El cuento por su autor

Durante el complicado 2023 me estuve distrayendo al mejor estilo pirandelliano en conversaciones, mentales y también por escrito, con mi protagonista estrella del momento. El ex comisario (muy sui generis por cierto) Santiago Alberto Masachesi insistía en aportarme resoluciones a nuevos enigmas de casos creados por él. Yo intentaba explicarle que lo mío en materia de ficción literaria era avanzar hacia lo desconocido, que bastante con que le había escrito su novela donde revelaba su brillante deducción sobre la muerte del emblemático fiscal, tema que en la realidad vuelve cada tanto y sigue volviendo, diez años después. Pero que no insista si bien me encanta conversar con él. Con aquella novela consideraba haber pagado mi deuda con tan lúcido personaje, eso al menos intentaba explicarle. Aunque lo quiera, no tengo la capacidad de escribir sobre lo ya sabido, mi acercamiento a una nueva obra de ficción, ya sea extensa novela o compacto microrrelato, es una avanzar hacia lo no cartografiado.

Así, más allá de la sección que titule “La Gesta de un Personaje”, me largué a indagar sobre el misterio que desde décadas atrás me carcome las tripas mentales y paso a paso fui completando el libro recientemente publicado, ¿De dónde vienen las historias?, especie de ensayos narrativos en busca del imposible venero de historias y personajes que si logramos mantener el ritmo y no cortar el hilo y ser muy fieles a su esencia, van surgiendo palabra tras palabra atentos a su propia música secreta

En medio de estas disquisiciones y un barajar de posibles teorías, sin buscarla si quiera se me apropincuó (bello término acorde con su época) la protagonista de mi primera novela que ya lleva más de medio siglo de vida aunque el tiempo por esas latitudes de la ficción cobra otros valores.

Y esta joven llamada Clara, prostituta por fuerza de las circunstancias, muy cándida pero nada tonta, me interpeló y a la vez me dejó de lado. Cosa que agradecí, naturalmente, porque me permitió escribir el presente cuento al mismo tiempo que me sacaba el lazo del cuello. Otro sería su interlocutor, mucho más capacitado y a la vez más acorde con su status.

Lugar de encuentro

I

¡Ay mi Dios, que despiste!

Quisiera pedirle a mi autora que me escriba la carta, pero ella mientras me escribía, mejor dicho me creaba, vivía en Paris. ¿Y ahora dónde estará? Los espacios y los tiempos se entremezclan. Unos años después de crearme, en su nuevo oficio de periodista profesional ella trabajó muy cerca de mi zona de acción, pero yo seguí y sigo siendo la de antes. De antes y de siempre aunque mi marca no sea atemporal. Tiene una fecha ambigua pero fecha al fin; década de 1940 si no me equivoco. ¿Y qué si me equivoco? A partir del día en que mi padre me echó de su rancho en Tres Lomas mi vida toda ha sido un gran equívoco. Pero aquí estoy. Como buen personaje de ficción que soy perduro a mi pesar, estancada en el notiempo de un trozo de mi historia narrado por otra. Mal narrado, si vamos al caso, porque me dejó como boqueando (es un decir) en la ambigüedad de un final que ella da por salvador pero pocos lo entienden así. De todas maneras me salvé al proferir la frase inesperada. “Hay que sonreír” le dije al maldito Alejandro que lentamente se me iba acercando para gozar de mi pánico. Se lo dije como en espejo de su antigua conminación, cuando me hacía laburar de Flor Azteca. El desconcierto lo detuvo navaja en ristre. Me dio tiempo para poner pies en polvorosa y por primera vez en mi vida, en camisón y descalza, llegué por fin al tan anhelado mar que estaba a un paso.

Todo esto lo cuento recién ahora pero fue así. Tal cual, aunque no figure en página alguna. Era noche cerrada. Me rescató un pescador metiéndome en su barca, así al asomar el día puede conocer la costa vista desde el mar y no a la inversa. Todo siempre se me da al revés en la vida. Ojalá mi autora me escuchara y volviera a escribirme, una secuela que le dicen. Liberadora, la secuela. Pero ¡minga! Cuando ya casi me estaba acostumbrando al olor a pescado y a las escamas entre las mantas de la cucheta, se apagó mi vida dibujada en el aire por nadie y heme aquí de nuevo en mi escenario habitual.

