Para los pensadores taoístas todo fenómeno de la vida, para existir, necesita estar habitado por dos polos, uno es el yin, y el otro es el yan. Se trata de polos opuestos, pero solidarios entre sí, que se complementan. El yan representa al cielo, y el yin a la tierra. El yan representa lo masculino, y el yin lo femenino. El yan lo infinito, el yin lo finito. El yan lo fuerte, lo firme, lo alto, el yin lo maleable, lo flexible, lo bajo. El yan el mundo de lo indiferenciado, de lo inconmensurable, el yin la individuación, la materialización, la vida en la tierra, lo concreto.

Corresponde al cielo -yan- tener la iniciativa, penetrar la tierra -yin- y a ésta adaptarse y dejarse impregnar, para que así nazca la vida.

Dentro de los pensadores taoístas, hay algunas diferencias al intentar explicar esta relación. Hay quienes afirman que le corresponde al cielo, inconmensurable (poderoso en cuando representa el vacío: recordemos la importancia que tiene la idea de vacío para estas filosofías) investir la tierra, y en parte someterla, para que de esa relación advenga la realidad fenoménica, el mundo visible tal como lo conocemos. Pero no se trataría de un concepto de sometimiento como el que nosotros solemos tener. Al parecer la tierra, para estar conectada con su propia naturaleza, necesita de ese empuje. Es decir, la influencia del cielo contribuiría a que la tierra se desarrolle como tal, y se conecte con su naturaleza. Pero hay también ciertos pensadores que llevan esta relación a la realidad política, en la que postulan que el súbdito, o el hombre inferior, representan el yin y el hombre superior, que tiene el poder de mando, la fuerza del yan. Lo propio ocurriría con lo femenino y lo masculino. Uno manda, el otro se somete, para que la sociedad y la naturaleza vivan en paz y en armonía. Esta última visión tributaría a una concepción conservadora y machista, con la que hay que tener sumo cuidado cuando intentamos rescatar algunas ideas de la antigüedad china.

Antes del advenimiento fenoménico, antes de que advenga la realidad en la que todos vivimos, existía lo indiferenciado, el cielo, la vacuidad absoluta, la nada, el infinito. Para que se produzca el advenimiento es necesaria la intervención de la tierra. La tierra se deja atravesar por el cielo, que la abraza por todas partes, la anima, para que pueda crear vida.

Los problemas surgen cuando en los fenómenos, en los hombres y mujeres que habitan este mundo, hay una descompensación entre la energía yin y la energía yang que los constituyen, cuando una de esas energías no se halla en su justa proporción (cuando una crece en detrimento de la otra). Los problemas ocurren cuando el yang deja de ser solidario con el ying, cuando se repliega sobre sí mismo, intentando tener una autonomía que va en contra de su relación solidaria con el yin, o cuando el yin intenta comportarse como yan, cumpliendo funciones que van en contra de su naturaleza.

Los fenómenos de la vida nacen y mueren permanentemente. Las energías yan y yin se alternan de manera incesante. Un fenómeno que nace con mayor energía yan puede pasar a tener mayor energía yin. La alternancia en los ciclos de la vida asegura también su continuidad. Ocurre como en el ciclo de las estaciones. Para que ellas se desplieguen el verano debe devenir en otoño, y el otoño en invierno, y así sucesivamente.

Los hombres y mujeres deben poder registrar cuáles de esas energías y en qué proporciones habitan sus cuerpos, y los cuerpos y fenómenos del mundo exterior. No deben luchar contra ellos porque en el forcejeo se producen las obstrucciones al libre desenvolvimiento de estas energías, y el único mal en el mundo que conocen los sabios de la antigüedad china se produce por esas obstrucciones: el sufrimiento, la enfermedad, los arrebatos pasionales que llevan al enfrentamiento, la muerte).

Los hombres y las mujeres deben estar en contacto con ese fondo, para poder vivir en armonía. Los pensadores taoístas le llaman el Tao (el fondo sin fondo de lo real). En la medida en que es un fondo desfondado, es inagotable y puede albergarlo todo.

En la vida, en ese fondo indiferenciado, existe siempre una progresión y una decadencia de lo real. Todo lo que llega al final de su desarrollo, tiene que declinar, produciéndose así el auge y la decadencia de todo lo que existe.

No existe una relación de causa y efecto a la hora de pensar en un comienzo y un final dentro de la vía. No existen últimos finales ni primeros comienzos. Muchas veces el final está en el principio, y el principio en el final, ya que se trata de un proceso infinito en permanente trasformación.

Entre la tierra y el cielo no existe una relación de precedencia, como en cualquiera de las demás oposiciones que conforman la vida. No se puede decir que el cielo está primero y la tierra después. La existencia de uno presupone la existencia del otro. Dicen algunos maestros: “la luna no espera al charco para reflejarse en él, ni viceversa”.

El cielo, que representa lo interior, representa también lo latente, lo que no se ve, lo que está en potencia. La tierra, representa por su parte lo patente, lo visible, la actualización, la materialización de todo lo que vive. Antes de esta materialización existía lo indiferenciado. La tierra se encarga de la individuación, de la creación de la materia, de las formas. Después, esa vida, desembocará otra vez en lo indiferenciado. Pero no hay un corte tajante entre vida y muerte. Mientras vivimos, todo el tiempo están naciendo nuevas células y muriendo otras. La vida y la muerte se alternan permanentemente. Lo perecedero y lo imperecedero se suceden uno al otro, para asegurar la prosesividad de la vía.

Los chinos establecieron una separación clara entre el hombre vulgar y el sabio, o entre el hombre superior y el hombre inferior. No conocieron la democracia. Sin embargo el tao supone una práctica de liberación. Implica permitirle a los flujos de la vida desplegarse, potenciándonos, para cortar las cadenas que nos atan a una razón que quiso someterlo todo, intentando que el hombre se liberara de la naturaleza, pero terminó encadenándose él mismo. 

Nuestro lenguaje, nuestra concepción del mundo, no están preparados para percibir la realidad profunda que nos determina. Sin embargo, seguimos hablando, hasta el punto en el que las palabras ya no dicen nada, mientras que los sabios de la antigüedad china callaban.