De San Clemente hasta Carmen de Patagones, afloran los sitios turísticos pegados al mar, que esperan la llegada de los turistas. Algunos son enclaves donde se encuentran los indicadores de mayor crecimiento poblacional del país de los últimos años.

Vivencié esa ilusión desde muy niño. Estoy hablando de fines de los años 60, cuando mis padres se radicaron en San Bernardo, en esos tiempos era una muy pequeña villa balnearia. Primero tuvieron un almacén y fiambrería, en épocas donde nadie preveía que llegarían a existir los hipermercados. Luego lo transformaron en un bazar, y más tarde en una zapatillería. Hasta especializarse finalmente en el rubro de ferretería, que continúa mi hermano hasta el día de hoy.

Recuerdo muy bien cuando tenía unos doce años, que los gastos fijos para mantener el negocio y a la propia familia superaban los ingresos durante los muy largos inviernos que duraban casi nueve meses. Se decía que había que aguantar, hasta que llegara la temporada en diciembre, cuando La Costa se llenara nuevamente de turistas. Y así sucedía en ese entonces.

Mi padre pedía créditos a los bancos o a algunos parientes de CABA para comprar mercadería. Porque era fundamental acopiarse en diciembre todo lo que se pudiera. Recuerdo haber descargado durante horas centenares de cajas de zapatillas, bolsones de ojotas o reposeras para la playa, colaborando con la economía familiar.

Los locales que permanecían abiertos todo el año se contaban con los dedos de una mano, la enorme mayoría cerraba después de semana santa, a veces antes, y reabrían cuando llegaba el calorcito. Casi todos ofrecían ropa, regalos o gastronomía. A partir de los setenta se construyeron decenas de edificios por todos lados y también muchos dúplex entre las calles repletas de pinos. San Bernardo explotó como destino turístico y se llenó de nocturnidad.

Creo que en aquellos años la gente tenía más dinero para gastar. Se veían colas por todos lados: para ir a cenar, en el kiosco de diarios, en la panadería y también en la ferretería familiar. El trabajo de atender el negocio era muy arduo, no parábamos y ni siquiera cerrábamos los días domingos.

En cada verano, siempre llegaban algunos advenedizos que venían a "hacer la Costa”, trayendo un rubro novedoso o una fórmula nueva para inventar la pólvora, que les permitiría jugar un pleno y salvarse. En su ilusión, creían posible trabajar solo tres meses y rascarse los otros nueve viviendo la gran vida. Quizás algunos lo lograban, vaya a saber. Al menos, lo disimularían comiendo fideos con manteca todos los días sin que nadie los viera. Pero en verdad, eran pocos los que se quedaban largo tiempo. Un amigo historiador los catalogaba como “pequeña burguesía arribista de la costa”. Aunque sospecho que en esa categoría nos englobaba a todos los comerciantes.

Hace unas décadas que las temporadas ya no son las de antes. Los pueblos de la Costa han crecido mucho, poseen varios miles de habitantes; entre Santa Teresita y Nueva Atlantis, hay una suerte de “continuidad urbana” sin grandes espacios libres entre los balnearios. Ya no cruzan como otrora, empujadas por el viento, las enormes matas esféricas de pasto seco por la calle Chiozza, como en las viejas películas del Oeste. Hay mucha vida allí en el invierno, que ya no es tan largo. Incluso muchos turistas suelen ir los fines de semana, a disfrutar con frío pero con tranquilidad, por rutas muy bien asfaltadas hace ya bastante tiempo, y de doble vía desde hace unos pocos años.

Por otra parte, el turismo estival cambió sustancialmente. Nadie se queda durante tres meses, ni siquiera va todos los años al mismo lugar. Se trata de conocer nuevos destinos en cada temporada. Las posibilidades de viajar se han ampliado.

Para los costeros, la temporada ya no se parece a la búsqueda de El Dorado. Hay demasiadas ofertas comerciales para cada rubro, y la extensión de la temporada se ha reducido bastante. Por contrapartida, hay un mercado interno local que les permite a muchos comerciantes quedarse en el invierno y mejorar sustantivamente en el verano, pero sin tantos altibajos ni pasando penurias económicas graves.

En todos lados se escucha que hay mucha preocupación con esta nueva temporada, la  del desangelado 2025. Cuentan, en Mar del Plata y en San Bernardo, que hay muy pocas reservas de departamentos y carpas de los balnearios. Parece ser que miles de compatriotas elegirán otros destinos, en estos días se promocionan mucho las playas brasileñas. Presumo que en los otros pueblos debe estar ocurriendo algo parecido.

Aunque desde la gobernación se hagan intentos de apostar al mercado interno e incentivar el turismo bonaerense, la política económica del gobierno nacional con el tipo de cambio que ha implementado probablemente haga un invierno muy duro para los pueblos y ciudades costeras. No existirá esa renta veraniega que suele marcar el pulso del resto del año.

Una temporada en el infierno, se llamó el libro que escribió Arthur Rimbaud hace más de un siglo atrás. Y aunque no se refería a lugares geográficos ni a climas físicos, bien vale la metáfora. Y esperando que el invierno no se transforme en un infierno económico por estos lares, también es bueno escapar, siempre que se pueda, de los infiernos de vivir en la jungla de cemento de CABA o en el Gran Buenos Aires. O de más al norte aún, donde las olas de calor mayores a los treinta grados se suceden año tras año con mayor frecuencia, intensidad y duración. Y aunque se pueda prender el aire acondicionado, la enorme boleta del consumo eléctrico que vendrá después será demasiado dolorosa en estos tiempos de desquicio que vivimos. Y qué duda cabe, siempre será preferible gastarla viajando.

Y como muchos no dispondrán de tanto dinero como para irse a vecinos países -y además, no conviene confiar del todo en que los precios estarán tan baratos como prometen- les renuevo la presente invitación: “Porteños y vecinos de los alrededores y de otros sitios del país, en esta nueva temporada que está llegando vénganse para la costa bonaerense, que siempre los estaremos esperando… No habrá caipirinhas ni mojitos, mates acompañados con churros en el mejor de los casos, pero algo bueno, junto a la brisa fresca que nunca para de soplar el Océano Atlántico, seguramente ocurrirá”.