En su nuevo libro, "Quebranto" (Interzona, 2024), el narrador conurbano Juan Diego Incardona aborda el duelo por sus padres fallecidos y las transformaciones apocalípticas que sufre el barrio de su infancia.

Para los que desconfiamos de la imagen que nos devuelve el espejo, existen dos evidencias innegables del paso del tiempo. Uno, el crecimiento de nuestros hijos: terminan el jardín, la primaria, la secundaria, les queda chica la ropa, adquieren hábitos de independencia, nos interpelan. 

Dos, el ocaso de nuestros viejos: los vemos caminar más lento o dejar de caminar, los acompañamos al médico, los cuidamos como podemos, tratando en vano de mitigar sus sufrimientos, de perdonar y pedir perdón mientras se pueda. Después, los despedimos, los enterramos y aprendemos a convivir con su ausencia.

Hubo un momento en que Juan Diego Incardona fue una estrella ascendente, una joven promesa de la literatura argentina y su modesto firmamento. En "Villa Celina" (2008), Incardona construyó un universo narrativo al que volvería una y otra vez, que combina el conurbano real con otro de ciencia ficción, el rock chabón y la tragedia social de los noventa como una suerte de pandemia.

En ese universo, sobresale un elemento o conjunto de elementos, que constituyen la infancia, la patria chica del escritor, un conjunto de reucerdos más  menos compartido por quienes nacimos entre 1970 y 1980: las largas mesas navideñas, los olores a tuco casero que despide la cocina,  partidos de fútbol en la calle y el mate en la vereda con los vecinos, en las largas tardecitas de verano. 

A todo eso vuelve Incardona en su más reciente libro, "Quebranto", que en apenas cien páginas narra los días finales de su madre, Celina, con el mundial de fútbol como telón de fondo y, un año más tarde, los de su padre, Juan, en un contraste de estados de ánimo difícil de igualar.

También esto parece de un mundo que se despide, que uno se ve tentado a creer que ya no volverá: una relación para toda la vida y alguien que muere poco después de perder a su compañera o compañero. ¿Una forma de amor del siglo veinte?

Los mismos episodios se narran una y otra vez, desde distintos puntos de vista. Tantos como integrantes tiene la familia: el autor, sus hermanas, un sobrino, hasta un cuñado. Porque los días finales de un ser querido quedan grabados, misteriosamente, hasta en los detalles más mínimos.

Pero no le alcanza con eso. Incardona vuelve también a su barrio, con la intención de duelarlo, de despedirse. Porque, cuando parten los viejos, parte con ellos nuestra infancia y nuestra juventud. 

Si esto es siempre así, lo es un poco más para los que fuimos chicos en los ochenta. Nuestras infancias no fueron muy distintas a las anteriores, pero en los noventa todo empezó a cambiar aceleradamente, proceso que nunca se detuvo. 

Tal vez por haber los útimos en haber tenido niñez y adolescencia analógica, tal vez por haber sido contemporáneos del último destello de aquella Argentina industrial, que sustituía importaciones, en la que había pleno empleo y un trabajador podía garantizar con su salario una vida digna a su familia. 

A todo eso que fue tan vívido, tan real, pero hoy suena como en blanco y negro, vuelve Incardona. Pero, en un juego borgeano, en un intertexto maravilloso, se da el gusto de jugar al Eternauta. 

En varios capítulos, el autor aparece como un personaje más de ese universo onírico, apocalíptico, ahora como compañero de aventuras del mítico Juan Salvo, protagonista de la novela de Héctor Oesterheld,  y de Mano, un invasor arrepentido.

Juntos entierran los últimos residuos de la nevada incandescente, la que desencadenó la tragedia, para que nadie intente reeditarla. ¿Dónde sino bajo el tanque de Villa Celina? ¿Importa la distancia fisica entre Martínez, donde residía Salvo en el texto original, y Celina? La respuesta es, obviamente, que no.

Y el lector está tentado de maliciar que, junto con ese entierro, se cierra una parte de la obra de Incardona que, esperamos, siga escribiendo muchos años más. Cuesta imaginar que ese universo narrativo, donde dejó plantados unos cuántos libros ("El campito", "Rock barrial", "Estrellas federales"), tan prolijamente enterrado, pueda reabrirse para aprir algo más.  

¿Será que Incardona saldó cuentas con su infancia y comienza ahora otra etapa de producción literaria, cuyo contenido desconocemos? Ojalá, porque la escritura mejora con los años de práctica. Y porque la juventud está sobrevalorada.