El cuento por su autor
Casi todos mis recuerdos familiares pasan, inevitablemente, por el juego. De chico, las reuniones de todo el lado paterno pasaban por la casa de una de mis tías abuelas, en donde se jugaba al bingo, al truco y al chin chon, entre otras cosas. Todo por plata. Como la casa de la tía Aurora era muy grande, cada sector se dividía en un juego en particular, aunque se cerraba el día en una larga mesa de bingo donde todos participaban. Del lado de mi mamá, mi abuelo Pancho era un fuerte burrero: en su lecho de muerte, como el Beto de este cuento, marcaba las apuestas de cada carrera del hipódromo. El juego, como la calvicie, dicen, se salta una generación. Mis padres no son jugadores, mi viejo hasta desprecia con prudencia todo lo que tenga que ver con las apuestas. Mi abuela, su mamá, igual jugaba todas las tardes a la quiniela, y de chico y hasta de adolescente iba cada tanto (mi hermano, con mayor asiduidad) a la casa de la quinielera a apostar por algún número un monto tranquilo, 50 centavos, una cosa así, a nombre de Cepi.
Yo creo que heredé algo de ese afán lúdico, pero con otros juegos, claro. La literatura está llena de jugadores, excediendo el caso obvio, que es El jugador de Dostoievski o “La lotería en Babilonia” de Borges, ensayos sobre el juego disfrazados de narración (como los cuentos que más me gustan). Lacan habla de la fortuna, me interesa mucho lo que dice, más allá del berretín puanero de citar al psicoanalista francés: la búsqueda de la suerte tiene que ver con una obsesión neurótica por hacer saltar el sistema simbólico que el juego propone para que aparezca lo Real, que sería la buena fortuna de ganar. Pero su encuentro es también una máscara, claro. Porque lo que importa es jugar, ganar se convierte en una falsa satisfacción, una parcial, de esa búsqueda obsesiva por lo verdadero. Como la literatura, también. Los juegos de azar comparten eso con las letras: complejos sistemas de símbolos cuyo único fin es persuadir al usuario de que esconden algo, algo que no es otra cosa, en definitiva, que su propia hechura. Lo que se termina encontrando al final de un libro o del tragamonedas no es la fortuita respuesta final a todas nuestras preguntas, que puede ser la revelación buscada o un montón de guita. Lo que se encuentra es el propio juego, literario o no tanto. Repito a Borges: magias parciales. Y a seguir.
Con todo respeto
El gran problema frente a la muerte de Mary no fue, y eso todos lo sabíamos, el tema de cómo iba a quedar el negocio de levantar quiniela en el barrio. Era obvio que el sobrino de Mary, un tipo que también se encargaba de algunos otros trabajos paralelos de la familia (que incumbían algunas cosas un poco más turbias por las que, por supuesto, no preguntábamos mucho más) iba a tomar el testigo y seguir adelante con todo, evitando que el flujo de apuestas de las abuelas del barrio se parase, y todo siguiese como si el hecho de todos los hechos no hubiese tenido lugar. Esas cosas casi ni se preguntan: un poco la muerte es un punto y aparte, pero no el final de ninguna historia en lo que se refiere a ciertos negocios que portan apellido. Pasa un poco lo mismo en todo el barrio: con la casa velatoria –que acabó por perderse un cliente con esto–; con la verdulería de los Mamani cerca de Calixto Oyuela; con la panadería frente a la iglesia, así. Queda todo en las mismas manos, que van cambiando de piel, de olor, de nombre, pero, en el fondo, son las mismas. Todo puede morir, pero no los negocios. Ahora, lo que sí estaba sujeto a discusión pública dentro del barrio era cómo se iba a sacar a Mary de la casa.
