El cuento por su autor
Todo escritor tiene una obra que lo define y permanece en la memoria de sus lectores. En la tradición rioplatense, rica en relatos breves, esto es especialmente cierto. En mi caso, esa pieza clave es “Atalaya”.
Este cuento tuvo un recorrido singular, marcado por reconocimientos y silencios. Permaneció guardado durante años, esperando el momento adecuado para darse a conocer. Finalmente, se publicó en Antes de perder (2010), una década después de haber sido escrito. Simboliza mi trayectoria literaria y mi búsqueda creativa, que siempre parece retornar a sus fundamentos. A veces siento que no hago más que reescribirlo, ampliando su trama o reduciéndolo a gestos mínimos.
En él confluyen los tiempos que me configuran: la infancia, la memoria y la espera entre escritura y publicación. Narra cómo unos niños, desde su pobreza, reinventan el tiempo con imaginación y amistad. Aunque tiene raíces autobiográficas, también muestra mis preferencias narrativas: fragmentación, superposición de tiempos y voces que otorgan vida a quienes parecen carecer de autoridad para narrar.
Escrito de un tirón pero transformado con paciencia, este texto cristalizó lo que busco en materia literaria. Fue el germen de mi novela Once segundos (2023), donde los mismos personajes reaparecen en otro momento de sus vidas, durante el segundo gol de Maradona a los ingleses en 1986. Este evento une sus mundos y los expande hacia una narrativa que mezcla infancias, violencias y fantasías.
“Atalaya” es una precuela y también una condensación del espíritu de la novela. Es la obra con la que me presenté como autor, asumiendo los riesgos y recompensas de esa exposición. Sigue siendo mi brújula literaria, el espacio donde descansan mis dioses y se enfrentan mis demonios. En él reside gran parte de lo que busco transmitir con mis ficciones.
Atalaya
Los soldados anotan en un cuaderno lo que va ocurriendo, me contó mi papá que estuvo en la guerra. Escriben para no tener que hablar nunca más de eso. Al general le pareció interesante que lleváramos anotaciones de nuestra guerra. Decidió que fuera yo el encargado. El general Durante siempre decide todo, incluso él resolvió ser general; nadie se opuso. Él es dos años más grande que nosotros.
Eso sí, todos nos pusimos de acuerdo en hacerle la guerra al Ruso; fue cuando descubrimos que robó a Tanga de atrás del arco. El nombre Tanga también lo decidió el general; él dice que todo debe tener nombre. La bautizó antes de darle la primera patada. Tanga también se llamó su tortuga que se le murió cuando le pintó los gajos blancos y negros. Él todavía no sabía que las tortugas respiran por el caparazón.
El Ruso tiene como doce años, aunque le crecieron bigotes, tiene voz de tonto y juega con los chicos.
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Esta tarde Cristian Arati, el hijo del fumigador, trajo como mascota a la Chispa, una perrita juguetona color arena. El general dijo que no hacía falta tener mascotas; Cristian aclaró que si la Chispa no se quedaba, él tampoco. Su hermano Fabián es teniente con tres cintas, igual que el general Durante que además tiene la escarapela. Los dos discutieron por la perrita. Al final todos hicimos una cucha con dos cajones y una chapa.
Nos encontramos temprano para aprovechar la mañana y cavar las trincheras. Me duelen los brazos y tengo las manos ampolladas por las palas. El general dijo que si era necesario íbamos a usar la granada que tiene mi papá en casa. Mañana vamos a ir a Tierras de Oro a hablar con el Ruso, para que nos dé a Tanga por las buenas. Allá las casas dan miedo, son todas de maderas torcidas. El padre del Ruso es policía, pero ya no nos asusta más con eso. El general decidió que iremos él y yo.