Ya no me interesa que mi autora vuelva a escribirme. Sólo necesito ahora que alguien me ayude a mí a escribir la carta para cerrar el círculo y entender qué es eso del amor. Hay que sonreír no será nunca más un imperativo para mí. La frase salvadora se me ha vuelto amable, ahora quiero dedicarle mi sonrisa a Carlos.

Y ya que estamos me presento: me llamo Clara, vaya ironía. Y sigo estando a pesar de todo, aunque mi autora ni me registre.

Fui la primera en nacer de su pluma, como quien dice. Y era una pluma de veras entonces, de eso estoy segura. Fui hecha, mejor dicho escrita, toda a mano. Con una auténtica Parker 51. Mi muy joven autora adoraba esa lapicera porque había sido regalo de su padre quien nunca la echó de la casa, todo lo contrario. Pero ella apenas salida de la adolescencia se tomó el bondi, como decimos por mis pagos, y un par de años después pergeñó mi historia. De a ratos le estoy agradecida. La mayor parte de las veces no, todo lo contrario. De todos modos mi autora se olvidó de mí, siguió su rumbo y se fue armando de un montón de personajes nuevos. No son ni mis rivales ni mis hermanos, nada tienen que ver conmigo. Menos mal.

Pero ahora necesito escribir esta carta y la tipa ni bola. Depende en qué instancia la enfoque la veo en París escribiéndome mientras su bebita duerme la siesta y su marido trabaja. O la veo como seis años después, ya en Buenos Aires, releyéndome para por fin captar el humor secreto que hay en mi patética historia y por fin darla a publicación, dándome así otra forma de vida, una nueva manera de pasar de mano en mano, metida en un libro.

Ahora, independizada de mi autora, sólo puedo verla cuando está conmigo. Como la vez que mi novela (así llaman a ese trozo de mi vida, ¡no tengo la culpa!) cumplió cincuenta años y hubo festejos. Pero ya no la veo más. Y ahora la necesito para escribir mi carta. La carta.

Cursé toda la primaria allá en Tres Lomas mientras vivía mi madre. Soñaba con ser maestra, quién hubiera dicho cuando acabé de puta. No importa. Escribir, eso de poner una palabra después de otra sobre el papel, me sale prolijito, lo que no sé es Escribir con mayúscula, con las palabras precisas y que no se me piante el sentimiento. Lo necesito a punto al sentimiento, con todas sus luces. Y mi autora anda por otros andurriales de la mente (es su expresión) y yo quedo desamparada en esta parte sórdida de la gran ciudad que llaman el Bajo. Zona de putas como yo, de cafiolos que son lo peor, hervidero de maleantes de toda laya bajo la recova. Ese es mi tiempo, este es mi lugar que habrá de ir cambiando con el correr del tiempo. Pero yo, qué se le va a hacer, soy un satélite fijo. Orbito siempre sobre el mismo punto.

Y necesito escribir la carta. La Carta, como título de un cuento que no es tal.
He madurado, ya ven. Punto fijo o no, igual se madura, se aprende, se absorbe por los poros. Me expreso mejor, perdí mi candidez sin por eso adquirir la capacidad de redactar desde el alma. Una cosa es ser escrita y otra muy distinta es escribirse.
Entonces busco y busco. Una mano amiga busco.

Alguien que pueda ayudarme.

II

¡Lo encontré, lo encontré! En un cuento lo encontré, ¿dónde si no?

Un cuento que en realidad es un diario, o más bien un diario disfrazado de cuento para poder abrir un corazón enquistado. De un colega de mi autora llamado Julio… bueno, quizá colega sea mucho decir tratándose de un grande, pero entiendo que en algún momento llegaron a ser amigos. Afinidades literarias que le dicen. Sé que el tal Julio cuando escribió esta historia tan personal hecha de añoranza tenía ya publicadas unas obras maestras. Pero para mí pervive en el aquí y ahora de su “Diario para un cuento”, no en el del tiempo cuando lo narró sino en el de lo narrado. Como corresponde. Y ese tiempo es también mi tiempo.

