El cuento por su autor

Hay imágenes que me rondan desde hace muchísimos años. Aparecen de golpe, sin una conexión evidente con el momento, y se van como vinieron. A veces trato de seguirles el rastro. Algunas son directas, las conozco de primera mano, como la cara de una mujer herida al costado de la ruta, vista en un viaje eterno y caluroso a la costa. Otras me quedaron grabadas de un libro o por otra persona. Tienen algo de señuelo, de artificio, de mensajeras. Son los famosos recuerdos encubridores, con sus efectos de hiperrelieve, y para mí encierran una historia: la que tengo que inventar.

El detonador de este cuento fue una de esas imágenes. Lo escribí hace varios años, y forma parte de un libro que se llama Tres hermanos. En su momento, tenía presente el grito de los animales, y estaba convencida de que escribía sobre eso. Ahora, puesta a presentarlo, me acuerdo de estas palabras sabias y preciosas de Freud: “Cierta vivencia de la niñez no cobra imperio en la memoria porque ella misma sea oro, sino porque estuvo guardada junto a algo de oro”. Se lo dedico a ese reflejo.

Vacas

Fue antes de que el río desbordara el canal grande y rompiera el terraplén. Habían separado a las vacas de sus terneros y los animales gritaban. Gritaban los hijos, las madres, los dos a la vez. Alguien iba a matar a todas esas vacas si no se callaban. Sería un exterminio a gran escala, una masacre, pero ese lamento era insoportable para los que no estaban acostumbrados. ¿Y quién podía acostumbrarse a eso? La cosa había empezado la noche anterior y seguía. Vacas. Era lo único que se oía en la casa, el monte y los lotes quemados por el sol.

El padre les había explicado que en la vida había cosas inevitables y esta era una. Entendía que los animales les dieran pena, pero había que sobreponerse. Tenían que superar esa actitud de turistas. Tampoco había que sobrestimar a los animales, ponerlos por encima de las personas. Los dos varones asintieron para terminar con la conferencia. La hermana habría seguido discutiendo un buen rato, pero se contuvo.

Había que decirse que eran solo animales para que no arruinaran, además del sueño y los oídos, la conciencia. Pero el recurso fracasaba después de pensar un poco. Era evidente que los animales no eran insensibles. Las pruebas se escuchaban desde hacía varias horas. Sabían, por ejemplo, lo que era el dolor. Merecían un poco de compasión. Después cada cual veía lo que hacía con eso.

Formaba parte de la rutina del campo, se llamaba destete. Los habían apartado, decían. Las vacas de un lado; del otro lado del alambre, los terneros. Gritaban como locos. Todos al mismo tiempo. Animales, solo animales, repetían los grandes para que los chicos no dramatizaran. El padre fue terminante con la hija: las vacas no estaban hablando, no sabían hablar. Los chicos dijeron que tenía razón. Si unas vacas avisaban a las otras lo que podía pasarles, reaccionarían entre todas. Serían vacas guerreras, vacas kamikaze, heroicas, que tomarían los puestos del campo y la manga y se revelarían, en vez de limitarse a rumiar ese quejido, hondo y timbrado como una plegaria, que unía los segundos del día en una sola voz.

A la noche, al principio, había tenido lo suyo. En vez de dormirse enseguida, los tres hermanos hablaron sobre el tema. Hablaron en voz baja pero después les dolía un poco la garganta, seguramente porque la fuerza de lo que se decían estaba, de todas maneras, entre ellos. Después se taparon la cabeza con la almohada, pero eso no sirvió. Los más grandes mandaron al hermanito al baño de una corrida para que buscara algodón. Hicieron tapones y se los pusieron en los oídos, pero tampoco sirvió, y además, como querían hablar, se los sacaban para escucharse. Hicieron planes. Al principio no podían dormir por el ruido y después, por la ansiedad. Se levantaron oyendo los mismos mugidos del día anterior. No había diferencia entre la noche y el día. El ruido de fondo pasaba el tiempo en continuado.

Los chicos fueron hasta el lote de las vacas. El hermano mayor caminaba como si tuviera una pierna de palo: daba pasos grandes, calculados, con una mano sobre el muslo, y cada tanto miraba hacia atrás, haciéndole una seña a los otros dos. A nadie le llamó la atención que anduviera así, medio rígido y rengo. Estaban todos acostumbrados a los porrazos que se daba. Tenían que caminar mucho pero no quisieron ir a caballo. Llegaron a las vacas. Ahí estaban, lustrosas y enormes. Algunas tenían parches de bosta reseca y ajada en las ancas. Los hocicos largaban agua y baba. Mugían y comían a la vez. Estaban apretadas contra el alambre. Mugían, daban un paso, bajaban la cabeza y volvían a largar ese lamento grave. Después seguían andando. El hermanito también gritó. Con ese mugido de fondo, gritar era un alivio; la voz se perdía entre todas.

