Tenía veinticuatro años y me habían roto el corazón.

Después de unas vacaciones que para mí habían sido fantásticas, en las que recorrimos otro país y saqué un montón de fotos, volvimos a la rutina y un día, de repente, Lucía me pide un tiempo. Durante unas semanas no nos vimos, y yo aproveché para revisar las fotos y los videos grabados. Y en un rapto de optimismo, editar a partir de eso un video y mandárselo por mail.

La respuesta no llegó o, como diría mi psicólogo tiempo después, llegó en forma de silencio.

Era el año en que había terminado de cursar la carrera de Imagen y Sonido, trabajaba de camarógrafo/editor freelance y, sin tener muy en claro por qué, me anoté en un “programa de cine”, dictado por Andrés Di Tella y Martín Rejtman. El taller tenía como premisa que trabajáramos con lo que tuviéramos a mano, haciendo cortos de una semana para la otra, lo contrario a lo que estábamos acostumbrados. Cada tanto también invitaban a otros cineastas a dar clases.

La película de la que voy a hablar la conocí gracias a una profesora española que había sido sonidista y ahora se dedicaba a acompañar cineastas con películas en proceso. En una de sus clases, nos habló de un cineasta kazajo, que empezó a estudiar cine a los 30 años, que antes de eso había sido ingeniero aeronáutico (!) y que había hecho tres documentales increíbles pero el género lo había “agotado moralmente” y nunca más iba a filmar de esa manera. El tipo se llamaba Sergey Dvortsevoy, y la película que la profesora nos iba a mostrar se llamaba En la oscuridad.

Hecha esta introducción, apagó las luces y la película empezó. Sobre negro, una frase: “Unos monoblocks en las afueras de Moscú. Primavera”. Unas manos buscan algo en un cajón lleno de ovillos de hilo plástico. La cámara se mueve y descubrimos un hombre viejo y ciego (Vania), que durante los próximos 20 minutos va a seguir buscando sus ovillos y con la ayuda de un perchero de madera va a tejer unas bolsitas trenzadas de hilo. Esta acción será interrumpida varias veces por la presencia de Bandido, un hermoso gato blanco que con completa impunidad va a robarse los ovillos, meterse en los cajones, adentro de las sábanas. La cámara se mueve entre el hombre y el gato, y en esos movimientos vamos conociendo un poco el espacio. En un momento pasa por un portarretratos, y ahí está Vania, mucho más joven, con una mujer al lado, y mirando la cámara.

Bandido, que estaba arriba de un ropero, se para sobre una pila de papeles y tira todo al piso. La cámara en mano pierde el plano, se escucha al director cagar a pedos al camarógrafo por “cortar” la escena y Dvortsevoy entra en plano con el micrófono en la mano para ayudar a Vania a levantar los papeles. La acción se recompone, Vania vuelve a trenzar los hilos, y cuenta lo que está pasando afuera del edificio (“deben ser las tres de la tarde, ya salieron de clases y corren por el parque”) mientras escuchamos los gritos de unos chicos entrar por la ventana.

Ahora Vania camina abrigadísimo por una calle nevada, se cruza con dos señoras que parecen sorprendidas por ver a su vecino siendo filmado. Parado en una intersección de calles ofrece a viva voz sus bolsas (“lleve una, son gratis”) pero nadie le presta atención. La gente que le pasa por al lado lleva las típicas bolsas de plástico que usábamos despreocupados en esa época (principio de los 2000). De vuelta en la habitación, Vania llora sentado en la cama.

Cuando la película terminó me quedé como atontado. Una película podía durar 40 minutos, tener una trama mínima y a la vez hablar de tantas cosas (hasta los efectos de la caída del comunismo). Podía contar una historia y a la vez poner sobre la mesa los problemas sobre cómo contar esa historia... También recuerdo pensar mucho en su protagonista: Vania es un personaje triste (cuando llora a uno se le parte el alma) pero no está derrotado, acepta las cosas que “le pasan” y sigue adelante.

Unas semanas después, Andrés nos propuso una consigna simple: “la carta”. Dijo esas dos palabras y se quedó callado. Automáticamente pensé en el mail a Lucía. A su manera, era también una carta. En esa época yo leía y subrayaba los diarios y las cartas de Kafka, y había una cita de la correspondencia con su novia Milena que me encantaba. Franz se pregunta indignado a quién se le ocurrió que la gente pueda mantener relaciones por correspondencia: “La posibilidad de escribir cartas tiene que haber traído al mundo una terrible perturbación de las almas. Porque es una relación con fantasmas; y no solo con el fantasma del destinatario, sino también con el propio”.

De repente aquella situación, que tanta vergüenza me daba al recordarla, aparecía como una posible trama. Verme en tercera persona, como un personaje ridículo, era de alguna manera reconfortante.

Decidí recrear lo que había pasado, pero narrando todo a través de un solo recurso: lo único que vemos es lo que se ve en la pantalla de la computadora del protagonista (Santiago). En un momento, Santiago recibe un mail de un amigo con un video en el que aparece con su ex novia y sus amigos, y a partir de eso se desata una serie de acciones: Santiago mira el video detenidamente, hace capturas de pantalla de los momentos en los que están los dos juntos, lo pausa para abrir Facebook y stalkear un rato el perfil de ella, hasta que se decide a escribirle un mail para mandarle el video e intentar retomar así algún tipo de conversación.

Ese trabajo se llamó Yo y Maru 2012 y fue mi primer corto.


Juan Renau nació en Buenos Aires en 1986. Dirigió los cortometrajes Yo y Maru 2012, Incendio/Rescate, El cielo de los animales, Lionel y Ad10s. Co-dirigió Las luces, junto a Manuel Abramovich. En 2024 estrenó Partes del todo, su ópera prima.