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Al Ruso lo encontramos en la calle a la siesta. Le dije que nos devolviera a Tanga. Se rio como un caballo, con el ruido de asma de mi abuela. Me dijo que lo acompañara hasta la casa que me la iba dar. El general se quedó en la esquina. Tanga estaba en una mesa del galpón del fondo. Cuando me acerqué para agarrarla, el Ruso me empezó a pegar patadas y a tirarme golpes; me gritaba que ésa era su casa y que nadie entraba. Me sentí mareado; vi la luz cuadrada de la puerta y salí por ahí. La calle estaba embarrada; patiné. El Ruso se reía. El general escapó corriendo. Yo corrí detrás de él. Tengo el honor de ser el primer herido en combate. El general me juró que no escapó, sino que iba a buscar refuerzos.
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Nos enteramos de que el Ruso está preparando un ejército para atacarnos. Estuvimos buscando piedras y cortamos ramas para hacer espadas. Hicimos una trinchera circular, más honda. La Oya, le puso el general. Escribo esto esperando que llegue el Ruso; está oscureciendo. Mi mamá me llama a comer.
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Ayer a la noche nos taparon las trincheras. Tuvimos que arreglarlas. Acomodamos las piedras y sacamos la tierra de adentro. Después nos entrenamos. Cristian fue a Tierras de Oro como espía. La Chispa lo siguió, es una sanguijuela, no se separa de su dueño; aunque pensándolo bien, la Chispa ya es de todos. El Ruso hizo una choza a orilla del lago y prepara su ejército. Son como veinte.
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Tuvimos el primer enfrentamiento desde que estamos en vacaciones. Mandaron a un soldado para decirnos que nos iban a atacar. Esperamos casi una hora. Cuando los vimos venir, el general desde la Oya nos dio la orden de ocupar nuestros puestos. El enemigo se paró a una cuadra. Nos empezaron a tirar con hondas. Tres soldados nuestros escaparon; al Gordo Ruíz le pegaron con una piedra en la espalda. Se nos vinieron encima; daban miedo. El general dio la orden de apuntar. Desde atrás apareció el Ruso con otros soldados. No lo esperábamos. Pudimos escapar. Nos incendiaron el terreno. Los hinojos crujían; un humo negro subía hasta el cielo. El general dijo que perder una batalla no era perder la guerra.
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Agregamos a nuestras armas las hondas. Cristian es nuestro espía oficial. Cruza el campo de Bignolo, luego el hipódromo abandonado donde cabalga el fantasma del jinete desnucado, y llega por entre los matorrales a metros de la choza del Ruso. No están preparados para recibir un ataque: se distraen jugando al fútbol, se bañan en el lago y con la misma agua que se bañan preparan mate. Los pibes que juegan al fútbol en la plaza se unieron a nuestro ejército; los convenció el general. No pudo convencer a sus primos porque son Testigos de Jehová. Me gusta que seamos más soldados porque el teniente Fabián hoy nos puso a su hermano y a mí la primera cinta. Cada uno tiene a cargo cinco soldados.
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Lo descubrieron a Cristian entre los matorrales y le empezaron a tirar cascotazos. Cuando quiso escapar, los hermanos Fava, que tienen al padre preso por matar a la atorranta de la madre, le dieron una paliza bárbara. Cristian llegó llorando como una nena. Tenía la ropa sucia y el pantalón roto. El teniente Fabián se puso furioso cuando su hermano con vergüenza le contó lo que uno de los Fava le hizo, mientras otros cuatro lo sostenían boca abajo. Le pidió permiso al general para ir a envenenar el lago. El teniente también lloraba.
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El teniente y Cristian fueron anoche a envenenar el lago. Robaron a su papá un bidón lleno de un veneno fuerte. Tiene el color de la leche; para fumigar hay que diluirlo con mucha agua y usar guantes. Echaron el veneno puro, todo el bidón, en el lago cerca de la choza. Por orden del general hoy vamos a ocupar el hipódromo que tiene murallas y hasta un mirador. Va a ser nuestro fuerte. Vamos a estar más cerca del territorio enemigo. Los fantasmas no existen, dijo el general.
