“Pretendemos mostrar en qué la impotencia para sostener auténticamente una praxis se reduce, como es corriente en la historia de los hombres, al ejercicio de un poder”. (Jacques Lacan 1958)
Para aliviar dolores inespecíficos del cuerpo, detener el tormento del pensamiento, matizar angustias, habilitar tristezas, encontrar una salida a situaciones que parecen cerradas; para pelearle al cansancio de vivir y desarmar el nefasto gusto por la ruina amparado por el regazo tramposo de la enfermedad, el psicoanálisis ofrece un modo singular de conversación.
Esta invitación a compartir versos e interrumpir el uso instrumental del lenguaje presenta un carácter innovador en términos de poder, saber, verdad y goce, y se sostiene en una regla fundamental, una hipótesis de trabajo y dos principios éticos.
La regla fundamental es la de Libre Asociación: diga lo que se le ocurra, como se le ocurre y sin eludir nada.
La hipótesis es la del Inconsciente: ni dioses, ni demonios, ni fuerzas naturales, ni el destino. Se trata de un saber del que no se quiere saber nada, de una historia que nunca se contó y de unos modos de encontrar satisfacción que nos perjudican.
Los dos principios éticos pueden resumirse así:
El primero: Dice Sigmund Freud a Oscar Pfister: “El psicoanalista no tiene que ser un cura ni necesita ser médico”, a lo cual podemos agregar, ni psicólogo. No se trata de conducir a alguien hacia algún bien determinado de antemano, llevarlo a tomar la senda del camino correcto para que arribe a la tierra prometida. Menos aún, de restablecer un equilibrio que en algún momento sufrió un desperfecto, componer algún trastorno, reponer la homeostasis orgánica perdida; tampoco de adaptar sujetos al sistema productivo, armonizar energías, ser más empático y resiliente, ni eliminar toxicidades.
En el psicoanálisis se trata siempre del bien decir, con sus erráticos aciertos, el malestar que nos agobia y el deseo que nos habita. El bien del que se trata en psicoanálisis no está dado de antemano, no se busca se conquista, es algo por lo que se trabaja, se inventa y sólo sirve a cada uno en su propia singularidad.
Segundo: “El psicoanalista no debe cometer la indignidad de hablar por el otro”.
Este principio ético es el pilar de la práctica. El analista no es, como lo señaló Germán García, un oráculo laico, ni un hermeneuta, no adivina ni traduce en sus palabras lo que otro quiere o tiene la intención de decir o hacer. No puede hablar por el otro en materia de lo que le pasa o no le pasa. Éste es uno de los grandes temas del psicoanálisis porque es, justamente, ese saber el que se le va a demandar, constantemente, a los psicoanalistas. La regla de abstención establecida por Sigmund Freud está específicamente dirigida a esta situación. La falta de orientación sobre este tema ha llevado a muchos psicoanalistas a la impostura del silencio. Mas bien, a permanecer callados ante cualquier situación y circunstancia. De aquí se desprende el slogan, legitimado por esa impostura, de que, a diferencia de los psicólogos, los psicoanalistas no (te) hablan.
En un mundo frenético en el que se multiplican los lugares que ofrecen un saber sobre lo que nos está pasando, qué hacer y cómo llevarlo a cabo; en un espacio social en que parar, detenerse en la formulación de una pregunta más de cinco minutos es perder el tiempo, la práctica psicoanalítica se torna aún más necesaria. Porque propone un lugar de interrupción, de-tensión, de conversación, de análisis. El invento freudiano revaloriza y democratiza el trabajo intelectual que antaño estuvo reservado sólo a algunos pocos elegidos. Lo saca de las instituciones y lo ofrece en la calle. El psicoanálisis repone el lema de la ilustración y lo hace extensivo a cualquiera: “Sapere Aude”, atrévete a saber, y le agrega: “sobre tu propia vida, aquello que ya sabes, pero no sabes que sabes”. Básicamente se trata de un acceso a un saber muy particular, de un trabajo teórico, que no necesita título, ni capacidades, ni permisos especiales, sólo el deseo de interrumpir la omnipresente pasión de la ignorancia.
La receta freudiana es: parar de hacer y de pensar. Recostar el cuerpo, retirarlo de la rutina cotidiana (no para descansar o seguir durmiendo como solemos hacer) sino para emprender un trabajo articulado a un decir-se, sin pensar-se. Un trabajo teórico. Se trata de lo que se sabe o no se sabe. También de lo que se puede saber y de lo que nunca se sabrá. De diferenciar lo inexplicable de lo inexplicado. Para el psicoanálisis el ser humano nunca estuvo, ni estará en relación directa con el mundo de las cosas, su propio cuerpo ni los otros seres humanos. Sí lo está con el saber, irreductiblemente articulado en el universo simbólico. Se diferencia de la propuesta farmacológica y la del ascetismo laico en tanto dejan lo más importante, el saber sobre el malestar que nos aqueja y su resolución, en manos del Otro: los químicos y la eficacia sugestiva del maestro de turno. En cambio, abre las puertas para que cada uno pueda, si lo desea, empezar a historizar el enigma que lo habita. Sirve a aquellos tomados por un apetito de saber que no se agota en el saber del otro. Para quienes sufren del dolor de no saber y que, por consiguiente, se placen sabiendo. Hay un placer, digamos intelectual, en saber algo más de lo que se sabía sobre cosas de las que nadie sabe, ni sabrá jamás. Quién se analiza se convierte, lo quiera o no, en un analista crítico de su propia vida; si puede, o no, hacer algo con eso, ya es otro problema.
*Psicoanalista – Docente - Escritor.