***

Julio me va a ayudar, seguro. Como bien acota en su historia, de joven supo ser traductor público con vieja oficina en la calle San Martín, justo por mi barrio:
“Yo trabajaba en el viejo escritorio que había heredado un año antes junto con toda la vejez de la oficina y que todavía no me sentía con ánimo de renovar” dice en su diario. Y en otra parte explica que “Esa posición ambigua del traductor, siempre un poco a caballo entre idiomas y situaciones” lo llevó a traducir para las chicas del Bajo las cartas que ellas recibían de los marineros. Todo a un paso de dónde fluctúo yo, a pocas cuadras del puerto.

Este Julio joven es mi hombre, no lo dudo. Las chicas acudían a él no sólo para que les tradujera las cartas de los marineros, también para que les redactara las respuestas.

Este Julio es sensible, se engatusó con una tal Anabel. “La conocí en Buenos Aires al final de los años cuarenta”, admite. Y la Anabel se me asemeja, venida de Trenque Lauquen, como quien dice Tres Lomas. Miren si no se parece a mí cuando el tipo escribe que ella “se movía en el aire espeso y sucio de un Buenos Aires que la contenía y a la vez la rechazaba como a una sobra marginal, lumpen de puerto y de pieza de mala muerte dando a un corredor al que daban tantas otras piezas de tantos otros lumpens, donde se oían tantos tangos al mismo tiempo mezclándose con broncas, quejidos, a veces risas, claro que a veces risas cuando Anabel y Marucha se contaban chistes o porquerías entre dos mates o una cerveza nunca lo bastante fría.”

Cuando el tipo dice Marucha pienso en Monona en el Palacio del Baile. La extraño a pesar de lo zafada que era. La extraño por eso, por zafada y divertida. Pero mucho más lo extraño a Carlos a pesar de la desilusión final y quiero decírselo por escrito, quiero contarle de mi amor eterno con el corazón en la mano.

Será la mano del tal Julio, es cierto, porque se ve que él sí sabe escribir esas cosas mejor que mi autora, la misma que ahora por lo que logré atisbar anda de gran palique con un ex comisario, personaje persistente si lo hay. Un desastre. Pero no debo indignarme con eso, somos todos salidos de la misma mente calenturienta, si bien en la caterva de sus protagonistas hay cada farabute… Y un ex comisario… por más atípico que sea… después de haber escrito tanto texto disruptivo… ¿qué quieren que les diga?

Bueno, no estoy acá para juzgar a la autora de mis días. Y de mis noches. La que me confirió una forma. Medio desgraciada es cierto, la forma, pero a la larga yo supe sacudirme, colarme por las fisuras.

Y ahora iré a esa opaca oficina de la calle San Martín a pedirle al tal Julio que me escriba la carta.

Por ahí pesqué que a este Julio le da por pensar en el eterno retorno, en las sincronicidades, esas rarezas. Yo seré su Anabel en esta nueva vuelta de tuerca, pocos datos larga el tipo al respecto pero conozco bien este paño del que yo también estoy hecha. Me peinaré en consecuencia, “le extraño el peinado”, anota el tipo, “cuando vino por primera vez a mi oficina llevaba el pelo recogido, me acuerdo por puro coágulo de sensaciones que yo estaba metido hasta las orejas en la traducción de una patente industrial”, anota el Julio. Y tras engorrosas explicaciones referidas a esa engorrosa traducción agrega “Seguro que Anabel había golpeado en la puerta y que no la oí, cuando levanté los ojos estaba al lado de mi escritorio y lo que más se veía de ella era la cartera de hule brillante y unos zapatos que no tenían nada que ver con las once de la mañana de un día hábil en Buenos Aires”.

Zapatos de ese tipo tengo, claro está, alguna vecina tendrá cartera de hule para prestarme. Desparpajo hoy por hoy ya no me falta.

Y casi que le exigiré al tal Julio que me escriba la carta en su Olympia Traveller de Luxe. De Luxe, vaya pretensión. Sólo que la pretenciosa voy a ser yo, y le exigiré que a la carta me la cargue con los sentimientos más profundos. Sabrá hacerlo muy bien. Porque yo seré su Anabel en el eterno presente de la ficción, el mejor lugar de encuentro.