La respuesta a ese dilema no iba a ser sencilla. El largo tiempo en el sillón, los cigarrillos que desfilaban por una boca que de gruesa ya no tenía nada (mi tío siempre decía “No sabés la boca que tenía Mary de más pendeja, todo churrasco, tremendo”, con ese tonito que siempre me incomodaba), su afición a los “dulcecitos” que había que llevarle cuando uno jugaba a una fija, todo había colaborado a que Mary terminase pesando lo que terminó pesando. Que era mucho. Bastante. Ya era increíble el manejo que tenía de su cuerpo para entrar y salir del hogar las pocas veces al día que salía, ya sea para comprar uno o dos atados extra (todavía se hacía de cartones, quién sabe de dónde, ¿o no era el sobrino el que se los conseguía?), o para chusmear algo con doña Chela, la amiga de Mary desde que las dos eran pendejas en Santos Lugares. Nada podía detener a Mary en movimiento: cruzaba la estrecha puerta como si el tiempo no hubiese pasado, como si su cuerpo siguiese siendo el mismo desde hacía años, y con las piernitas chiquitas que tenía cruzaba la calle, se iba a lo de Chela, se quedaba un rato poniéndose al día de los detalles más importantes (tres o cuatro puchos duraba el intercambio) y, luego, a volver a su mundo. Ese mundo de tele prendida en el mismo canal, de estatuitas con la virgen de Lourdes, de libros de Corín Tellado acumulados al costado de una mesa que uno no sabía si era equivocadamente estrecha o si había algún efecto visual del cuerpo de Mary en expansión.
Ojo, yo no discrimino, debió haber sido difícil perder el marido tan joven. Mi tío, que parece que le supo arrastrar el ala en algún momento, me dijo que Mary quedó destrozada: en cinco meses pasó de haber disfrutado la luna de miel a tener que elegir el traje con que lo iban a enterrar al Beto en San Martín, el cementerio que le correspondía a toda la familia Gonzaga. Y a donde también van a llevar a la Mary, que tampoco le cabe la duda a nadie que su lugar es al lado, de una vez y para siempre, de Beto. Claro, sabiendo que la familia Gonzaga tiene una cercanía con el intendente de allá, y que mucho no le va a costar liberar alguna tumba, la de la izquierda o la derecha de la de Beto, para poner ahí a Mary. Insisto, no es ese el problema. El tema era cómo sacarla.
Beto parece que era un buen tipo, todo el mundo se acuerda de él. Taxista, no remisero, lo cual en esa época era mucho más común y más fácil (ahora, con lo difícil que es sacar la licencia y todo el lío de Uber y eso, andá a saber dónde vamos a terminar). Yo no me quejo, eh, hay trabajos que sólo van a estar un tiempo y después está bien que desaparezcan. Me parece lo lógico, pero no me quiero ir por las ramas, hablábamos de Beto. Taxista y burrero, como todo buen taxista, Beto parece que no dejaba irse ninguna, se lo veía siempre con el diario bajo el brazo, con varias carreras anotadas, con círculos en el nombre de los caballos que había que apostar. Por supuesto, en movimiento, podía ir cuando quisiera para Palermo, y parece que el vicio lo agarró de chico y no lo dejó hasta el final. Todavía se cuenta por acá cuando sacó no sé cuánta plata jugando durante los primeros años de los milicos a las carreras más extrañas que pudiese encontrar. Era un arriesgado, no le tenía miedo a nada, pucho tras pucho, como su viuda, dicen que marcaba con precisión a qué burro había que jugarle, por qué y bajo qué estrictas condiciones. Pero la guita que entraba se iba igual de rápido, todo aquel que venga de familia de jugadores sabe que esa es la única verdad. Una tía mía, por ejemplo, rosarina, sacó un departamento en un premio de una lotería. Un dos ambientes hermoso en donde vivió hasta su muerte. Creo que es la única excepción a la regla. Aunque lo demás se lo jugó todo, eh, no sé cómo sobrevivió el departamento a las tardes de bingo de mi tía, que eran una masacre.