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Aparecieron muertos varios perros en el barrio. La pobrecita de la Chispa se retorcía toda. No sé cuándo habrá tomado agua del lago. Esperamos que el Ruso y los otros enemigos también se retuerzan como la Chispa. Enterramos a la perrita que estaba con los ojos abiertos, parecía un pajarito embalsamado. Cuando le tiramos tierra se me cerró la garganta como con miga de pan. A Cristian lo ascendieron para que deje de llorar. Cuando el general le ponía la otra cinta todavía tenía la cara mojada.
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Tomamos el hipódromo abandonado. El general bautizó al fuerte con el nombre de Atalaya por una revista de los Testigos de Jehová que tiene en la tapa un dibujo parecido a la torre del mirador. Para mí que ahí adentro está el fantasma del jinete desnucado. Entusiasmados por el nuevo refugio se sumaron los chicos del Bosque Grande y los del curso de catequesis de Santa Rita. Me pusieron la segunda cinta.
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Cuando íbamos a salir del fuerte vimos que los enemigos nos rodeaban por los cuatro lados. Por el frente un grupo de veinte, al mando del Ruso, intentó entrar. Desde el fuerte le tiramos con hondas. Si salíamos del fuerte íbamos a ser derrotados. En la entrada apareció uno de los Fava con una bandera blanca. El general Durante y el teniente Fabián fueron a negociar. El hermano sacó de la ropa un aire comprimido y disparó contra Fabián. La bala le rasguñó el brazo. El General y el Teniente corrieron a ocultarse dentro del fuerte. A cada rato escuchábamos caer, sobre las paredes y los techos de chapas, ráfagas de piedras. En las esquinas iluminadas veíamos pasar por el polvo de luz amarilla a algunos soldados enemigos. Corrimos hacia la oscuridad. El escape fue un éxito, aunque mi papá me puso en penitencia por llegar tarde a casa.
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Vino a visitarme el general para saber por qué había desertado. Le expliqué lo que pasaba. Me contó que muchos no habían vuelto porque estaban asustados. Dijo que ya era hora de usar la granada; a cambio me ofreció una tercera tira. Le pedí que me diera la tercera tira y la escarapela. Me explicó que no puede haber dos generales juntos. Le dije que yo pasaba a ser jefe y él teniente. Me contestó que los oficiales no pueden descender de cargo. El general me propuso tres tiras y media escarapela, un nuevo cargo que me deja por encima de Fabián, algo así como un teniente general. Acepté. Mañana le voy a llevar la granada.
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Aparecí en la Atalaya como teniente general. Anoche corté una escarapela de plástico por la mitad y le agregué una tira más a mi remera. Al teniente Fabián no le gustó nada, pero hizo de tripas corazón. Estuvimos estudiando la granada. Es negra y grande, adentro no le late nada. Tiene un fierrito que no hay que sacárselo, si no sale fuego y ruidos, como el genio de la lámpara. Todavía no sabemos cómo la vamos a usar. Sólo el general y yo conocemos el escondite. Algunos de los desertores empezaron a aparecer; los de catequesis no volvieron más.
Uno de los primos del general se unió a nuestro ejército. Los Testigos de Jehová ni siquiera pueden jugar, pero vino a escondidas de sus padres y su hermano. Es muy feo y tiene voz de chicharra: le dicen Mascarita. Estuvimos entrenándonos para atacar la choza y negociar que nos devuelvan a Tanga. Por voto general la gran mayoría decidió el ataque. Eso es democracia, dijo el general.
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Mañana vamos a atacar la choza. Preparamos todo el arsenal: hondas, bolsas llenas de piedras, palos. Mi escuadrón va a encabezar el ataque. El plan es entrar en grupos, descargar y rápidamente retirarnos. Tenemos que organizarnos para entrar y salir sin chocarnos. Hoy estuvimos todo el día ensayando.
