La fascinación de los criminales no se agota y varias ficciones recientes, desde True detective hasta Criminal minds, así lo demuestran: asomarse a ese abismo que es la mente de un asesino serial o de cualquier otro tipo no solo es atractivo sino también acaso necesario. Porque donde la moral se conforma con la condena (son animales, son locos, son demonios), la psicología encuentra sentidos. Mindhunter, la nueva serie de Netflix cuyos diez primeros capítulos muestran los inicios de la investigación por parte del FBI de la mentalidad de los asesinos seriales, se basa en esa premisa. Está terminando la década del setenta y a los agentes Holden Ford y Bill Tench (interpretados por Jonathan Groff y Holt McCanally) les llama la atención la lógica incomprensible -pero lógica al fin, o al menos eso intuyen- que opera detrás de ciertos crímenes. Con bastante resistencia de parte del conservador FBI, que solo considera pertinente tratar de resolver los asesinatos una vez cometidos, Ford y Tench intuyen que sería posible entrevistar a distintos asesinos para tratar de determinar si hay patrones de personalidad y de conducta que puedan ayudar, no solo a resolver los casos, sino a prevenir muertes.
Quizás lo más interesante de esta serie creada por Joe Penhall y producida entre otros por David Fincher (el director de Pecados capitales, Zodiac y Red social y productor de House of Cards, que acá también dirige algunos capítulos) es que, para lidiar con criminales de la talla de Ed Kemper, por ejemplo, que mató a varias mujeres incluida su madre y practicó necrofilia con los cadáveres, los agentes se tienen que sumergir en el infierno. Y uno mucho peor, al contrario de lo que podría parecer, que la contemplación del mal: Mindhunter no tiene casi nada de escena del crimen y sí mucho de diálogo alrededor de una mesa -por supuesto, de la sala de visitas de distintas cárceles-, y aún así, es terrorífica. Con los marrones y grises apastelados que teñían también los setentas de Zodiac (2007), Mindhunter es opresiva porque transcurre entre cárceles y los pasillos de una oficina improvisada en una especie de subsuelo donde no hay ninguna ventana. Esa cualidad de encierro se acrecienta a medida que Holden Ford especialmente va entrando en una zona demasiado gris donde, al menos en el plano del habla y hasta del pensamiento, la diferencia con los asesinos que entrevista se va haciendo borrosa.
La serie pone todas sus fichas en lo verbal y esa es una apuesta más que bienvenida, porque los diálogos entre agentes del FBI y asesinos hacen vibrar la atmósfera con algo tan horroroso como la destrucción impune de los cuerpos: el despliegue de un relato donde no hay culpa ni consciencia sino razones. Y esas razones, siempre, tienen que ver con cuestiones de género, sexualidad y poder. Es decir, con cómo se perciben los asesinos a sí mismos en relación a las mujeres que son sus víctimas (porque se trata siempre de varones que asesinan mujeres), cómo ven el sexo, el cuerpo de las mujeres, y qué aspecto de su masculinidad está envuelto en la decisión de matar. Es significativo que, aunque estas cuestiones de género no se analicen como tales en la investigación, que se da en la prehistoria del concepto de femicidio (aunque sí aparecen frases tan contemporáneas como “Nueve de cada diez veces es el novio, el marido, alguien cercano”, “Tenemos que entender cómo ven ellos a las mujeres y al sexo” o directamente “Las ven como basura”), una línea argumental que recorre varios capítulos tiene que ver con un director de escuela que se pasa de la raya al tocar sexualmente a lxs alumnxs pero, como ocupa un lugar de poder y no está tan clara la idea de abuso, la policía local no atiende los reclamos de padres y maestrxs -pero sí lo hacen Ford y Tench, que aunque está todavía en sus inicios, están empezando a detectar cómo funciona la relación entre sexo, género y abuso de poder en un esquema que excede con creces a los asesinos.