quién los lee. Los libros -como esos platitos de abuela colgados en la pared y a los cuales nadie jamás les ha dedicado una simple mirada- siempre estuvieron allí. Del mismo modo sucedía con, por ejemplo, las zapatillas viejas reemplazadas por las nuevas. De pronto no estaban más y punto; de su destino ulterior ni interés ni noticias. Un pariente fallecía y la imprevista noticia, que ese mismo día se olvidaba, agregaba los pormenores de una enfermedad de la que nunca supimos nada. La extensión de los objetos o la importancia de ciertos sucesos situados más allá de nuestro foco de atención -siempre elusivo y en zigzag- era puro boceto, una suerte de pizarrón no muy bien borrado donde debajo de lo escrito persistía como un eco visual lo antes consignado. Los entes aparecieron y desaparecieron sin preámbulos durante los mil años que duró la infancia hasta que en un momento algo en el cuerpo nos llevó una tarde a observar cómo el sol se hundía en el mar. Y allí, en el momento en que logramos advertir que dos mundos se intersectan, allí es cuando se han separado definitivamente para nosotros. Y así fue como esa antología de la editorial Bruguera también desapareció una vez y con ella el nombre del cuento y de su autor. No me he topado con esa historia en ninguna otra compilación o edición de autor como tampoco jamás pude dar con el cuento del hombre que colocó las cenizas de su esposa en un reloj de arena ni con el libro de la película Peter Pan. Lo he visto, sí, por internet. Horrible. La edición estaba ilustrada por imágenes de la película, por supuesto: líneas bien definidas, un fondo apenas sugerido, colores planos, es decir lo más alejado de cualquier tipo de magia. Salvo la primera página, donde sobre lo oscuro se recorta una ventana dorada. Como si fuera el sol del otro lado del horizonte. El titilar de la luz en la penumbra detiene todo lo que se encuentra alrededor. Los troncos encendidos albergan lo que ha de extenderse y lo que ya ha regresado y reposa. Pasado y futuro concentrados en un resplandor. Por eso llevamos joyas. Almacenan tiempo, tanto sea para asegurar lo que se pueda del futuro como para subrayar los prestigios del pasado. Piedritas bellas, escasas, fáciles de transportar, que al no corromperse atraen también para sí todos los frutos de la codicia y la corrupción. Pequeños soles que nunca se ocultan, solo cambian de manos, cuellos, cabezas en forma continua. Cuando ya no fue posible la transmigración entre mundos al pintar bisontes, las cavernas devinieron altares, santuarios. Y se vistieron de oro. Allí en lo resplandeciente volvía a presentarse lo que había sido una vez. El acopio y diversidad de los símbolos expresa con claridad el carácter de la distancia labrada. Y en relación proporcional: a mayor cantidad y complejidad de los rituales mayor es la lejanía con el otro mundo, más grandes los esfuerzos por fusionarlos. Vean: hay un momento en la misa donde un pedazo pequeño de pan concentra el cuerpo de quien fuera crucificado. Al partírselo se multiplica porque cada miga de ese pan sin levadura concentra la totalidad del cuerpo del Salvador. Y el niño que fui yo unos años antes de leer el cuento de Bruguera tuvo un serio problema al respecto: la hostia recibida en una obligada misa se le pegó al paladar como una estampilla ahí nomás delante del cura. Y a medida su lengua la cubría con una impaciente película de saliva, el chico que fui sentía cómo la hostia se diluía en incontables fragmentos húmedos, casi al borde de lo líquido: una réplica en miniatura del milagro de los panes y los peces solo que aquí en cada pez se encontraban todos los peces. Tal vez la naturaleza de esta ceremonia haya inspirado a Leibniz a imaginar la realidad como una configuración de infinitas partículas indivisibles que repiten cada una a su manera el cosmos por ellas formado. De modo que en cada partícula de cada imagen de un vitral encontraremos a la iglesia que lo sostiene junto a jardines y jarrones y estanques con peces, y en las escamas de todos los peces de los infinitos estanques y en cada miguita de hostia recogida por el sacerdote en la patena crecen a la vez otros jardines y otros estanques y otras iglesias cuyos vitrales inundan de luz a los infinitos sacerdotes que se llevan a la boca los restos de hostia reunidos, se hacen un buche con vino y tragan para que todo se reintegre una vez más ante la dádiva del perdón celeste. Y al mismo tiempo todo esto también sucede en los añicos del platito que el chico tiró sin querer pero que al sentirse tan abrumado por el reto de su madre, hubo de confesarlo como pecado antes de comulgar. Por unos instantes, el mundo sublunar será sin mácula para quienes hayan asistido a la celebración aunque no haya forma de arreglar con pegamento a ese platito al que nadie nunca jamás le echó un vistazo. El chico con los cristos adheridos al paladar no entiende muy bien eso de que ha sido absuelto pero lo habita una sensación de caminar en puntas de pie que, si bien desaparece una vez fuera de la iglesia, a él regresará más tarde, cuando el sol haya llegado al envés del cielo y él vuelva al patio casi en penumbras a seguir jugando con sus hermanos que aun ven con claridad los límites de las infinitas mónadas que conforman las apariencias del jardín.