Los tres hermanos a veces jugaban un juego con las vacas. Se tiraban cuerpo a tierra y se quedaban quietos. Se le había ocurrido al hermano mayor una vez y, como había salido bien, lo hacían cada tanto. Primero venía una, después otra, y después avanzaban todas, como una ola sesgada y vibrante. Eran tan curiosas que se acercaban para espiar a esos tres chicos que en el fondo, tirados, tenían mucho en común con ellas. Ahí estaban, hermanados por la curiosidad, y al verlos así nadie habría dicho que tuvieran una gran inteligencia. Pero ese día no hubo juego. Las vacas, esa mañana, tenían otras prioridades. Y ellos también. Además, si las vacas estaban enojadas –y tenían razones para estarlo- podía ser peligroso.

¿Cómo sería morir aplastado bajo cientos de pezuñas, toneladas de carne y cuero, de músculos de madres desesperadas por sus hijos? La desesperación era peligrosa, lo sabían. Conocían la historia del novillo que había saltado un tabique a último momento, cuando se acercaba la hora, esquivando peones y matarife: el miedo le había dado unas fuerzas y una agilidad increíbles. Las vacas que habían perdido la esperanza podían ser más agresivas, porque ya no les quedaba nada en la vida. Ni hablar de esas otras, las que eran como pintaban los grandes a las vacas -masas descerebradas para la parrilla- que no pensaban ni tenían memoria y eran puro dolor físico de no tener su cría al lado. ¿Cómo sería esa fuerza desatada en una estampida?

Se treparon al alambrado. Era raro, pero ahora que estaban ahí, en el centro del problema, en el punto mismo que daba origen a ese lamento infernal, el ruido era menos molesto, a lo mejor porque lo oían desde adentro. Había que ver esas vacas en su mundo, mirando, concentradas, algo, no se sabía qué, como si le hicieran un reclamo a la vida en general. Del otro lado del alambre, los terneros se apretaban y ya había un par aislado del resto, los típicos demasiado flacos, los débiles, quizá los más independientes.

Los tres hermanos sabían que esa era la primera de una larga secuencia de separaciones vacunas. Primero, madres e hijos. De las madres, unas quedaban para cría y otras para engorde -y matadero-. Los hijos iban a ser divididos en machos y hembras y, a su vez, a la mayoría de los machos iban a caparlos. Parte de las vaquillonas irían para cría y otra parte iría a la venta, faenada con carteles que dirían, justamente, «carne de ternera». Los hermanos hablaban y apenas se oían entre sí, porque la voz de las vacas era más fuerte.

El hermano mayor saltó del alambre y caminó hacia la esquina en que se unían cuatro lotes. De un lado, las vacas. Del otro, los terneros. Luego había un lote sembrado de girasoles y otro que era una pastura, plana y verdosa, que antecedía el monte, y la casa. En el punto de unión, formando una cruz, estaban el molino, el tanque, los bebederos. El hermanito saltaba dando vueltas y no paró hasta que le dieron algo para hacer. El hermano mayor se arremangó el pantalón. Sacó de abajo una tenaza que habían robado de la herrería. La traía atada a la pierna. Empezó el trabajo.

Cada tanto, los más chicos relevaban al mayor con la tenaza o juntaban las manos y hacían presión para cortar el alambre. Era más duro de lo que habían pensado. Se alentaban hablando sobre vacas. El fin justificaba el sabotaje. Había jaulas -¡jaulas!- de hacienda yendo y viniendo por la ruta 5, con animales encimados bajo el sol. A lo lejos veían el armazón de la manga. Los desparasitaban, los ataban, los bañaban, los vacunaban, les quemaban la piel con la marca, los capaban, les prendían caravanas en las orejas, aros gruesos de metal en la trompa. Cuando el agua del río llegara –y todos decían que estaba por llegar- las pezuñas iban a pudrirse de tanto estar bajo el agua, iban a deshacerse, y las vacas tendrían que sostenerse con sus muñones antes de dejar que la corriente se las llevara.

-Los cortamos y nos vamos- dijo el hermano mayor.

Tenían que aparecer en la casa antes de que alguien descubriera lo que había pasado; si no, la iban a ligar. Primero, por romper el alambrado; después por deshacer lo que había dado tanto trabajo.

Cortaron los cinco alambres. Acto seguido, corrieron el alambrado suelto y lo engancharon en un poste. Las vacas mugían sin darse cuenta de que podían pasar al otro lado. Un ternero adelantó una pezuña, tanteando, antes de pasar.

-Se anima uno y siguen todos- dijo el hermano mayor.

Lo raro fue que cuando las vacas empezaron a mezclarse con los terneros, siguieron gritando. O eso fue lo que les pareció a los chicos. Enterraron la tenaza cerca del bebedero, donde la tierra era más blanda por la humedad y las pisadas. Y cuando se alejaron entre los girasoles, las voces de las vacas empezaron a oírse cada vez más fuerte. Más se alejaban, más fuerte se oían. Los chicos corrieron hacia la casa, huyendo del grito de los animales.