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El ataque a la choza tuvo un éxito total. Los atacamos con facilidad. Entré con mi escuadrón, tuve dos heridos. Enseguida atacó el grupo del teniente Fabián. En el cuerpo a cuerpo no tuvimos ni un solo soldado lastimado. Destruimos la choza. Varios enemigos sangraban y lloraban. Cristian y su grupo capturaron a uno de los Fava. Lo trajo como rehén. Tenía sangre en la cabeza y se hacía el dormido. Cristian le dio tres puntinazos al soldado desmayado. Los soldados nos pedían por favor que dejáramos de pegarles. El Ruso y los demás se rindieron. Prometieron que mañana nos iban llevar a Tanga al fuerte.
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El Ruso no apareció en todo el día. Nos enteramos de que está preparando de nuevo el ejército para vengarse. Con el general planeamos un ataque secreto para mañana.
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Vamos a tener que quemar el cuaderno, si no vamos a ir al reformatorio, me dijo el general. Por ahora lo voy a esconder. Mascarita igual no iba a hacer el servicio militar, porque no puede usar armas aunque fue él quien tiró la granada. Yo tampoco quiero hacer el servicio; te dan una vacuna grandísima en la espalda que te deja dos o tres días en cama. A cada rato mi papá me pregunta si sé qué le pasó a Mascarita. Yo sé lo que pasó, soy el que más sabe, pero sin la orden del general no le puedo contar nada a nadie. Hasta la policía vino a casa. Hoy a la mañana fuimos con el Mascarita a la casa del Ruso. El general se quedó en la esquina para hacer de campana. La pared de atrás del galpón donde estaba Tanga da a un gallinero. Desatamos el alambrado para poder entrar y salir rápido. Nos pusimos dentro de una cuneta por donde pasaba el agua con jabón podrido de las casas vecinas. Mascarita tiró la granada contra la pared del galpón y se tapó los oídos. Fue un golpe seco contra la pared. Nos quedamos duros; una vez que sacás el fierrito no te podés volver atrás. Me imaginaba ver volando plumas de gallina, desplomarse la pared, el genio de fuego elevándose. Ni humo salía de la granada. Mascarita preguntó cuánto tardaba en explotar. Le dije que en las películas contaban hasta diez. Contamos varias veces hasta diez. Mascarita era más valiente de lo que imaginaba. Lo cargábamos porque la religión no lo dejaba festejar los cumpleaños, ni jugar a la guerra; pero fue él, sin mi orden, quien decidió entrar a buscar a Tanga. Bordeó contra la madera el galpón. Tuve miedo de que explotara la granada. En un momento desapareció de mi vista. Cuando lo vi de nuevo venía con Tanga sonriente. El Ruso salió gritando que a su casa no entraba nadie. Mascarita empezó a correr. El Ruso nos corría con un revolver grande como los de verdad. El general nos vio venir con Tanga, y sonrió. Cuando vio aparecer al Ruso con el arma en la mano, empezó a correr con nosotros. Mascarita se cayó dos veces pero no soltaba a Tanga. Yo miraba el piso para no tropezar con los baches. Parecía el suelo de la luna. Iba pisando mi sombra redonda y embarrada. Se escuchó el primer tiro; el zumbido de una avispa pasó cerca de mi oreja. El segundo disparo fue una avispa que se frenó en el camino. Todo nos sucedía lento, como a los astronautas, como si una tormenta de viento y tierra nos frenara. Mascarita tardó en desplomarse, iba cayendo muertito; Tanga se le escapó de las manos, flotó en el aire y rebotó sobre la calle tres o cuatro veces. No entendí cómo los soldados volvían a ayudar a sus compañeros heridos. El general y yo abandonamos a Mascarita, sin siquiera dar vuelta la cabeza para volver a mirarlo. La risa del Ruso me alcanzó, parecía reírse con todo el asma del mundo. Corrí a esconderme en la torre de la Atalaya; mi sombra llegó unos segundos más tarde. El jinete desnucado con la mirada de la perrita muerta bajaba la escalera. Iba silbando una canción vieja. Me quedé quietito como una estatua. Salió y dejó la puerta abierta. No me vio.