“Al final sos el barrabrava que tanto odiás”, me dice uno en Twitter. Me pregunto ¿cuándo me vio esta persona despotricando contra barras bravas? Yo no hago eso, eso es fácil. Yo no puteo barras bravas. Puteo a padres de familia, a ilustres profesionales, a eximios deportistas y a galanes de televisión, a esos que se violan a todo lo que tienen alrededor. Debiera verme este atrevido, saludando de lo más amablemente a los barras de Atlanta, todas las tardes cuando voy al chino. Se preguntarán si lo hago porque no me queda otra opción. Bueno, menos averigua Dios y perdona. Lindo sería que se ponga averiguar Dios de una vez por todas, porque estaría teniendo puros violadores en sus filas.
En fin, volviendo al tema: “Al final sos el barra brava que tanto odías”, me dice el atrevido de Twitter porque le profeso mis ganas de re cagarlo a trompadas, y digo ganas porque mido apenas un metro cincuenta y de no ser esta mi circunstancia es verdad que estaría rompiendo cráneos todos los días. A ver si nos entendemos: ser feminista no me hace pacifista, ser enana me hace pacifista. ¿Qué pasa? ¿Te rompí el corazón? ¿No soy la feminista adorable que te gustaría que sea? La sonriente, la que explica bien, la que tiene mejores modos, la que escucha a los varones cuando le dicen: “no están usando buenas estrategias para llegar a los varones”. ¿Te duele que no sea la feminista que entonces va y busca nuevas maneras de llegar a los varones, léase ser como sus madres pero haciéndoles petes? No, no soy la feminista que necesita incluir a los varones. No, no soy la feminista que le queda re bien al patriarcado. Luchar contra la violencia de género no conlleva la estúpida ilusión de erradicar la violencia del mundo. No estamos luchando sencillamente contra las “piñas” y las “torturas” diarias de un marido a su esposa, estamos luchando contra un sistema de dominación heterosexista y contra el abuso de poder. “Todas las violencias son malas. La violencia es una sola”, dicen los malditos reptiloides y nadan en su virtud a base de caca. La “violencia” es un concepto relativo que se ajusta a un momento dado de la historia y a un grupo social determinado. La prueba más veloz que me aparece sin siquiera buscar: en los 80 Arnaldo André le pegaba cachetadas a la heroína en la novela y eso no era violento. Ahora es violento, no se puede mostrar más. Fin, cambió el significado de violencia. No es una sola violencia. No es la misma la violencia que usamos para reclamar justicia para exigir que se cumplan nuestros derechos, que la violencia de un violador al violar. No es “una” violencia. No es la misma la violencia de los medios con las víctimas de abuso a quienes culpan en cada relato, que la violencia de una adolescente pintando una pared porque su hermana está desaparecida. Solo un tibio cagón sin empatía puede creer que hay una sola violencia y que todo está igual de mal. Quizás ahora comiencen a preguntarse si soy violenta como un modo de subversión de la naturalización de los cliches de la bondad, la sumisión, la docilidad y el pacifismo propios de lo femenino. ¿Hay una búsqueda formal de representar en mi cuerpo, en mi identidad la deconstrucción del género? ¿Es esa la razón de mi violencia? No sé mi amor. Quizás soy solo una enana de mierda.