Se habían conocido esa misma noche. Salieron de un bar, caminaron juntos unas doce cuadras y entraron a un edificio. El ascensor estaba en planta baja. Lo tomaron. Se detuvo en el piso nueve. Salieron al pasillo y Javier sacó la llave con alguna dificultad. “No sé bien qué estoy haciendo acá…”, murmuró Sofía. Javier ingresó al departamento y encendió la luz. Luego entró Sofía, pidiendo permiso para sentarse en el sofá. Javier fue hacia la cocina y abrió la heladera.

-¿Qué querés tomar? Tengo cerveza y vino.

-Un vino estaría bien.

Cuando Javier volvió al living con la botella y dos copas, Sofía estaba parada junto a la biblioteca, hojeando un libro. “Tenés pocos libros”, dijo. Javier no contestó. Prefirió encender el equipo de música y poner un disco de Miles Davis. Las trompetas anunciaban algo. Javier sirvió el vino en ambas copas. Brindaron mirándose a los ojos. Se sentaron juntos, bien juntos. Sus bocas, jugosas por el vino, se unieron. Los dedos de Javier comenzaron a deslizarse sobre la espalda de Sofía. Cada vez más abajo, más abajo, hasta encontrar, gratamente, una especie de pelota de fútbol recién inflada. Sofía metió mano también, a la vez que mordía su labio inferior. Se recostaron en el sofá. Comenzaron a desvestirse. Se besaron una y otra vez. Eran muy jóvenes. Tenían toda la noche y toda la vida por delante.

Todo iba bien, hasta que sonaron fuertes golpes en la puerta de entrada. Sofía miró a Javier con cierta extrañeza. Los golpes a la puerta no cesaban. Javier se acomodó el pantalón, se puso la remera y, lentamente, fue hacia la puerta. La abrió. Era una mujer de unos cuarenta y tantos años, de ojos azules exageradamente abiertos. Llevaba puesto un camisón y simpáticas pantuflas con orejas de perrito. Pero habló con gran decisión.

-Yo no sé qué está pasando acá, pero mi gata no para de maullar, camina por las paredes. Nunca la vi así. Ya me arañó varios muebles. ¿Podrías, por lo menos, poner la música más bajo?

-No está fuerte la música. Pero no hay drama, la bajo.

Al decir esto, Javier bajó la mirada, para apreciar nuevamente las simpáticas pantuflas de la mujer. Ella aprovechó el mismo instante para acercar sus ojos a la puerta y mirar hacia el living. Luego, Javier cerró la puerta y se dirigió hacia Sofía.

-Mi vecina. Una hinchapelotas. Ha venido otras veces así…

-¿Así cómo?

-Así. Pero hoy no está fuerte la música. Y lo de la gata…

-¿Energías? –aventuró Sofía, con una pícara sonrisa.

Javier y Sofía volvieron a lo suyo. Minutos después, ella se sintió preparada. “¿Vamos?”, invitó. “Bueno”, fue la respuesta. Atravesaron el living y se introdujeron en la pieza. El resplandor de la luna iluminaba la cama de dos plazas. Él comenzó con el juego, besándole el cuello. Luego fue hacia sus firmes tetas y, torpemente, lengüeteó los pezones. Ella reía y reía, como si sintiera más cosquillas que placer. Hasta que quiso llevar las riendas del asunto.

-Ahora dejame a mí. ¿Qué querés que te haga?

-No sé. Podrían ser unos besos en el pecho…

-¡Sos un hijo de puta!

Sofía se arqueó bajo la luz de la luna. Movía y movía su cabeza con excesiva rapidez. Empezaron a escucharse, cada vez con mayor nitidez, los maullidos de la gata vecina. Ambos creyeron, implícitamente, que el juego previo ya era suficiente. 

Javier alargó su mano derecha hacia el cajón de la mesita de luz, lo abrió y agarró un preservativo. Quiso abrirlo, pero se le escurrió entre los dedos. Ahora la gata aullaba, más y más. Finalmente, pudo abrirlo. Lo colocó sobre su miembro, pero no adoptaba la forma deseada. Tras varios intentos, lo logró. Se abrió paso entre las piernas de Sofía, pero la penetración fue efímera. Segundos después, los aullidos de la gata cesaron. Silencio animal. Silencio humano. Hasta la luna pareció desfallecer. Javier intentó nuevamente, pero Sofía lo frenó.

-No pasa nada. Abrazame… -pidió, casi sollozando.

Javier la rodeó con sus brazos. Así permanecieron durante varios minutos. Envueltos en un silencio casi unánime, solo interrumpido por el chirrido de la puerta del piso inferior.

 

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