Es un peligro el bingo, no lo recomiendo. Es como que te saca de la realidad: no hay ventanas, no hay contacto con el exterior, sólo los tragamonedas funcionando y la voz de los que te cantan los números. Se arma una camaradería extraña: algunos de los chicos de la remisería se toman el mediodía para ir a jugar, no sabés. Es terrible. Se meten una, dos horas, entre las 12 y las 2, ponele, y apuestan lo que levantaron a la mañana o lo que pudieron sacar del día anterior. O de la semana, que es peor. Y se lo juegan en el bingo. Para recuperar lo que ganan tendrían que hacer un bingo con un pozo acumulado grande, pero vos te imaginarás que si llegan a tener todos los números de una jugada, un lunes o martes al mediodía, no van a sacar más de 4 mil pesos, una cosa así, con suerte. Son remiseros y viejitos jubilados los que van a esa hora, que es como el horario de los gatos caros en el gimnasio. Hay un momento de la tarde en que es así: cada negocio tiene una clientela de mediodía particular. Los bingos se llenan de fracasados al volante y viejitos, justamente, dos rubros sumamente amenazados por el bobazo. Muy cercanos a la muerte. Cada vez veo menos viejitos entrando al bingo de Caseros, al de San Martín… es una impresión mía, qué se yo. ¿Que si fui a jugar alguna vez al mediodía? Qué te parece. Es como que pienses que un cana nunca probó falopa o se cogió a alguna chica de la calle. La tentación está ahí, la impunidad, la posibilidad de que lo hagas y todo siga normal, su curso. Es como una pausita que te tomás. Ya lo de los canas me excede, no quiero hablar de más, pero un remisero en un bingo al mediodía es algo lógico, esperable. Somos gente con muchos mambos, querido. Con muchas cosas nuestras que no se pueden decir, que no se van a solucionar. Es hasta un acto de piedad jugar.
Yo a Gonzalo no le tengo mucha confianza. De movida, siempre me resultó raro ese versito que se forma cuando lo llaman por nombre y apellido: Gonzalo Gonzaga. En el colegio solía ser siempre motivo de burla. Igual, muy al principio, porque después Gonzalito se encargaba de dejar en claro, trompada mediante, que con él, con su apellido, con la familia, con Estudiantes, nadie podía meterse. Raro, ahora que lo pienso: ¿el intendente de San Martín será o no de Chacarita? Digo, hay una pica histórica entre el pincha y la gente del vecino partido, pero por ahí nada que ver, el tipo ni siquiera es del club de su barrio, es un vendido de San Lorenzo, River o, peor para todos, Boca. Porque el sobrino de la Mary y el intendente de allá tan bien se llevan que más de uno los vio hablar amistosamente (y acaloradamente) en la Axxion de Caseros, cerca del Ebro. Seguro que cierran negocios de mucha guita en ese café. No sé si lo conocés, pero si pasás un día por la tarde, vas a ver a lo que me refiero. Son los mismos chabones siempre, el gordo del negocio de ropa de enfrente, Gonzalito, el intendente, que a veces va, a veces no, pero siempre está, porque notás que cuando él no viene, viene alguien que parece que opina por él, como un secretario que seguro le informa todo lo que se habló y eso. El resto de los de la mesa van cambiando según el día. Ves, ahí tenés otro rubro en otra hora: la hora del café, entre las 4 y las 6 de la tarde, 7 si sabés que es un día especial por algo. Ahí se juega algo que ya excede la cuestión del azar. Se juega con otra cosa. Y se debe jugar fuerte, porque ninguno tiene cara de tener ganas de perder el tiempo, como los viejos y los remiseros, como los gatos del gimnasio. Todos están con la mirada dura, fija, con el objetivo identificado. Y sabés que se están peleando por esas cosas. Que se están exponiendo por algo contundente que ni vos ni yo vamos a saber nunca. Entonces, con esa llegada, ¿qué es imposible? Vos y yo somos pichis, la miramos de afuera, yo la miro de afuera, al menos, cuando voy a cargar nafta y los veo reunidos. Ni saludo, ni me presento, pese a que me conocen algunos, como el propio Gonzalito. Pero cuando ya conocés tan bien a alguien, no lo saludás. Hablás directamente de las cosas, en todo caso, como si el saludo estuviese de más. ¿O saludás a tu mujer todos los días que te levantás? Ves, esas cosas te digo.
Con Gonzalo tenemos la relación justa, no mucho más. Tampoco es que éramos compañeros de curso. Fuimos a la misma escuela, al Lourdes, como casi todos, pero en cursos diferentes. Yo tampoco fui mucho de llamar la atención, en esas cosas siempre adopté un lugar más parco, más de segundo plano. Mi tío siempre me dice que me tengo que mandar más, que así nunca voy a dejar la remisería, pero yo creo que a él no le conviene que deje de laburar ahí. Ni a él, ni a mi familia, que un poco vivimos todos del negocio del tío. No somos de esa gente que tiene la plata asegurada en algún lado, tampoco unos muertos de hambre, eh, todo lo que se gana, todo lo que se labura se gasta y hasta un poco se ahorra para algunas cosas puntuales, como una fiesta en algún momento, arreglar el auto, claro, o irte de vacaciones un poco para cortar la rutina. No mucho más, lo justo. Pero sigo, que me preguntaste otra cosa y yo salté con esto. Te decía que yo a Gonzalo no le tengo mucha confianza, así que no creo que el plan que propuso vaya a resultar. Ojalá me equivoque, eh, que todos sabemos que lo mejor es que esto se solucione y pronto.
Como no podían sacar el cuerpo rápidamente (y ahí tengo que reconocer que estuvieron vivos), a Mary se la veló en su casa. Murió ahí, después de todo, en la cama. Como se debe morir: durmiendo, sin sufrir, pasando de un sueño al otro. Ahora, también, qué cama chica que tenía. Con todo ese cuerpo, el propio Gonzalo podría haber puesto algo de plata para comprar una dos plazas más amplia, no esa cosa en donde dormía su tía todas las noches. La pieza era grande, se bancaba sin problemas una King Size. Te lo digo a ojo, pero igual. Durante el velatorio, mientras todas las vecinas lloraban o rezaban casi en silencio un Rosario, me puse al día con Gonzalo. Me contó muy por arriba de sus negocios, de cómo venía su tía, no pregunté mucho más porque la confianza, aunque en ese momento parecía existir, históricamente fue limitada. Me limité a asentir cada vez que ponía cara de pedirme una opinión. Y medio que al final me soltó el plan. Parecía que lo hubiese estado armando desde siempre, tal como te lo contaba, no dejaba nada librado al azar. Así es la gente con plan. No se sorprenden por nada. No tienen esa cuota de casualidad, viste. Esa que hace que la vida te sorprenda, para bien o para mal, digo.
La opción lógica estaba descartadísima: la puerta de entrada había que tirarla abajo para sacar a Mary por ahí, y considerando la posibilidad de un rápido alquiler de la casita, mejor era no tocar nada. O sea, si vas a alquilar, la idea es que la casa que tengas te produzca los retornos más interesantes de la poca plata que obligatoriamente haya que poner. Pero tirar una pared abajo, tirar el frente abajo… eso no le convenía a nadie. Se podía sacar el cuerpo por el patio, eso era posible, no sin esfuerzo. Digamos, llevar a Mary al patio y levantarla para sacarla por arriba, retirando antes los pedazos de vidrio partido de la entrada para no lastimar el cuerpo en el proceso. Y después, contactos mediante, Gonzalo me aseguró que eso era totalmente potable, que iban a usar una camilla reforzada y con sogas y cadenas, bien colocadas, levantar el cuerpo desde el patio, como te decía, y así saltar por encima de la entrada y sacar el cuerpo. Cuando me dijo, asentí por las dudas. Me imaginé a Mary en el aire: gente que no la conoció en su vida tirando, haciendo fuerza para que la levantadora de quiniela sea levantada. Conociéndolo a Gonzalito, seguro que hasta pensó en cortarla a la tía si no había otra alternativa.
Mientras hablamos, Mary debe estar haciendo como que vuela de su casa a lo de Beto, a encontrarse por fin con el marido que casi no fue. Me imagino que la deben estar levantando, porque a esta hora, la calle está desierta. Ya no hay viejitos, no hay muchos remiseros dando vueltas. Es el momento perfecto: menos chismosos para contar después lo que pasó.
¿Qué por qué fui al velatorio? Para presentar mis respetos, obvio. Y de paso llevarme esto. Así como lo ves, acá anotaba Mary las deudas de todos los vecinos. Y sé que mi nombre está ahí. Hay que ser boludo para no revisar los cajones, con todo respeto. Lo abrí sin problemas, agarré la libretita y listo, misión cumplida. Gonzalo va a estar buscando esto un par de días hasta que se canse y deje todo como está, porque sabía que con Mary heredaba una lista de deudores a quienes apretar para recuperar lo que le habrá costado toda la ingeniería para sacar el cuerpo. No seré un tipo con planes, pero yo zafo, viste. A eso me dedico, al final. Y acá lo importante es zafar, salir siempre con alguna, salir siempre por algún lado. Preguntale a Mary.